Como la ley está en marcha y como, pase lo que pase, el Gobierno no la va a retirar porque sería tanto como reconocer su error, no tiene otra salida que tirar para adelante, a ver si en la fase de negociación con sus socios habituales encuentra la fórmula que le permita salvar la cara.
Es verdad que este proyecto de ley que tiene un nombre larguísimo pero que será siempre conocido como Ley de la Memoria Histórica ha reculado mucho desde el momento de su concepción hasta hoy, en que ha entrado en una declarada búsqueda de la concordia y la reconciliación y en un ejercicio de buena voluntad que resulta, desgraciadamente, inaplicable.
La idea de esta ley nace al mismo tiempo que la victoria electoral del Partido Socialista, cuando Zapatero anuncia su intención de «reparar la dignidad y restituir la memoria» de quienes sufrieron cárcel y represión por defender unos valores y unas ideas determinadas. Habló el presidente como si nunca hasta ese momento nadie en España hubiera hecho nada al respecto y dejaba ver así uno de sus más acreditados defectos: el de comportarse como si creyera que la Historia y la política no existían hasta que él llegó al poder.
Pero fueron sus declaraciones, su mensaje y determinados comportamientos públicos los que permitieron a los partidos de la izquierda extrema, IU y ERC entre otros, hacerse la ilusión de que iban a poder ajustar cuentas con la Historia. Joan Tardá lo explicó muy bien en julio de 2004 en un artículo en La Vanguardia: «El hecho más lamentable de la Transición fue la impunidad que otorgó a los crímenes contra la Humanidad cometidos por el franquismo y la amnesia histórica que impuso. Por eso, una vez retornado el republicanismo a las Cortes, una de las condiciones de ERC para facilitar la investidura del presidente Zapatero, cuyo abuelo militar murió ejecutado por los militares insurrectos, fue incorporar la recuperación de la memoria republicana y antifascista a la hoja de ruta del Ejecutivo».
Desde aquellos momentos todas las iniciativas de esa izquierda extrema han apuntado en la misma dirección con la exigencia de que se haga una revisión del pasado, se bendiga como impecablemente democrático, pacífico y limpio de cualquier desmán el período republicano y como acreditados defensores por la libertad a quienes lucharon en ese bando durante la Guerra Civil. Y, al contrario, que no sólo se condene por ilegal y delictivo el franquismo sino que se ignore el derecho a la rehabilitación moral, al reconocimiento y al honor de todos aquellos que apoyaron las posiciones de Franco durante la contienda y fueron víctimas de asesinatos, torturas y juicios y ejecuciones irregulares por parte del Frente Popular durante la guerra.
El Gobierno no ha hecho semejante cosa, pero la ley que ha puesto en circulación es de tal naturaleza y amplitud que, de mantenerla hasta el final, le va a dejar peligrosamente enredado en un proceso amplísimo al que no se le ven los límites y que herirá al país entero.
Una vez que el Gobierno ha incluido en su ley- porque no es cierto que ignore este punto- el deseo de «dar satisfacción a [todos] los ciudadanos que sufrieron, directamente o en las personas de sus familiares, las consecuencias de la tragedia de la Guerra Civil o de la represión de la Dictadura», no puede ignorar que los familiares de los miles de españoles asesinados durante la guerra por las milicias del Frente Popular van a querer reclamar también el reconocimiento de la España democrática a quienes padecieron la persecución y represión de signo contrario a la que ahora algunos manejan como única existente.
Y, en ese caso, debe saber que es insostenible el argumento dado por quienes, situados a su izquierda e incluso dentro de las filas de su propio partido, descartan tener que ocuparse de esos otros españoles con el argumento de que «ya fueron rehabilitados y homenajeados durante el franquismo». Es insostenible por dos razones. La primera, porque si se declara y considera el régimen de Franco un sistema ilegal porque nace de una rebelión militar contra un Gobierno democráticamente elegido, no se le puede luego reconocer -precisamente para dar por resarcidos los sufrimientos y la memoria histórica personal de las otras víctimas- una legitimidad que previamente se le ha negado.
No se puede negar legitimidad al franquismo para las condenas y reconocérsela sin embargo para las reparaciones. O sí o no. Si no, no se puede ignorar el derecho de los muertos inocentes del otro lado a que la España constitucional reconozca, en idénticas condiciones que los demás, su historia y sus padecimientos y les devuelva el consuelo y el honor que la democracia también a ellos les debe.
La segunda razón que hace insostenible esta pretensión de IU y de ERC y que obliga al Gobierno a combatirla es que, de aceptar los planteamientos de esa izquierda, volvería a repetirse en nuestra historia, 30 años después de haberla querido superar, la vergonzosa existencia de víctimas de primera y de segunda. Las de primera serían los represaliados por el franquismo durante la guerra y durante la existencia del régimen, que tendrían todo el reconocimiento y el honor por parte de la democracia española desde el comienzo de la Transición y a iniciativa de todos los gobiernos desde 1977 hasta hoy.
Y las de segunda serían las víctimas del Frente Popular, que sólo contarían con el reconocimiento de un régimen declarado ilegítimo por esa democracia que opta por ignorarles. No sería sostenible que los republicanos damnificados por la guerra y el franquismo tuvieran el honor de la democracia y los otros quedaran preteridos en el oscuro lugar que esa misma democracia ha asignado por unanimidad parlamentaria al régimen de Franco.
Y, como ésa sería otra ofensa histórica que de ninguna manera el Gobierno y su vicepresidenta buscan ni desean, aunque sí pueda ser la pretensión de otros, el resultado es que esta ley , al querer cobijar finalmente a todos, va abrir la vía a una avalancha de reclamaciones de uno y otro lado, todo lo cual equivale y obliga a una revisión general del franquismo y de la guerra.
Esta ley permite y alienta, por ejemplo, a que los familiares de los casi 5.000 enterrados en las siete fosas comunes de Paracuellos sumen su reclamación a la reclamación de los familiares de personas que yacen en otras fosas comunes de toda España para que las administraciones públicas faciliten el que se abran esas tumbas, se proceda a la exhumación de los cadáveres y a su posterior identificación para facilitar luego su enterramiento. Porque no sería imaginable que nadie se atreviera a autorizar las demandas de unos y a denegar las de otros.
Y, aunque en ese sentido la ley no hace ningún distingo entre las víctimas de aquellas dos trágicas Españas, hay que preguntarse si todas estas y otras posibilidades están previstas en la intención del texto. Por lo que se refiere, por ejemplo, a esa «Declaración de reparación y reconocimiento personal» que, como si fuera un diploma de desagravio, la ley propone para quienes durante la guerra y el franquismo padecieron condenas, sanciones, persecuciones o muerte «llevadas a cabo por cualquier organización o grupo», la ley del Gobierno advierte inmediatamente que «será necesario que los comportamientos en su día enjuiciados o sancionados resulten conformes a los principios y valores constitucionales». Y eso significa que ninguno de los cientos de asesinos que poblaron las dos retaguardias de España durante la guerra y ninguno de los torturadores que medraron en la posguerra y en el régimen podrán pretender que se les reconozca su condición de víctimas.
Pero ¿quién lo decide y en base a qué datos? ¿Cómo la Comisión Interministerial encargada de tan ingente tarea sería capaz de llegar a conclusiones sólidas y no sometidas a polémica nacional en los casos dudosos? Y ¿qué hará ante las alegaciones que presenten contra algunas pretensiones rehabilitadoras quienes se consideren víctimas de las víctimas?
La conclusión inevitable es que el planteamiento de esta ley conduce de bruces al país a una revisión global de lo sucedido, con el agravante de que tendría que hacerse caso por caso y a lo largo de un proceso interminable que, por supuesto, desbordaría con mucho la capacidad y la resistencia de ese Consejo de Cinco Sabios en cuyas manos descansaría la terrible tarea de reimpartir justicia histórica. Acabaríamos abordando al final una Causa General realizada por la democracia.
Pero eso, desde luego, no va a cerrar las heridas sino que las va a mantener abiertas por muchos años más. Las esquelas publicadas desde uno y otro lado han sacado a la luz una realidad que estaba atenuada: nadie, ni los rojos ni los azules ni los intermedios, ha olvidado. Han perdonado, pero si se trata de rescatar su memoria, ahí volverán a estar todos: ellos, sus hijos o sus nietos. Seguro.
El problema es que «todo el acordeón abierto no lo aguantamos entre las manos», como dijo Felipe González cuando se le reclamaba que persiguiera a todos los civiles y todos los militares que hubieran estado de alguna manera implicados en tramas golpistas. Si aquel acordeón no se aguantaba entre las manos del país, no digamos el que ahora se nos pone delante, con un fuelle que abarca nada menos que 40 de los más trágicos y amargos años de nuestra historia.
Quiéralo el Gobierno o no, esta ley puede ser el tercer gran error de su legislatura. El primero fue la aprobación sin consenso del Estatuto de Cataluña. El segundo error es el estar llevando a cabo las conversaciones para lograr el final del terrorismo sin contar con el apoyo de la oposición. Y el tercero es la presentación de esta Ley de Memoria Histórica que tiene buena voluntad pero poco acierto porque un proyecto de esta naturaleza no se puede plantear sin contar con el acuerdo de la otra gran formación política española. Tres errores levantados sobre la falta de consenso por un presidente de Gobierno que, como acordeonista ha decidido ser mucho más audaz, hasta llegar a resultar temerario, que todos quienes le han precedido en el cargo.
Victoria Prego