El aire está lleno de puñales

El brutal atentado del aeropuerto de Madrid-Barajas truncó la vida de dos humildes inmigrantes ecuatorianos, al tiempo que ha servido para constatar, ¡con más claridad si cabe!, lo que era una realidad desde hace tiempo. Y sino, acérquense a los datos facilitados por el Centro de Investigaciones Sociológicas, unos días antes, donde la ciudadanía -más perspicaz que algunos de sus gobernantes- volvía a situar al terrorismo, ¡por algo será!, en el centro de sus preocupaciones. Un atentado que ha puesto a la luz la falsedad semántica de la sinuosa expresión proceso de paz.

Decía Napoleón Bonaparte que «la alta política no es más que el buen sentido aplicado a las grandes cosas». Se apreciaba que las cosas no marchaban bien, toda vez que la cara más abyecta -¡como siempre!- de los asesinos era constatable, salvo que quisiéramos seguir en un idílico nirvana voluntarista. Los actos de salvajismo callejero no sólo no cesaban, sino que se habían intensificado. Continuaba la extorsión intimidante al empresariado vasco. Se confirmaba el robo de pistolas y armamento en territorio francés. Se descubría por la policía española un zulo con explosivos en Amorebieta -luego también en Atxondo-, en tanto que la germandería francesa comunicaba su sospecha, de que la banda aprovechaba la tregua indefinida, la paz y el proceso -¡otras falacias lingüísticas!- para reestructurar su organización y rearmarse.

Con la banda terrorista no se pude abrir ninguna negociación, que no sea, prima faciae, la entrega irreversible y completa de las armas. No es posible otra cosa distinta -¡y menos con las pistolas empuñadas!-. Los españoles, de toda condición, no vamos a transaccionar una indiferenciada excarcelación de presos, la impunidad de sus miembros aún en libertad, el desarme del Estado y sus instituciones, el derecho a la autodeterminación, la integridad de la Nación española o la anexión forzada de Navarra. Lo que hemos de seguir haciendo es perseverar en su disolución. Y para hacerlo tenemos que prorrogar la política policial y judicial de detenciones y el cumplimiento íntegro de las más severas condenas. Frente a la tregua bomba no puede haber por el Estado tregua policial, ni tregua judicial, ni tregua política. Ello repugna a la ética y atenta además al sentido de la eficiencia. Está de más hacerse ilusiones. Felipe González y José María Aznar ya lo contrastaron.

Un asunto que es de Estado y que, por ende, requiere del respaldo del Gobierno y la Oposición. Las grandes cuestiones de Estado -entre las que se incluye en lugar preferentísimo la política antiterrorista-, han de formalizarse forzosamente entre las dos fuerzas políticas mayoritarias. Aquí no debe haber lugar para el sectarismo, el regate corto, la ventaja momentánea y el oportunismo ramplón de nadie. Como tampoco es posible excluir del sistema político, además de ser un disparate de consecuencias graves -como apunta el profesor Varela Ortega-, al principal partido que representa a la otra mitad de la ciudadanía. De poco sirve, salvo que sigamos con el mundo de los eufemismos del lenguaje, argumentar que se dispone del respaldo de gran parte de las demás fuerzas parlamentarias en el Congreso de los Diputados. Es deseable, claro que sí, que al Pacto de Estado para derrotar al terror se incorporen todos los partidos democráticos, incluidos los que no podían, como el Partido Nacionalista Vasco -por estar ya en el excluyente Pacto de Lizarra- o no quisieron suscribir entonces el Pacto Antiterrorista y por las Libertades, es decir, Izquierda Unida o Esquerra Republicana de Catalunya. Pero la vuelta al Pacto Antiterrorista o la suscripción de uno nuevo -¡que tampoco ésta es la cuestión esencial!-, debe hacerse sobre el consenso de las dos formaciones políticas nacionales. Y esto por dos elementales razones de política de manual. Primera, porque son las dos fuerzas mayoritarias; pero también, porque son las únicas que pueden alternarse y formar Gobierno. Sólo así se dota a la política antiterrorista de la pertinente estabilidad y permanencia más allá de los contingentes resultados electorales. Y algo más. Los españoles deseamos escuchar en esta cuestión una sola voz, mientras somos convocados a una única manifestación para expresar, ¡todos unidos!, la condena del terror.

Entre ambos dos grandes partidos, ¡que aglutinan el 80 por ciento del electorado!, es desde donde hay que saber impulsar, con inteligencia y generosidad, lo que reclamamos de nuestros representantes: una política antiterrorista sin banderías, compartida y eficaz. Regresemos pues al Pacto Antiterrorista y por las Libertades -auspiciado además en su momento por el presidente del Gobierno-, que tan buenos frutos ha dado. Y si ello no puede ser, pues el Pacto Antiterrorista no es la sacra e intangible Biblia, construyamos uno nuevo desde los mismos parámetros de la dignidad, el acuerdo y la efectividad. Un compromiso en el que las víctimas del terrorismo no pueden fijar la política del Gobierno y de las Cortes Generales, es obvio, pero tienen que sentirse escuchadas y respetadas. ¡No nos confundamos por causa de la refriega partidista y de la obtención a corto plazo de rentabilidades políticas! El único enemigo al que hay que doblegar y vencer es ETA. Y en ello hay que saber bien dónde está cada uno. Los que nos encontramos en dicho empeño, y los que, por el contrario, siguen amparando o justificando a los criminales.

Y, por último, no olvidar: todos, ciudadanos y fuerzas políticas, pero de forma especial los poderes públicos, se encuentran obligados a respetar el principio de legalidad. En un Estado de Derecho, ¡faltaría más!, las leyes están para ser cumplidas, y los miembros de la carrera fiscal y los órganos judiciales para hacerlas cumplir. Mientras un partido se encuentre ilegalizado, y además por una Sentencia del Tribunal Supremo, ratificada por el Tribunal Constitucional, ¡que declaraba que Herri Batasuna es ETA!, no cabe ninguna actuación institucional en la vida pública, y menos la pretensión de presentarse, abierta o subrepticiamente, a las elecciones. Si desea hacerlo, el camino es claro: renunciar a la violencia. ¿Es tanto lo que reclamamos? Después el Estado sabrá ser generoso: arbitrará una política de beneficios penales y penitenciarios flexible y tomará las medidas sociales y económicas que hagan factible la reinserción social. Pero antes, no hay nada que transaccionar. No caben mesas de negociación política, pues ésta sólo es posible con los que se hallan dentro de la legalidad, y además en el lugar debido: las Cortes Generales. El diálogo, que no la negociación, se producirá pues una vez que se hayan arrumbado total e irreversiblemente las armas. No puede satisfacerse ningún precio político a cambio del fin de la violencia. ¡Todos deseamos la paz con mayúsculas, pero no al precio de algunos, salvo que hablemos de doblegarnos!

Como decía, Fouché, el eterno Prefecto jefe de policía, en los tiempos en que Napoleón era aún Primer Cónsul, «el aire está lleno de puñales». Pero, ojo, ¡éstos son empuñados por los de siempre! ¡Éstos son a los que hay que desarmar! No vaya a ser que nuestros dirigentes se hagan acreedores al juicio inmisericorde del general corso: «La mayor inmoralidad es desempeñar un oficio que no se conoce». Exijamos pues de nuestros representantes la grandeza de miras, la generosidad en sus acciones y la competencia en la llevanza de los asuntos públicos. Frente a lo reseñado, el bravucón y desafiante comunicado justificativo del atentado de ETA, manteniendo el alto fuego permanente, es un insulto a la decencia y a la inteligencia de los españoles, a sus instituciones, al Gobierno y a la Oposición. Nosotros no nos conformamos con comprar, y además a plazos, una tranquilidad claudicante. ¡Yo, como español, no tengo partido en esta cuestión y deseo ir de la mano con todos los demás españoles de bien!

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.