El acoso escolar en Cataluña

El modelo catalán de inmersión lingüística lleva en vigor casi tantos años como duró el franquismo. Tiempo suficiente, supondríamos, para que su objetivo declarado -eso que llamaron la «normalización»- se hubiera conseguido y las dos lenguas catalanas convivieran de forma equilibrada y feliz. Pero, claro, quién determina lo que es normal. ¿El hombre del que Josep Tarradellas ya dijo en 1981 que su objetivo era «utilizar todos los medios a su alcance para hacer posible la victoria de su ideología frente a España»? ¿El individuo que, después de promover un golpe a la democracia en primera persona del singular -el 9-N, a pecho descubierto: «¡El responsable soy yo!»-, va y dice ante el Tribunal Supremo que la Declaración Unilateral de Independencia fue, pues, ya sabe señoría, «puramente simbólica»? Al día siguiente, tras la palmadita en la espalda del juez Llarena -hala, Artur, a casa y sin fianza- Mas se vino incluso más arriba y añadió: «En política, muchas veces un argumento se infla. ¿Esto es engaño? Puede llegar a serlo». Cualquiera le pincha el globo. El modelo de inmersión tenía, en efecto, un vicio de raíz y es que los llamados a interpretar y ejecutar la normalización no tenían un proyecto, digamos, normal. Y el constituyente lo sabía. Si no, de qué el artículo 3.1, donde se presume de lo que íbamos a carecer.

El acoso escolar en CataluñaA partir de esta consideración elemental, denunciada desde 1979 por la heroica resistencia antinacionalista e ignorada por todos los gobiernos centrales, la reactivación del debate sobre la discriminación en Cataluña tiene algunas ventajas. La primera es que permite constatar el éxito del castellano, su capacidad para superar una de las más sostenidas, hipócritas y perversas campañas de expulsión de una lengua de su entorno natural. El castellano sigue siendo la lengua que más se habla en Cataluña. En los patios. En las plazas. En los bares. Y eso a pesar de su eliminación de los circuitos de prestigio y de poder. La Generalidad. El Parlamento de Cataluña. El Ayuntamiento de Barcelona. La Administración al completo, con su apretada cartografía de cargos y subvenciones. Y sobre todo la radiotelevisión pública, incluida la del Estado en su canal catalán. En la costra de Cataluña el castellano no alcanza ni siquiera la categoría de cuota. No existe. Ha sido borrado. Desterrado. Artificialmente sometido. Va en metro o a pie. Y aun así ha hecho su camino. En esto se parece mucho a su cliente mayoritario, el votante constitucionalista.

La segunda consideración atañe al Estado, a su debacle. En plena polémica de las casillas, unos contra otros y nadie incidiendo en lo fundamental -en un entorno hostil el ciudadano no debe pedir sino el Estado ofrecer-, saltó la sentencia del Tribunal Constitucional que anula parte de la Ley Wert. Subrayo, parte. El TC no da la razón a la Generalidad en dos de las novedades que la entonces consejera Irene Rigau -la misma que cedió los colegios el 9-N- consideraba especialmente in-to-le-ra-bles: la división del currículo entre asignaturas troncales, específicas y de libre designación autonómica y las evaluaciones nacionales. La primera permite al Estado enseñar Historia de España en Cataluña. Milagro. La segunda la paralizó el ministro Méndez de Vigo. Figura. Lo que sí ha tumbado el TC, para excitación de los Juliana, es la famosa Disposición Adicional 38, que en última instancia obligaba a la Generalidad a asumir el coste de la escolarización privada en castellano a los alumnos que lo desearan. La fórmula era desde luego enrevesada. Pobre pollito castellanohablante, obligado a pedir amparo a la madre de todas las zorras y luego señalado en el aula, carne de bullying. Chapuza la han llamado todos, también en el Partido Popular. Pero la culpa no fue tanto de sus autores como de la ausencia de alternativas. Y he ahí el problema.

La sentencia del TC reconoce que los padres tienen el derecho constitucional a que sus hijos sean escolarizados en castellano. Sin embargo, recuerda que la Alta Inspección de Educación sólo tiene competencias de comprobación, fiscalización y verificación; en ningún caso de ejecución. Y remata: «En suma, con el mismo énfasis hemos de reiterar una vez más que corresponde al Estado velar por el respeto de los derechos lingüísticos en el sistema educativo, pero también que tal función ha de desplegarse sin desbordar las competencias que constitucionalmente le están reservadas y sin soslayar los límites y exigencias que ha fijado la jurisprudencia constitucional». Ese tono impaciente y esa adversativa terminal. El TC no sólo admite que el Estado no tiene palancas para hacer cumplir la Constitución en todo el territorio español. También advierte, como ya hizo en la sentencia sobre la reforma del Estatuto de 2006, que la inmersión es plenamente constitucional y que Cataluña puede organizar su sistema educativo prácticamente como le dé la gana. En la enciclopedia del abandono español, es difícil encontrar una entrada más desoladora.

Y bien. ¿Qué hacemos? El Gobierno no parece capaz de responder a esta pregunta, ni siquiera con el 155, que en todo caso tiene fecha de caducidad. En su día, el equipo de Wert estudió la posibilidad de fundar un Colegio Español en Barcelona, como los de París, Roma o Malabo. No habría servido de nada: el TC también lo habría anulado por invasión de competencias. Desde la propia Cataluña se pidió a una serie de empresarios que suplieran la restricción pública con el impulso privado. No quisieron. José Manuel Lara, espagnol de jour. En todo caso, ninguna de las dos opciones hubiera resuelto el problema de fondo ni evitado la humillación de los castellanohablantes. Desde el punto de vista político, democrático y hasta de Derecho comparado, sólo hay una solución aceptable: el Estado español tiene que garantizar el derecho a estudiar en español en toda España. Debe hacerlo de frente y al margen de cuál sea la demanda. Y para eso sólo hay dos vías: un cambio no ya de Gobierno sino de régimen en Cataluña o un cambio en la Constitución.

Hasta ahora todas las proclamas sobre la ¡urgente! reforma constitucional me habían parecido frívolas, oportunistas e injustas. Pensaba: cuanto más la atacan, más debemos defenderla. Decía: la Constitución no es culpable y su reforma no es la solución. Sabía: no vamos a lograr un consenso parlamentario equiparable al del 78. Temía: toda reforma será en detrimento de la igualdad. Pero ante la última sentencia del TC, guinda sobre los despojos del pacto constitucional, los argumentos se aflojan. La puigdemoníaca rebeldía exige y ha empezado a tejer ya un nuevo consenso ciudadano. Lo decía José Luis Álvarez en El País con un tono ligeramente febril: hay que reformar la Constitución para derogar el sistema de inmersión lingüística. Yo no invocaría tendencias demográficas ni creo que en la lengua nos juguemos la unidad de España. Este dato de ayer: el apoyo a la independencia ha caído ocho puntos desde octubre. Pero sí nos jugamos algo previo y existencial. Oigo los ecos de la difunta UPyD: recentralización como camino de libertad.

Cayetana Álvarez de Toledo

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