El acuerdo desvelado

Aparta el velo. Ajá. Lo sabíamos. Con el conflicto político se inyecta el veneno en el sistema. Son dos palabras que mienten por lo que encubren y por lo que insinúan. Encubren al responsable del conflicto, el Gobierno catalán, y su naturaleza: la convivencia se quebró. Además, insinúan que la enojosa Justicia está de sobra.

Inoculada la ponzoña, serán más explícitos respecto al tercer poder. En la lógica de los condenados, de los procesados huidos o no, de sus abogados y de sus fans, que quieran librarse de la Justicia porque lo suyo es «político» resulta comprensible. En unos, por evidente interés; en otros, que son legión, porque han sido instruidos sin saberlo en el decisionismo de Carl Schmitt. Aunque ello se traduzca -una vez pasada la teoría del Derecho por mil marchas con antorchas, por diez mil docentes y por cien mil patrañas de TV3- en algo de cariz más peregrino, sin fuerza argumentativa lejos de las barras de los bares. En la práctica sería más o menos esto: nuestros políticos son impunes; invocan una democracia superior; esa democracia, que es la verdadera, está por encima de la ley.

¿Demasiado chusco? Bueno, sí, claro, pero ahí está el acuerdo, no hay más que leerlo. Una vez definido el problema como conflicto político, reza el documento: «Como cualquier conflicto de esta naturaleza, solo puede resolverse a través de cauces democráticos, mediante el diálogo, la negociación y el acuerdo, superando la judicialización del mismo». ¡Bisturí!

El verbo resolver es mentiroso. Es demasiado profunda la herida infligida por el Ejecutivo separatista, sus medios, los partidos que lo sostienen, la ANC y Òmnium. Los detonantes hay que buscarlos en los hechos del Parlament de 6 y 7 de septiembre de 2017 (aprobación de las leyes de referéndum y de transitoriedad, violando los derechos de la oposición), en el asedio a la Consejería de Economía del día 20 de ese mismo mes, y en el referéndum ilegal del 1 de octubre, que burló a los aparatos del Estado. La vicepresidenta del Gobierno, tras incontables conversaciones con Junqueras, negaba los hechos mientras en toda Cataluña se votaba un imposible en millares de urnas que escaparon al control policial y de inteligencia, con millones de papeletas que surgieron de la nada, y ante la pasividad de los Mossos.

Tales detonantes actuaron sobre un explosivo material intangible, el odio. Llevaba varias décadas destilándose y cinco años sirviéndose por barriles desde la Generalitat, que actuaba como un Estado dentro del Estado, como un Estado contra el Estado. De antiguo venía arrancándose Cataluña su condición de comunidad autónoma. Una vez hecha añicos la confianza mutua, la situación no se «resuelve». Se gestiona. Dentro de la ley y con paciencia. Transmitiendo de forma permanente, y sin excepciones, que la vía de los hechos consumados nunca triunfará en España. Metiendo en la cabeza de los golpistas y de su secta el mensaje de que deben abandonar toda esperanza. Exactamente lo contrario de lo que acaba de hacer el PSOE y de lo que va a hacer el próximo gobierno. Sigamos.

«Cauces democráticos» es una típica expresión que, en la semántica independentista asumida por los socialistas, transmite lo contrario de lo que entendemos cuantos no concebimos una democracia donde las reglas de juego constitucionales se modifiquen por vías diferentes a las que prevé la propia Constitución. De otro modo, estaríamos ante la canónica definición de golpe de Estado del jurista Hans Kelsen, el gran detractor de Schmitt.

¿Quieren pruebas de que en ese mundillo «cauces democráticos» significa cauces no democráticos? Están en cientos de declaraciones de los políticos y teóricos secesionistas («Con la ley o sin la ley», advirtió ya Artur Mas). Están en la frase recién transcrita del acuerdo, como enseguida revelará el bisturí:

«[El conflicto] solo puede resolverse (...) superando la judicialización del mismo». ¿Cómo demonios se desjudicializa (el palabro es tan tramposo que ni siquiera existe) lo judicializado? Eso lo entiende cualquiera, empezando por los firmantes. Me permitiré un abuso del prefijo a la altura del redactor del acuerdo:

Dado que nunca debió entrar la Justicia en este asunto, los condenados serán descondenados. De preferencia, vía amnistía, que borra el pasado. Magia. Pero es más que dudoso que con una Constitución que prohíbe los indultos generales quepa en España una amnistía. Aquí dirá una parte de la mesa de gobiernos que con buena voluntad todo se consigue, y siempre habrá algún Pérez Royo a mano. Si no, que se anule el juicio. Y en el caso de que la Justicia se resistiera, tírese de indultos. Para los procesados, archívense las causas. Y para que la desjudicialización se consolide, renunciará por supuesto el Gobierno a tal recurso en el futuro.

Pero, ¿qué pasa si los partidos de oposición, o quien fuere, se empeña en seguir judicializando lo desjudicializado? Pues que habrá que eliminar la figura de la acusación popular, por supuesto. Y con un poco de doctrina Botín por aquí, y otro poco de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal por allá, las previsiones constitucionales se diluyen y quedan circunscritas a la institución del Jurado, y aquí paz y después gloria.

Desjudicializadas las cosillas que preocupan al secesionismo, a los sediciosos, los fugados y sus mariachis, la vía quedará expedita para desarrollar otro apartado del acuerdo, uno que nos adentrará en tierra ignota. En la mesa de gobiernos paritaria habrá un «diálogo abierto sobre todas las propuestas presentadas». Todas. Los socialistas se comprometen pues a debatir sobre el derecho de autodeterminación. Inútil argüir lo obvio: que ese derecho no asiste a Cataluña al no ser ni una colonia ni una minoría sometida a opresión, y que ninguna Constitución del mundo lo recoge, salvo la de Etiopía y la de San Cristóbal y Nieves.

Luego vendrá el referéndum de autodeterminación, o «consulta a la ciudadanía de Catalunya [sic]». Y así, la Constitución se modificará por vías distintas a las que ella prevé. Recordarán ustedes cómo llama a eso Kelsen. No es extraño que el acuerdo obvie la Carta Magna, papel mojado para los firmantes.

Juan Carlos Girauta

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