El acto de contrición 'mariana' de Casado

En el recodo final de sus agitadas vidas, aquellos dos tenorios sevillanos anhelaban avivar las brasas frías de la pasión de un ayer a trasmano. Lo hacían embelesados con las hijas de las madres que tal vez amaron en un pretérito que juzgaban pluscuamperfecto en su añorante nostalgia. Tratábase de dos Guidos machadianos asomados al ventanal de casino de aquel círculo mercantil donde eran veedores privilegiados de la carrera oficial por el que desfilaba el gentío bullicioso de una Sevilla vestida de punta en blanco primaveral. Salvando épocas y personajes, diríase que remedaban aquellas otras rarezas de turistas que llegaron a ser dos genios del toreo como Juan Belmonte y Rafael El Gallo en su tertulia de Los Corales, bar anejo a esa misma calle Sierpes que condensaba la dualidad barroca hispalense y que hoy, como tantas vías tradicionales, es un despersonalizado bulevar de aeropuerto que transitan presurosos pasajeros.

El acto de contrición 'mariana' de CasadoSi El Gallo comentaba de su picajosa amistad con El Pasmo de Triana: «Fíjese si somos amigos que nos pasamos cinco horas juntos sin decir palabra», estos otros donjuanes contemporáneos también monologaban en silencio, mientras paladeaban una copa fresca de manzanilla en torno a una mesa con una concha de aceitunas gordales. De pronto, uno de ellos, como el que concluye una larga cavilación, suspira con afligida pena: «Compadre, ¿te das cuenta del tiempo que hace que las mujeres ya no nos miran?». A lo que su par, arrogándose filosofías del Séneca de Pemán, aclara con cruel realismo: «No te confundas. Nos miran igual, pero ya no nos ven».

Valga esta estampa costumbrista para evidenciar el riesgo que corre el PP de despersonalizarse hasta que no lo vean cuando le miran como acaecía a aquellos dos truenos sevillanos antaño tan jaraneros. Mucho más después de que Pablo Casado se haya rectificado a sí mismo decapitando a su portavoz en el Congreso de los Diputados, Cayetana Álvarez de Toledo, cuya designación supuso un aldabonazo sobre la nueva impronta que perseguía imprimir al partido como inesperado triunfador de un cónclave en el que la gran favorita era la vicepresidenta Sáenz de Santamaría y que ahora, como El Cid después de muerto, vence postreramente desde su retiro.

Aquella elección fue una muestra de arrojo por su parte. Primero porque, como explica Oriana Fallaci en su libro Un hombre, un partido opera como una empresa en la que el líder ostenta un poder inalcanzable e indivisible que precisa de autómatas (yes-men) que dicen siempre sí, señor, porque lo contrario constituye una traición. «¡Ay del engañado –exclama– que piensa que está haciendo un aporte personal con la discusión y el intercambio de opiniones: acaba expulsado o degradado o apedreado!». Era, en consecuencia, una llamada a la incorporación de personas con talento, bagaje intelectual y criterio que, como decía Chesterton, no obligara, al entrar en una iglesia, a despojarse de la cabeza junto al sombrero.

Pero ese nombramiento de Casado implicaba básicamente un propósito de enmienda de los años marianos de no hacer política y permitir que el tiempo la realizara por él, lo que se tradujo en el desmembramiento del centroderecha con sendos partidos a su diestra y siniestra como Vox y Ciudadanos a costa de los votantes del PP. Acorde con el discurso que le valió un congreso, cobraba todo el sentido del mundo escoger como portavoz a quien había hecho público repudio de Rajoy por ese exasperante quietismo que tuvo como colofón la moción de censura exprés que le endilgó Pedro Sánchez y que no vio venir hasta casi la votación que lo desalojó de La Moncloa.

Como estandarte de que no llegaba ni con «tutelas ni con tutías», que le dijo Fraga a Aznar en el traspaso de poderes al frente de la extinta Alianza Popular, Álvarez de Toledo personificaba una imagen de renovación y una vacuna contra las aprensiones de Rajoy hacía los liberales a los que invitó a marcharse del PP en el Congreso de Valencia de 2008 y a fundar su partido. Por eso, por muchas justificaciones que ha dado para sortear el nudo gordiano de la cuestión, arguyendo grosso modo a que Álvarez de Toledo tenía su propia agenda, hacía la guerra por su cuenta o era más portavoz de sí que del grupo, Casado no puede ocultar que la razón del ascenso a la portavocía es la misma de su caída, por lo que la causa última radicaría en quien, como jerarca máximo, le asiste el derecho a adoptar la resolución que le pete, pero no a obrar como el mal tabernero que mezcla su vino con agua.

Parece evidente que no solo es una cuestión de modos y formas de la portavoz destituida, pues ella y su sustituta, Cuca Gamarra, son como la noche y el día. Tan es así que ha recurrido, a modo de contrafuerte, al alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, como portavoz del partido. De hecho, lo ha puesto en la línea de fuego, si bien ya viene entrenado a bailar entre las balas mientras silba haciendo como que se quita importancia.

En cualquier caso, atendiendo al viejo aforismo Qui prodest para señalar al beneficiario de una acción, basta mirar la satisfacción de la izquierda, amén del alivio de los vicepresidentes Iglesias y Calvo, quienes empezaron a relajarse al ver al secretario general García Egea adquirir mayor protagonismo parlamentario como prueba de que la suerte estaba echada. En política, lo que parece es. Por eso si Casado es incapaz de integrar a su portavoz, ¿cómo va a afrontar la tarea hercúlea de reunificar el centro derecha para plantar cara a Sáncheztein?

Al margen de que Casado puede haber llegado a pareja conclusión a la que Rajoy verbalizó a la salida de un Consejo de Ministros en el que su colega Esperanza Aguirre se había empleado con su vigor característico: «Ahora ya entiendo lo que es el liberalismo: hacer política andando a hostias con todo el mundo», es indisimulable que toma su camino sirviendo en bandeja de plata la cabeza de Álvarez de Toledo a los barones territoriales a los que se debe hasta tanto no llegue al poder, así como a sectores de la derecha más reaccionaria y meapilas a los que la izquierda cuida como oro en paño al favorecer a sus intereses de eternizarse en el poder y a la que, en justo pago, recompensa. Una cosa es el moderantismo y otra es la inacción del que reduce al mero suspirar la quintaesencia de sus acciones. «¡Ay, si esto o lo de más allá, lo hiciera el PSOE!», lagrimean como el polluelo Calimero tan familiar para los niños de hace décadas.

Más que un golpe de autoridad, Casado ha hecho un acto de renuncia al darse golpe de pecho ante los barones a los que ganó el congreso dando la impresión de que vuelve a casa sin esperar a Navidad, aunque lo haga con galones entorchados de presidente ganados en buena lid a la candidata de Rajoy, en vez de portavoz de la ejecutiva del ex presidente. Hecho ese acto de contrición y expiación, Casado se ajusta al principio arrioliano (de Arriola, Pedro, el tanto tiempo gurú de cabecera del partido) de que el PP debe hacerse el muerto para no movilizar a la izquierda y, mediante la abstención del inamovible electorado de ésta, asumir la gobernación de España cuando toque. Luego de esto, siguiendo el mismo tenor, consolidar las políticas de la izquierda para no alimentar sus algaradas como consecuencia de la terapia a aplicar para corregir sus desaguisados. Arreglados los desperfectos, a modo de taller de averías, se le devuelven las llaves del vehículo para que lo use como si fuera de su propiedad y lo conduzca libérrima con la superioridad moral que le otorga una derecha a la que le ha cogido las vueltas.

En el dilema de entregar la cabeza de Álvarez de Toledo o marchar con la suya debajo el brazo, Casado ha optado por la primera opción, pero a costa de su mayor debilidad, acoplándose a quienes prefieren estar a verlas venir frente a los que se inclinan por encarar los problemas contra viento y marea, persuadidos de que, con tenacidad y perseverancia, pueden establecerse nuevos paradigmas que, en cuanto rinden provecho, engrosan el paisaje como si fuera una planta autóctona que siempre hubiera estado allí. Las cosas no mudan de un día para otro, pero hay que actuar con empeño para que los cambios se obren como irremplazables.

De hecho, al margen de las luces y sombras que genera toda acción de gobierno y de su incapacidad para frenar la corrupción, esta última estrategia posibilitó que Aguirre situara al PSOE contra las cuerdas y lo llevara por el camino de la amargura hasta diluirse en una autonomía que creyó suya y en la que su «cinturón rojo» resultaba una barrera infranqueable para una candidata a la que llamaban «duquesa», siendo condesa, hasta que la línea Maginot de la izquierda cayó sin estruendo. Ya lo advierte el adagio latino, pueden quienes creen que pueden.

Por eso, esta defenestración ha sido «peor que un crimen, un error», como sentenció el maquiavélico Fouché al conocer la ejecución del duque de Enghien por Napoleón. Pues, lejos de haberse reforzado, Casado puede haber despejado el camino para que Sánchez sea reelegido mediante la paradoja de que cierta derecha caiga en el embeleco de darle su voto para que deje caer a Podemos. ¡Como si no tuviera en sus manos desprenderse de su socio de cohabitación! De hecho, ya acaeció en las últimas citas en las que, para esquivar la entrada de Podemos, hubo electores del centroderecha, bien con su voto, bien con su abstención, que así lo propiciaron. No es infrecuente que el miedo al abismo atraiga al precipicio. Más en una España que lleva una temporada buscando salir del pozo cavándolo más hondo.

Si no quiere poner a remojar las barbas que pareció tomarle prestadas a Rajoy para no parecer imberbe, Casado no debiera aguardar al advenimiento de ese día imposible en el que, según las Sagradas Escrituras, el león repose junto al cordero. A este fin, carece de sentido recurrir a armas oxidadas frente a un antagonista que no conoce reglas tras cruzar todas las líneas rojas y conducirse por ellas. Mucho más concederle a la izquierda la autoridad de erigirse en «señor de los adjetivos» para que encasille a un centroderecha que, hasta tanto no rompa ese marco, no tendrá posibilidades de asentar una alternativa de gobierno.

En la víspera de quedarse sin asiento merced a un estúpido juego de la silla en el que el PP ha dejado que la izquierda sea la que ponga y quite la música para tratar de pillar desprevenido al rival que más le incomode, Álvarez de Toledo sintetizó la anomalía de una España en la que la moderación la fijan el independentismo y la extrema izquierda comunista. Tan imbuidos están de esa sensación de superioridad que la expresan mediante el odio y el desprecio a quienes, en vez de adversarios de refriega, tratan como enemigos a extinguir.

El PP se borrará si piensa que va a heredar a un PSOE con Sánchez erigido en el Petronio de las elegancias y modos democráticos pese a llegar al poder mediante una moción de censura a Rajoy construida mediante una sentencia-falsa y con unos socios neocomunistas, independentistas y filoetarras. Tras ganar un congreso imposible, Casado no debiera permitir lo que le sucedió al mismísimo Aníbal cuando desaprovechó la ocasión de marchar sobre una Roma sitiada y desplomada. «Los dioses no conceden –le diría su lugarteniente, cuando retornaba medio ciego a defender Cartago tras 36 años ausente– todos sus dones a una sola persona. Tú, Aníbal, sabes conseguir las victorias, si bien no sabes emplearlas». Pronto se sabrá, en cualquier caso, si la defenestración de Álvarez de Toledo fue un error o si lo fue el propio Casado. De momento, éste huye de los líos como Rajoy.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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