El acuerdo

En ocasiones no se vence pero se convence. Es lo que le ocurrió a Mariano Rajoy el segundo día de su fallida investidura a primeros de septiembre. Aquella mañana quedaron claras algunas cosas: la primera, que Sánchez no daba más de sí después de repetir como un poseso lo del «gobierno del cambio». Lo hizo evidente el líder de Podemos cuando señaló con deslealtad que iba a contestar al candidato improvisando y no como su colega, con respuestas prefabricadas. La segunda cosa que se vio fue el peligro que comporta el joven Iglesias, que es capaz de desquiciarse a la velocidad de un microondas, confundiendo la facilidad de palabra con la sensatez de la misma. Y la tercera, que al lado de ellos dos y de ese entrañable oso de peluche que es el inefable Joan Tardá, Rajoy era el único que parecía tener dos dedos de frente. Fácil es imaginar que la parte sensata del PSOE ese día se puso en lo peor.

Pues bien, lo peor llegó pronto con el intento taxidermista de Sánchez de vaciar al PSOE de sus categorías morales, para rellenarlas de intereses espurios y palabrería vana, que podrían haberlo dejado seco como una pasa. Ignoraba, además, que un partido político, al igual que el Ejército, la Iglesia o la empresa, precisa de estructuras que modulen el voluble movimiento de sus bases. En este caso las estructuras intervinieron, lo que provocó desunión y zozobra entre los socialistas. Decidida ahora, como mal menor, la abstención en la próxima investidura de Rajoy, tratarán de compensarla con una oposición furibunda, preámbulo onírico de una moción de censura –difícil de orquestar– que dejarán para in illo tempore.

En «teoría» cabría analizar ese negro panorama y compararlo con la idoneidad de haber forzado unas terceras elecciones. Lo obvio sería poner en un lado de la balanza la esperada y creciente abstención, el latazo de ir a votar en diciembre y el papelón que hubiéramos hecho a nivel internacional; y sopesarlo en el otro lado de la balanza, con 159 escaños para el PP, la caída del desempleo y la consolidación de la recuperación económica. Pero si digo «en teoría» es porque cualquier alternativa tiene que estar basada en un mínimo de hechos verificables, y esta, como vamos a ver, no lo estaba.

El PP soñaba con una mayoría reforzada, y el PSOE, con negarle el pan y la sal. Ahora bien, soñar no cuesta dinero: Su Majestad Felipe VI habría objetado esos comicios, de no ser imprescindibles; los 159 escaños tendrían que lograrse durante el juicio de la Gürtel, la culpa de las terceras elecciones no se adjudicaría al PSOE, sino al PP; Ciudadanos como víctima resultaría intratable, siendo necesario; Podemos sobrepasaría al PSOE y quedaría como «prima donna» de la izquierda; sin olvidar lo probable: que el PP acaso ni acompañado conformara una mayoría absoluta.

Así las cosas de inciertas, Gobierno y oposición pretendían posicionarse para estas negociaciones entre lo inalcanzable y lo inaceptable. Pero cuando uno barruntaba que el acuerdo seguiría esa pauta tan convencional, Rajoy anunció de manera inteligente que no iba a poner condiciones. A un gallego es más dificil interpretarle por lo que dice que por lo que piensa. Y lo que tal vez pensó fue que unas nuevas elecciones serían un riesgo cierto para el PSOE y un riesgo desconocido para el PP, lo cual aclara el intríngulis de ese enfoque: los riesgos desconocidos siempre son más deletéreos por su imposibilidad intrínseca de ser medidos.

Al renunciar Rajoy a unos nuevos sufragios y a un acuerdo de aprobación de presupuestos, o de no beligerancia con la reforma laboral u otras similares, será presidente habiendo evitado las terceras elecciones, pero sin comprometerse a no celebrar «las cuartas». Un acuerdo tan etéreo basado en sobreentendidos podría ser más sólido que uno con luz y taquígrafos. El PP ganaría la gobernabilidad negociando a baja presión e impidiendo con su aparente magnanimidad que el PSOE se desestabilizara. Saber negociar es saber ceder, y sin condiciones –en apariencia– se cede mucho, mas en este caso nada. Pero, sobre todo, saber negociar es saber prever qué hará el contrario, y Rajoy contempla un escenario donde la estabilidad para su futuro gobierno está entrelazada con el instinto de supervivencia de su adversario. Pero ¿qué puede ofrecer el PP al PSOE para asegurarse esa ayuda? La respuesta es tiempo. El tiempo en política es mucho: es vida y flexibilidad de movimientos. Y, utilizado con sabiduría, es la victoria del mañana. Lo que Rajoy le garantiza implícitamente a Fernández es que el PSOE no deje de ser el primer partido de la oposición –que el brother Iglesias clama ya para sí– y pueda recuperarse del «tornado Peter» y volver a ser el partido que un día fue. Por esa vía tácita, el PP disfrutaría de la estabilidad que el PSOE buscara para sí y que el vehemente Iglesias, con su agobio, estimularía; obsérvese que a Podemos lo que más le gusta es casi siempre lo que menos le conviene. Amén de que los nacionalistas podrían recordar que son de derechas, procurando oxígeno en temas económicos a la administración del PP, y haciéndole al PSOE un relevo para que este se luciera como oposición. Lo adelantaba don Jacinto de Benavente por boca de Crispín: «Hemos creado muchos intereses y es interés de todos el salvarnos».

Y¿para cuando dejará el PP el acuerdo entre las partes? No lo sé. Lograrlo antes o después no cambia las cosas. Al PP no le interesa hacer leña del árbol caído y considera que con su actual dirección se abre un periodo de entendimiento que Sánchez nunca permitió. ¿Y si no fuera así y el PSOE volviera a mostrarse imposible y destructivo? Entonces Rajoy, cargado de razón y probablemente con más apoyos que nunca, convocaría tal vez en seis meses «las cuartas elecciones», cuando los socialistas todavía no hubiesen ganado en intención de voto, y Podemos los estuviera esperando en la calle para darles «otra de cal».

Moverse en silencio es lo que dos hombres de pocas palabras como Rajoy y Fernández han hecho toda su vida. No perderán el tiempo en discutir lo que el otro pide, sino en percibir lo que el otro necesita, y quizá con esa sola idea el sistema como un termostato se autorregule. A partir de ahí, cuando se rompa el mutismo, será para que uno le diga al otro aquello del viejo sindicalista: «Ahora que tenemos un acuerdo, vamos a escenificarlo». Lo difícil en esta negociación no va a ser el acuerdo, por complicado que parezca; lo difícil va a ser venderlo, sin que se note, a lo largo de la próxima legislatura.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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