El acontecimiento más importante del mundo

Es complicado recordar un momento de la Historia reciente en que España estuviera tan unida como el domingo, cuando Andrés Iniesta marcó el gol que convirtió a nuestra selección en campeona del mundo. Las banderas y camisetas rojigualdas que inmediatamente llenaron las calles, coloreando la alegría de los aficionados, eran la prueba de que -dejando aparte la religión- el fútbol estructura y configura la vida de más millones de personas que ninguna otra realidad social.

Ni la posmodernidad, ni la razón o la política son fuerzas suficientes para cohesionar a la sociedad. Los más prestigiosos diarios generalistas, y aun económicos, han dedicado páginas enteras, y hasta editoriales, al fútbol durante este Mundial de Sudáfrica que ha consagrado a la extraordinaria generación de los Xavi, Casillas o Puyol. Hasta revistas tan reconocidas en el campo de la microbiología nuclear como Cell han publicado artículos sobre la genética de las estrellas del fútbol. Cineastas, dramaturgos, escritores, filósofos, sociólogos y antropólogos han fijado sus objetivos sobre el deporte rey.

En el fútbol concurren el dinero, el marketing, los medios de comunicación y la política. A falta de comunicados oficiales que terminen de afinar las cifras, se estima que el Mundial de 2010 habrá generado aproximadamente medio billón de euros. La FIFA ha cobrado 529 millones por los derechos de emisión en la pequeña pantalla. En torno a 2.400 millones de personas habrán seguido las 70.000 horas de retransmisión de los partidos del torneo por las cadenas de televisión, lo que habrá supuesto una audiencia acumulada de 26.000 millones de espectadores. Para trasmitirlo al mundo entero se habrán reunido en el lugar de los hechos unos 19.000 fotógrafos, periodistas y otros profesionales de los medios. Un Mundial es uno de los «ámbitos más socorridos del crimen internacional, las mafias y el dinero negro», en palabras de Felipe Sahagún. Mientras la ONU tiene 192 miembros, la FIFA tiene 208. Ya no se dice: «el tiempo es oro», sino «el gol es oro».

El Mundial es como un casting donde los equipos más potentes seleccionan nuevos ídolos. El parquet mundialístico marca sus propias leyes económicas y fija, más que valores, precios ante la posibilidad de transacciones. Por eso Sandro Rosell concedió que su archienemigo y predecesor en la presidencia del Barcelona, Joan Laporta, había acertado al fichar a Villa antes de que su valor se disparase en Sudáfrica.

Las agencias de viajes dicen que hubo un masivo retraso en la salida de vacaciones hasta el término del campeonato. El Mundial ha puesto de manifiesto la importancia de las redes sociales y de las nuevas tecnologías y la conectividad a que han dado lugar: todos estamos en todas partes al mismo tiempo. Durante el tiempo que ha durado el Mundial, los ojos del mundo han mirado al país organizador. El escenario competitivo es una gran plataforma de negocios al socaire de las grandes cadenas de televisión, potenciadas por el marketing deportivo. Hoy las ciudades no son conocidas por sus fábricas, ni siquiera por sus catedrales, sino por sus equipos de fútbol.

Con frecuencia los cronistas hablan de venganza, de rencores, de desquites. Los responsables de las selecciones nacionales, para mantener al equipo en paz, buscan enemigos exteriores, porque somos lo que somos a través de los otros. Sabemos quiénes somos porque nos oponemos al otro. Tal vez por ello, en los países orientales el fútbol ha llegado más tarde o aún no ha llegado, a causa de la paz del nirvana, donde la mirada del otro está excluida. La tentativa budista de liberarse de la ilusión, del deseo, es la tentativa de liberarse del fútbol que pone al rojo vivo las tensiones sociales y personales.

Nadie duda de que los resultados pueden ser una inyección de moral o hundir el ánimo de un pueblo. ¿Cómo habría amanecido España si Casillas no hubiese prevalecido en el mano a mano contra Robben? ¿O si Iniesta hubiera errado su fogonazo y la tanda de penaltis hubiera favorecido a los holandeses?

Los políticos juegan con el fútbol en momentos que ellos creen decisivos para su carrera. Los Gobiernos pueden recibir un impacto negativo o positivo según los resultados del Mundial y muchos que prevén un buen resultado pueden adelantar o atrasar las elecciones.

El fútbol puede ser la argamasa que une a los individuos de un país dividido y desgarrado, o puede ser la chispa que haga saltar las hostilidades preexistentes. Un acontecimiento célebre que ejemplariza esto a la perfección es la guerra del fútbol entre Honduras y Salvador en 1969. En realidad, el fútbol no fue más que una excusa para encender las hostilidades entre los dos grandes rivales. «Los mayores problemas del país se vivieron en plena fase de clasificación. En nuestro caso, la selección fue motivo de reconciliación social y de que se liberasen tensiones. Hicimos que la gente se abrazara, se reencontrara y recuperara el orgullo nacional», dijo el entrenador de Honduras.

Conviene en este punto recordar la cita de Bauman, para quien «el Mundial se ha convertido en un observatorio de la modernidad líquida caracterizada por líneas fronterizas borrosas y sumamente permeables, una devaluación de las distancias espaciales y de la capacidad defensiva de los territorios y un intenso flujo humano a través de las fronteras».

El Mundial de Sudáfrica nos ha mostrado la realidad migratoria del momento actual en el planeta. Las crónicas sobre Suiza estudiaban la influencia de las diferentes lenguas en la dificultad de formar una selección conjuntada y dotada de un estilo propio. Muchas de las estrellas de Inglaterra tenían ascendencia caribeña, pero todas han calentado cunas inglesas y todas juegan en la liga nacional. Entre los 23 jugadores alemanes destacaban 11 jóvenes hambrientos de gloria que tenían al menos un progenitor de origen turco, caribeño, brasileño o tunecino, lo que suponía un cambio de ritmo y de estilo en el juego del combinado germano, para muchos el más exuberante de la competición hasta que La Roja y un testarazo de Puyol se les cruzaron en semifinales. Por el contrario, la mayoría de los componentes de la selección de Argelia, los zorros del desierto, nacieron en los suburbios de las ciudades francesas.

La Liga Norte dice que el fracaso de la selección italiana se debió a la presencia masiva de extranjeros en el Calcio, aunque el impacto de la debacle se suavizó con la eliminación de Francia, eterno rival de los azzurri. La interpretación de la derrota gala degeneró hacia un choque de culturas porque los jugadores procedentes de los arrabales de grandes ciudades, hijos de inmigrantes, se rebelaron contra los jugadores nacidos en familias francesas de clase media.

Toda Francia está abochornada por el papel que hicieron sus futbolistas en Sudáfrica. Lo sucedido con la selección bleu, según explica Michel Wieviorka, «ha venido a recordar a los franceses que su país ya no es, tal vez, lo que era; que su Estado se ve erosionado por dinámicas propias de un proceso de descomposición y que su sociedad está dividida, cuando en otros tiempos, el éxito les había aportado gratificaciones simbólicas susceptibles de ayudar a olvidar o minimizar sus problemas nacionales y sociales».

El fútbol es la nación y su identidad. Es un componente básico de las relaciones internacionales porque es crisol de todos los fenómenos sociales. Es una cuestión de Estado. El presidente de Francia, profundamente preocupado por «los problemas estructurales del fútbol» galo, pidió que los jugadores no tuvieran ninguna exención fiscal. Aunque poco después revocó la medida, el presidente de Nigeria había ordenado la retirada de su selección de todos los torneos internacionales y la supresión de la federación de fútbol por la temprana eliminación de su selección del Mundial.

Los fracasos balompédicos escuecen tanto porque el fútbol es espejo de los méritos individuales y de los del equipo con el que se identifica un grupo mucho mayor: la sociedad.

El espectador de un partido de fútbol no está simplemente mirando un espectáculo sino que también está leyendo un tratado sobre el comportamiento humano. El fútbol es hoy el objeto del fundamentalismo y otros radicalismos. Los hinchas y los fans son, en realidad, los únicos capaces de comprometerse por sus ideas. El odio de los hinchas es garantía de calidad. «Los hinchas sólo odian a quien puede hacer sombra y vencer a su equipo».

Aunque cada entrenador tenga su filosofía, el fútbol es goles, no un concepto. El fútbol representa el orden simbólico, la experiencia vivida, la riqueza de las emociones. Muchos aficionados, cuando se sitúan dentro del fútbol, experimentan una transubstanciación, entran en una dimensión que está más allá de lo racional. «No hemos entrado nosotros en el fútbol, él ha entrado en nosotros», me han dicho en algunas peñas.

El fútbol marca el ritmo de las tristezas y de las alegrías de todas las clases sociales porque escenifica la dimensión agónica y muestra de manera plástica la incertidumbre de la existencia humana.

Sufrimiento, existencialismo, estética... Son los ingredientes del júbilo desatado por el bendito gol de Andrés Iniesta.

Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor.