El adiós de Van Rompuy

Se agradece que las personas con responsabilidades públicas relevantes -cuando tienen cabeza y letras, claro es- se molesten en dejar por escrito sus experiencias y cogitaciones al término de sus mandatos porque, cuando están razonadas, serán un lugar al que se podrá acudir siempre para aclarar el pasado y buscar luces para el futuro.

Este es el caso de Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo durante los últimos cinco años, quien acaba de publicar su particular testimonio bajo el título L'Europe dans la tempête. Leçons et défis (Racine, 2014), un libro bien escrito detrás del cual se adivina la personalidad buida del autor (belga flamenco). No he tenido ocasión de tratarle, sí de oírle muchas veces en el hemiciclo de Estrasburgo y siempre pude advertir, detrás del lenguaje ortopédico que es usual en estos escenarios, un punto de ironía en sus palabras y de sana distancia. También un fondo reflexivo que superaba con mucho la enumeración cansina de logros y/o desventuras de lo que es la acción política.

El hecho de que se sepa que escribe pequeñas poesías que se llaman haikus me ha acercado sentimentalmente al personaje pues yo también -con humildad- llevo muchos años escribiendo mis «guindas en aguardiente», un género emparentado con la greguería ramoniana (ya se han publicado algunas de ellas, Guindas en aguardiente, dichos para quedar bien en las reuniones, Valencia, 2000).

Conviene aclarar que el Consejo que el señor Van Rompuy ha presidido es el que sienta en torno a una mesa a los jefes de Estado y de Gobierno de los 28 Estados que componen la Unión Europea. Ahora, quien quiera conocer los entresijos de cómo se afrontó el terremoto político y económico que supuso el descubrimiento de la bancarrota de Grecia debe acudir a esta narración. Sabrá que el asunto central era introducir la idea en el seno de la Unión de la «responsabilidad compartida», llave para empezar a calmar las aguas de la inestabilidad financiera y también para poner de manifiesto la dependencia profunda de todas las economías en la zona euro. Estábamos -dice el autor- en medio de una gran tempestad y la consigna era la elemental de «atarse los cinturones» pero entonces se descubrió que, a quienes habían diseñado el sistema, no se les había ocurrido prever la existencia de tales cinturones tranquilizadores.

Cuando acuden a Bruselas estas gentes, los jefes de Estado y de Gobierno, viven unas jornadas pavorosas que se alargan durante toda la noche y que han de empalmar con la vuelta a las capitales respectivas donde les esperan de nuevo agendas poco amenas. ¿Es este un buen sistema de trabajo?, se pregunta quien sigue las peripecias que cuenta Van Rompuy. Yo no lo creo y hora es de meditar procedimientos más humanos y a buen seguro más eficaces cuando se están diagnosticando y tratando asuntos comprometidos. Las ruedas de prensa se dan a veces de madrugada con unos periodistas extenuados que, supongo, serán tan incapaces de dar pie con bola como lo están los empingorotados personajes de cuyas decisiones han de informar.

Como es normal, Van Rompuy defiende lo que se ha hecho en el Consejo Europeo estos años aunque nosotros sabemos que las glorias han venido trenzadas con desaciertos mayúsculos. Subraya a cada paso su obsesión por el euro, el gran logro que permite a millones de ciudadanos «tocar» a Europa sobre todo desde que se desencadenó la crisis económica pues con anterioridad, en los años 90, Europa se limitaba a representar un ideal de paz, un proyecto vago que afectaba a los estudiantes Erasmus, a los agricultores y ganaderos o a las empresas con negocios europeos. Con el euro «la Unión entra en la vida cotidiana, en los bolsillos de millones de personas. Y como es lógico la realidad concreta suscita siempre más críticas que los sueños».

Las dificultades por las que pasan tantos seres humanos han sido, en un contexto de empobrecimiento, determinantes a la hora de producir alejamiento de las instituciones europeas e incluso la aparición de un angustioso interrogante acerca de su utilidad. Es en este momento, cuando la idea de Europa pierde su virginidad, cuando brotan esos peligrosos partidos populistas que se complacen en ofrecer recetas elementales a problemas complejos. Recetas de barra de bar, recetas de esos tipos resueltos -¡tan peligrosos!- que tienen la solución para esto o aquello «en cinco minutos» o que asperjan simplezas acusando a los inmigrantes, a Bruselas, a la troika o a la casta de todos los males pasados y presentes. Detrás de ellos están los votantes que han mandado a la cámara de Estrasburgo muchos diputados que quieren -sean o no conscientes de ello- levantar de nuevo fronteras, fantasear con naciones que pueden sobrevivir ajenas a la globalización, o predicar el derecho de autodeterminación de los pueblos, disparate este que llevaría llanamente a la destrucción del proyecto europeo.

Van Rompuy es muy consciente de los desafíos que Europa tiene: el empleo, la revolución digital, la energía, los transportes... Pero también de los desafíos que han de enfrentar los Estados. Y aquí es donde el autor desliza unas observaciones interesantes como propias de quien ha vivido estos años en la primera fila: «Hoy -dice- sólo siete de los 26 jefes de Estado o de Gobierno que me eligieron hace cuatro años permanecen en activo». Los demás han sido desposeídos de sus cargos por el remedio inapelable de las elecciones. Esto demuestra que han hecho su tarea alejados de esas alegrías demagógicas que les hubieran permitido seguir gozando del favor de los votantes. Se irritó Van Rompuy ante una pregunta de Habermas en Berlín quien le espetó: «¿Ustedes son verdaderamente conscientes de estar enfrentados a responsabilidades históricas?». La respuesta fue un tajante «sí». Y a renglón seguido termina con algo que pone de manifiesto la socarronería del flamenco: «Es sabido que en democracia los políticos no se convierten en hombres de Estado más que cuando se les jubila».

A mí me extraña, y no comparto, el juicio elogioso que le merece la señora Ashton que ha estado encargada de la política exterior y a la que se atribuye por muchos una desgana clamorosa en el ejercicio de sus funciones. Como me sorprende que Van Rompuy no ponga de manifiesto con más contundencia que el 94% del presupuesto de la Unión Europea tiene como objetivo desarrollar las políticas concretas destinadas a los ciudadanos, a las regiones, a los agricultores, a la cultura, a la defensa ambiental, a la investigación, a la lucha contra la delincuencia transfronteriza, a las infraestructuras energéticas o de transporte, a las ayudas a regiones más pobres, al fomento del empleo, a aliviar las dificultades de trabajadores en sectores económicos con dificultades (centenares de millones he votado como parlamentario europeo destinados al País Vasco, a Aragón, a Andalucía ...), es decir, a todas aquellas misiones que se hallan asignadas a la Unión en sus tratados.

Sin embargo, al final, lo que más interés suscita del libro de Van Rompuy es lo que en él no sale y que se centra en la pregunta siguiente: ¿es necesario este Consejo Europeo? A mi juicio (que he defendido con Mercedes Fuertes en Cartas a un euroescéptico, Marcial Pons, 2014) volver al origen institucional diseñado por los padres fundadores, que no pensaron en las reuniones formales de los jefes de Estado y de Gobierno, es urgente toda vez que la presencia con que cuentan los Estados en el Consejo (de ministros) es la adecuada para garantizar los intereses por ellos representados.

Se trata -el Consejo Europeo- de la mayor rémora que existe en el funcionamiento de la Unión y fundamento de sus muchos desprestigios. Durante décadas ha sido el lugar del intercambio de favores y cromos entre los Estados, lo que se ha puesto de manifiesto en la condescendencia practicada en su seno con los incumplimientos de las normas pactadas así como a la hora de admitir la insolidaridad con los intereses de la Casa común de algunos estados. Si se retrasa la interconexión e integración de sectores que dependen de las infraestructuras es a causa de la acción «protectora» que ejercen los jefes de Estado y de Gobierno sobre sus empresas, ya sean privadas o públicas, y a su resistencia a acabar con monopolios históricos e intereses enquistados como un tumor en la cápsula del tejido fibroso que forman los egoísmos nacionales.

Porque preciso es recordar que el protagonismo que el Consejo Europeo ha tenido y tiene en gran parte en la gestión de la crisis económica -descrito por Van Rompuy- se ha debido a que, en el proceso de integración económica que viene de la instauración del euro, las instituciones europeas propiamente dichas no han dispuesto de unas adecuadas competencias económicas. Se trata de atribuírselas como se está haciendo aunque es verdad que de forma perezosa.

Leer a Van Rompuy nos aleja en todo caso de las simplezas que oímos a diario sobre Europa y esta constatación nos obliga ya a su reconocimiento público.

Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado, cabeza de lista por UPyD en las pasadas elecciones europeas. Su último libro es Juristas y enseñanzas alemanas:1945-1975 (Marcial Pons, 2013).

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