El adanismo y la memoria

Por Ricardo García Cárcel, catedrático de Historia Moderna. Universidad Autónoma de Barcelona (ABC, 10/08/06):

DE la Ley de Memoria histórica que se viene gestando desde hace tiempo, una primera evidencia se impone: la frivolidad en el uso del propio término memoria histórica. Sensu stricto, la memoria es el recuerdo específico del pasado vivido por los testigos directos de ese pasado. La historia no tiene límites de tiempo en su mirada al pasado, es global y colectiva, no individual y no sólo se limita a reproducir el pasado sino también a interpretarlo. Si asumimos el término memoria histórica en un sentido lato, es obvio que todos los historiadores aplicamos nuestro oficio cotidiano a recuperar la memoria histórica: desde los arqueólogos que se ocupan de los tiempos más remotos a los contemporaneístas. La ligereza conceptual con la que se habla de este término, mientras se crean departamentos, comisiones o instituciones con el rótulo de la memoria histórica por bandera, solo es explicable en el marco de la falta de rigor que caracteriza los tiempos que vivimos. Pero lo que me parece más grave del uso y abuso del susodicho concepto ya no es el monopolio que del mismo hace un sector de la historiografía contemporaneísta que ha sabido rentabilizar su oficio a caballo de un término equívoco. No, es la mixtificación de las tres memorias muy distintas que se esconden en su seno: la de los historiadores, la de los testigos directos y la de los políticos.
Respecto a la primera, el enfoque actual de la memoria histórica parte de premisas falsas. El primer supuesto falso, es que el pasado histórico empieza en 1931. Sólo se concibe la historia de la Segunda República, como si la proclamación de ésta el 14 de abril de 1931 fuera un acto de generación espontánea y no se explicara en función de un pasado previo de largo alcance temporal. La miopía histórica es una limitación grave para comprender la realidad siempre compleja del pasado. En historia nada se inventa, todo se recrea. Aunque sea una obviedad, parece olvidarse que el siglo XX asume y administra el legado de la experiencia vivida en el siglo XIX como este siglo es herencia del anterior. La historia es sucesión de experiencias interrelacionadas, acumulación de estratos vitales. Si siempre me ha parecido una distorsión de la realidad la excesiva trascendentalización del concepto de ruptura y cambio del Antiguo Régimen al Nuevo en las Cortes de Cádiz, el reduccionismo salvaje de la historia a la historia reciente, negando la historia previa, es un testimonio de ignorancia disfrazada ideológicamente. El segundo supuesto falso es que la historia de este pasado reciente está por hacer desde una óptica progresista, que los derrotados de la Guerra Civil solo han podido leer la visión histórica que de ésta dieron sus ganadores. Uno que fue estudiante universitario en los años sesenta, leyó en vida de Franco un montón de libros de República y Guerra Civil nada franquistas (Brenan, Thomas, Jackson, Soutworth, Seco, Tuñón, Tamames, Viñas...). La historiografía de que dispone desde hace años toda persona interesada en la materia es abrumadora. Y no precisamente dominantemente sectaria desde la derecha. El tercer supuesto falso es el de la distorsión interpretativa de la transición política española como un período de democracia vigilada, inmadura, que se fundamentó en un pacto implícito de silencio, de olvido, en espera de una «segunda transición» hacia la bendita memoria. La deslegitimación de los valores de la transición política se ha hecho precisamente con un ejercicio de desmemoria al olvidar que la auténtica naturaleza del pacto de aquella transición fue el sentido moral de la reconciliación de las dos Españas cainitas, la firme voluntad de tener como principio operativo, con todas sus renuncias por ambas partes, el «nunca más».
La memoria de los historiadores se ha confundido con la de los protagonistas de nuestro pasado reciente. Contrariamente al tópico tantas veces repetido, las víctimas de la guerra han tenido ocasión desde hace bastantes años de explicar sus vivencias y ahí está, como uno de tantos testimonios invocables, el libro sobre historia oral de Ronald Fraser (1979). Efectivamente, nos queda la memoria personal de los supervivientes, de los que vivieron y sufrieron aquel drama histórico. Unos, los vencedores, pudieron administrar, desde su victoria, los cuarenta años de dictadura. Los otros, los perdedores, sufrieron las consecuencias trágicas de aquella derrota. Todos hemos tenido abuelos en uno y otro lado. Y en medio, como testigos perplejos de aquella tragedia. Hay que condenar la gestión de su victoria por los vencedores de la Guerra Civil. Pero es falso considerar que la redención moral de los perdedores esté por hacer o implique su victimización permanente, ni en nombre del buenismo emocional ni en función de resentimientos históricos. Son muy respetables los derechos familiares a la localización de las tumbas de los ascendientes, como lo son los homenajes sentimentales a las víctimas de la represión franquista. Pero la mejor compensación posible en los tiempos que vivimos, para estas víctimas, tras los treinta años de democracia, con los catorce años del primer gobierno socialista y el control del poder por los hijos de los perdedores de la guerra, tiene que venir de la garantía, de la no repetición de aquella histórica dramática y eso pasa más que por la reiteración del discurso victimista de los perdedores por la autocrítica colectiva respecto a las razones de la confrontación guerracivilista (con preocupante tradición en nuestro país) que degeneró en tragedia.
No son precisamente los sujetos pacientes de la Guerra Civil y el franquismo los que pretenden ponerse la memoria-fusil al hombro. Ésta parecen esgrimirla más los políticos que pretenden instrumentalizarla como fuente de baterías ideológicas excluyentes, como frontera de legitimación o deslegitimación. La política planea, evidentemente, entre tanta proclamación memorialística. Se busca marginalizar a la derecha, demonizándola por su presunta identificación con el franquismo. A mi juicio, la derecha, hoy en la oposición, debería mover ficha marcando bien su foso de separación con aquél. Pero más allá de las estrategias partidistas, la política de la memoria histórica, tal como hoy se plantea, parte de un supuesto imaginario: la creencia, un tanto narcisista, de la clase política actual en el gobierno en su adanismo, su convicción de ser la pionera de una nueva historia de España, avanzadilla de la modernidad, inventora de conceptos como la España plural o el discurso lírico de la paz. El adanismo necesita la llamada memoria histórica, corta, simplista, maniquea y de uso instrumental fácil para legitimar la buena conciencia progresista, con el referente de «la otra España» la soñada España alternativa, carne de nostalgia. Y se instrumentaliza una memoria sectaria que, a la postre, tapa y esconde la auténtica historia larga de España, -condenada como antigua-, que explica las profundas raíces de nuestros problemas, que deslegitima la presunta virginidad de la llamada memoria histórica. Se nos intenta así hacer creer que desde 1936 al 2004 no ha habido sino un largo paréntesis en la historia de España, que la gran asignatura pendiente es deshacer y volver a hacer el telar de Penélope invirtiendo los roles de los buenos y malos de nuestra historia, que hay que volver a empezar a recorrer el camino de la incertidumbre con solo el optimismo de la voluntad a cuestas y, por supuesto, el aval moral de la memoria histórica recuperada ad hoc. Uno no pertenece ni a la casta de los apocalípticos ni a la de los integrados, de la dicotomía establecida por Umberto Eco. Uno, simplemente, cree, que al final, la historia, en toda su extensión se acaba imponiendo con el calado de sus argumentos, más allá de la fragilidad de la memoria sentimental. El tiempo largo sobre el corto. La complejidad sobre el maniqueísmo. Y la realidad sobre el imaginario épico o lírico. Esa realidad acabará enterrando el adanismo. Será la venganza de la historia sobre su instrumentalización coyuntural. Y la salida del Paraíso, el descubrimiento de los muchos Adanes previos, la rotura del espejo del narcisismo.