El ADN en su 60 aniversario

El 25 de abril de 1953, Francis Crick y James Watson publicaron un documento de una sola página que muchos creyeron que iba a revolucionar la investigación biológica. Basándose en el trabajo de Rosalind Franklin y Maurice Wilkins, descubrieron la estructura de doble hélice del ADN, proporcionando el primer vistazo de la forma cómo los organismos heredan y almacenan la información biológica. Sin embargo, 60 años después, ¿realmente tuvo su descubrimiento el impacto transformador que el mundo esperaba?

Los medios de comunicación marcan el 60º aniversario de la publicación con bombos y platillos, exaltando el gran avance que “marcó el comienzo de la era de la genética”, y calificándolo como “uno de los descubrimientos científicos más importantes de todos los tiempos”. El diario británico The Guardian presentó un titular que decía “¡Feliz cumpleaños, ADN! El momento dorado que nos cambió a todos”.

Hasta cierto punto, están en lo correcto. El hallazgo constituye la base de la genética y ha abierto nuevas y prometedoras áreas de investigación, como ser la biología sintética, en la que se crean o modifican sistemas biológicos para que desempeñen funciones específicas. Del mismo modo, se facilitaron innovaciones importantes, tales como el tratamiento farmacogenético contra el cáncer, en el que los fármacos se dirigen a defectos genéticos específicos dentro de las células cancerosas.

Por otra parte, el ADN ha adquirido una cierta mística en la cultura popular. Según Dorothy Nelkin y Susan Lindee, se ha convertido en una entidad sagrada (sacred entity) – el equivalente moderno del alma cristiana, la esencia individual de cada persona. Si bien se han rechazado ampliamente algunas formas de determinismo biológico, tales como la creencia de que la raza o el género dictan el destino de una persona, continúa siendo socialmente aceptable la idea de que una persona puede estar genéticamente predispuesta, por ejemplo, a endeudarse, a convertirse en un dictador despiadado, o a votar de manera habitual en las elecciones.

Sin embargo, casi desde el principio – y con más intensidad desde el año 1971, cuando la revista Time publicó una sección especial titulada “La Nueva Genética: de Hombre a Superhombre” – los ámbitos científicos y la sociedad, por igual, tendieron a sobreestimar el impacto de la genética. Cuando el Proyecto del Genoma Humano (Human Genome Project) publicó el primer borrador del genoma humano secuenciado en su totalidad en el año 2000, Henry Gee, editor de la revista Nature, predijo que para el año 2099 los científicos podrían “alterar organismos enteros fuera de todo reconocimiento para adaptarse a nuestras necesidades y gustos”. “Vamos a tener brazos y piernas adicionales, si los queremos”, afirmó (he asserted,), “tal vez incluso alas para volar”.

Trece años más tarde, la predicción de Gee parece cada vez más improbable, ya que el Proyecto del Genoma Humano hasta el momento no ha cumplido con las expectativas. De hecho, en el año 2010, el escritor de ciencia Nicholas Wade lamentó que (lamented that), una década después de que se puso en marcha el proyecto, los genetistas se encontraban “casi de vuelta al punto de partida con respecto a conocer dónde buscar las raíces de la enfermedad común”.

Por ejemplo, un estudio de 12 años (a 12-year study) de 19.000 mujeres estadounidenses blancas encontró que 101 marcadores genéticos que habían sido vinculados estadísticamente a la enfermedad cardíaca no tenían ningún valor predictivo. Por el contrario, se probó que las historias familiares relatadas por las propias personas son muy precisas con respecto a la predicción de la enfermedad.

De hecho, la mayoría de las enfermedades no son causadas por un solo gen. Como resultado de ello, después de unos pocos éxitos tempranos vinculados a trastornos monogénicos atípicos, tales como la enfermedad de Huntington, el progreso se ha estancado. Variantes comunes normalmente explican una pequeña fracción del riesgo genético.

La genética ha sido una fuente de grandes esperanzas, especialmente con respecto al tratamiento del cáncer. Entre los años 1962 y 1985, las muertes relacionadas con el cáncer en los Estados Unidos subieron un 8,7%, a pesar del uso de la radioterapia y de fármacos agresivos de quimioterapia; esta subida destacó los peligros de un enfoque de tratamiento de “una sola talla sirve para todos”. La comprensión de los determinantes genéticos de la respuesta terapéutica de los pacientes, según se creía, permitiría a los médicos desarrollar programas de tratamiento individualizados, librando de tratamientos excesivos perjudiciales a los pacientes que son más receptivos.

Sin embargo, los pacientes no son la única variable. El cáncer, también, es heterogéneo, incluso en pacientes con el mismo diagnóstico. Después de secuenciar los genomas de los tumores de 50 pacientes con cáncer de mama, los investigadores hallaron (researchers found) que sólo el 10% de los tumores tenía más de tres mutaciones en común. De acuerdo con un estudio reciente (recent study) de mapeo de mutaciones genéticas en 2.000 tumores, el cáncer de mama en realidad se puede dividir en diez subgrupos.

Del mismo modo, un análisis de todo el genoma (genome-wide analysis) de las células malignas de cuatro pacientes con cáncer de riñón mostró que, si bien están relacionados, habían mutado en muchas direcciones distintas. Dos tercios de los defectos genéticos identificados no se repitieron en el mismo tumor, y mucho menos en cualquier otro tumor de metástasis en el cuerpo. Teniendo en cuenta que un fármaco desarrollado mediante la farmacogenética se dirige a una mutación en el tumor, dicho fármaco no funcionará necesariamente en las otras mutaciones. Además, a medida que el cáncer se ajusta al fármaco, es probable que ocurran mutaciones adicionales, disminuyendo la eficacia de dicho fármaco.

Sin duda, la farmacogenética ha marcado una gran diferencia para algunos pacientes. Barbara Bradfield, una de las personas originales en los ensayos de investigación de la farmacogenética del fármaco para el cáncer Herceptin, que se ha mantenido estable con el fármaco por más de 20 años. Pero estas historias de éxito son demasiado raras como para constituir una “edad de oro” de la genética.

El alto precio de dichos fármacos también limita su impacto. Herceptin puede costar hasta $40,000 al año, y nuevos fármacos contra el cáncer cuestan aún más, haciendo que ellos sean prohibitivamente caros para la mayoría de los pacientes.

La Corte Suprema de EE.UU. en la actualidad se enfrenta a la pregunta (faced with the question) de si se pueden patentar los genes. Si el tribunal confirma las patentes de la empresa biotecnológica Myriad Genetics con relación a dos genes que, en algunas de sus variantes, están vinculados a un mayor riesgo de cánceres de mama y ovario, la empresa retendrá derechos exclusivos durante dos décadas con respecto al uso de dichos genes en investigación, diagnóstico y tratamiento, evitando que sus rivales desarrollen alternativas más baratas. A las mujeres ya se les ha negado acceso a una prueba de diagnóstico, porque las aseguradoras se niegan a pagar los altos precios de la empresa.

Los fabricantes afirman que las patentes de genes, que ahora cubren entre un 25 a un 40% del genoma humano, son vitales para recuperar sus inversiones. Sin embargo, dichas patentes estropean las celebraciones del “cumpleaños” del ADN para los pacientes que pudiesen beneficiarse de los frutos de la investigación genética – si tan sólo tuviesen el dinero suficiente para ello.

Donna Dickenson, Emeritus Professor of Medical Ethics and Humanities at the University of London, was the 2006 winner of the International Spinoza Lens Award for contributions to public debate on ethics. She is the author of the forthcoming book Me Medicine vs. We Medicine. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

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