El agitador no es buen gobernante

Desde tiempo inmemorial, nos estamos preguntando por las cualidades que han de adornar al buen gobernante. Platón hablaba del filósofo-rey como el prototipo: "Verdaderos filósofos que, mirando con desprecio los honores que hoy con tanto ardor se solicitan, en la convicción de que no tienen ningún valor, no estimando sino lo recto y los honores que de ello dimanan, poniendo la justicia por encima de todo por su importancia y su necesidad, sometidos en todo a sus leyes y esforzándose en hacerlas prevalecer".

Fue la fuente de inspiración de una de las "figuras" del "buen gobernante" que P. Rosanvallon ha identificado a lo largo de la Historia: la del modelo medieval del "príncipe virtuoso". El príncipe, como Sancho Panza de la Ínsula de Barataria, debía ajustarse a unas "instrucciones que han de adornar el alma", las que le dictaba El Quijote, cuan Catón, para que sea "norte y guía que te encamine y saque a puerto seguro de este mar proceloso donde vas a engolfarte, que los oficios y cargos grandes no son otra cosa que un golfo profundo de confusiones". Así se puede leer en la versión magnífica de Andrés Trapiello, que ha puesto en castellano actual la obra de Cervantes.

El agitador no es buen gobernanteEnumera las cualidades morales que deben adornar al gobernador: "Nunca te guíes por la ley del encaje o del favoritismo, que suele ser muy apreciada por los ignorantes que presumen de agudos"; la compasión, la equidad, la integridad, la objetividad, la imparcialidad, la piedad, la clemencia; "si sigues estos preceptos y estas reglas, Sancho, serán largos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás a tus hijos como quieras, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus tataranietos".

La genialidad de Cervantes radica en su sensibilidad para apreciar que no bastaba con la rectitud interior, sino que también era necesaria la "paz y beneplácito de las gentes". El buen gobernante no lo es sólo para sí, por su integridad, sino, además, para los súbditos. La relación entre gobernantes y gobernados alumbra, a lo largo de la historia, otros modelos, enumerados por Rosanvallon como el del "puro elegido" (teorizado durante la Revolución francesa); el del "hombre-pueblo" de origen cesarista (como Napoleón); y el del "hombre político por vocación" (weberiano). El parámetro de bondad va cambiando: desde la sujeción a la ley (expresión de la voluntad de la soberanía popular), la identificación con el pueblo, a la razón objetiva-tecnocrática. Sin embargo, no es suficiente. La tendencia del poder, del gobernante, a escapar, lo aleja de los ciudadanos. Rosanvallon nos propone, en cambio, un tipo que él considera que es el del momento presente, el del "hombre de confianza". El buen gobernante es aquel en el que los gobernados confían.

Nuestro sistema constitucional de Gobierno pivota sobre la confianza. La forma política de España, la Monarquía parlamentaria, tiene en la "confianza" la clave de bóveda de las relaciones entre el Gobierno y las Cortes. Los artículos 99, 101, 112 y 114 de la Constitución utilizan en 10 ocasiones esta palabra, la cual se solicita, se otorga y se retira o se pierde como exigencia para que el presidente sea nombrado o destituido por el Rey.

Esperanza firme que se tiene de alguien o algo. Es el primer significado de "confianza" en el Diccionario de la RAE. Esperanza en la persona y el programa que presenta ante el Congreso para alcanzar la investidura. El candidato "expondrá ante el Congreso de los diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara"; así lo dispone el artículo 99.2 CE. Si el candidato se gana la confianza es porque hace surgir en la mayoría de los diputados la "esperanza firme" de que es la persona adecuada para presidir el Gobierno y, además, cumplir el programa político presentado.

La confianza, como afirma Rosanvallon, es un "economizador de explicación y justificación", así como un "economizador de institución" que "permite el establecimiento sólido de una relación en el tiempo, sin que ésta deba apoyarse en dispositivos formalizados de verificación". Pero confiar en el gobernante no es un acto de fe; no puede serlo. En los últimos años se camina en la dirección de la juridificación del buen Gobierno. Estableciendo criterios, principios y reglas que deben servir para establecer cuándo podemos confiar. Nuestra legislación, siguiendo la inspiración de organismos internacionales (OCDE) y sin olvidar que la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, ha constitucionalizado el "derecho a la buena administración" (art. 41), recogiendo los "principios del bueno Gobierno". Así lo hace, con carácter general y básico, la Ley 19/2013 de Transparencia.

Los gobernantes, tales como el presidente del Gobierno y los ministros, deberán ajustar su comportamiento a unos principios generales y a otros de actuación. Los primeros incluyen los de transparencia, eficacia, economía y eficiencia, satisfacción del interés general, dedicación al servicio público, imparcialidad, trato igual y sin discriminaciones, diligencia debida, conducta digna, corrección y responsabilidad. A su vez, los denominados principios de actuación concretan tales exigencias, en otras relativas al ejercicio de las funciones por parte del alto cargo, tales como la de objetividad (al servicio del interés público) e imparcialidad (respecto de los intereses privados) en su ejercicio, también de reserva y transparencia, así como buena administración de los recursos públicos.

Si, al modo hegeliano, se ha ido desplegando la idea universal del buen gobernante como una figura responsable, consciente de sus obligaciones y de sus deberes, incluso de las circunstancias en las que se han de cumplir, bajo un marco jurídico cada vez más estricto, ¿cómo es posible que aún continúe ejerciendo su ministerio Grande-Marlaska? La política -sobre todo en España-, nos sorprende con estas y otras preguntas.

Grande-Marlaska acumula un historial de polémicas sin parangón que no es necesario, por conocidas, enumerar. Me parecen relevantes, porque reflejan la esencialidad de su ejercicio, las suscitadas por las agresiones sufridas por los diputados de Ciudadanos en la marcha del Orgullo de julio de 2019, pasando por la destitución del coronel de la Guardia Civil Pérez de los Cobos, continuando con la de las expulsiones de menores en Ceuta, hasta culminar, por ahora, con la de la denuncia falsa por una supuesta agresión homófoba en Malasaña. En todas ellas, el gobernante ha sido superado por el agitador político.

El ministro alienta la política del odio que se ha instalado entre nosotros. Estamos viviendo una fase superior de la polarización. Competimos en la liga de los países más polarizados del mundo, aquellos en los que más rechazo suscita relacionarse con un votante del otro extremo. Cualquier ámbito se está utilizando para crispar y odiar. Es el caldo de cultivo de la violencia. Una espiral que no es nada buena para el Estado democrático de derecho.

La búsqueda del éxito electoral a corto plazo se hace sobre las ascuas del incendio a largo de nuestras instituciones y de nuestra convivencia. Un buen gobernante no es el que sirve de cebador del enfrentamiento, máxime cuando se trata del responsable de la seguridad ciudadana, o sea, de aquello que constituye el "requisito indispensable para el pleno ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas" (art. 1 Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana). No es admisible que el máximo responsable de la seguridad ciudadana sea una de sus más cualificadas amenazas, por su magnitud y transcendencia, para las libertades. El agitador ataca a la clave de bóveda sobre la que se asienta la convivencia: la tolerancia.

Si la confianza es, en palabras de Rosanvallon, una disposición hacia el otro que permite hacer una hipótesis sobre su conducta futura, la que ha de suscitar el buen gobernante será su acomodo a las leyes, a los principios y a las responsabilidades que le son esperables. En particular y sobre todo de aquel que es la máxima autoridad de la seguridad ciudadana. El agitador, que es un sectario enardecido, no puede ser nunca buen gobernante; termina devorando al ministro. Se ha roto la confianza.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *