El ala corrosiva de la Casa Blanca

Son buenos días para volver sobre El ala oeste de la Casa Blanca. La conocida serie de televisión sobre un presidente ficticio de EEUU y su equipo de asesores supone un recurso valioso para comprender la política estadounidense. Y no porque exponga de manera verosímil el funcionamiento de sus instituciones, sino por lo que tiene de síntoma de toda una cultura política. El ala oeste no muestra tanto cómo funciona la democracia de EEUU sino cómo imaginan los estadounidenses su propia democracia. El presidente aparece como una figura paternal, falible pero benévola, sinceramente preocupada por el bienestar de sus conciudadanos; los asesores, congresistas, jueces y militares aceptan que la fortaleza de las instituciones está por encima de su propio interés; y las batallas partidistas tienen como trasfondo un patriotismo y un compromiso con el régimen republicano de alcance transversal. De esta manera, la serie ideada por Aaron Sorkin participa de una suerte de mística de las instituciones nacionales.

El ala corrosiva de la Casa BlancaLa historia de la democracia estadounidense es, por supuesto, mucho más conflictiva. El país no solo libró una sangrienta guerra civil a mediados del siglo XIX a causa del intento de secesión de una parte de su territorio. También tiene un larguísimo historial de violencia política, que abarca desde los asesinatos de cuatro presidentes en el cargo (y líderes sociales como Martin Luther King) hasta las acciones de grupos como el Ku Klux Klan, o graves choques entre manifestantes y fuerzas del orden desde los años 60 hasta este mismo verano. Pero esta historia ayuda a comprender la reverencia por los símbolos nacionales y su identificación con las instituciones republicanas. Porque una de las razones de la supervivencia de esa democracia tan extensa y poblada, con tantas tensiones internas, y en la que la inmigración ha desempeñado un papel crucial, ha sido fomentar la creencia en una historia, unos símbolos y unas instituciones compartidos. Un nacionalismo republicano, o un republicanismo nacionalista, capaz de constituirse en poco menos que una religión cívica.

De este esfuerzo forman parte el culto obsesivo a la bandera, el himno y la fiesta nacionales; la devoción por algunos dirigentes históricos –ejemplificada en los rostros de Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln esculpidos en el monte Rushmore–; la liturgia de las elecciones presidenciales; la veneración de las fuerzas armadas y del historial bélico del país; y, de nuevo, la mística de las instituciones republicanas. Resulta muy significativo que, en un país federal y con fuertes identidades locales, las instituciones con mayor carga simbólica –construida a través de novelas, series y películas, pero también en los currículos educativos e incluso en las frecuentes excursiones escolares a Washington– sean el Tribunal Supremo, el Congreso y la Casa Blanca.

Los recientes disturbios en Washington suponen, en primer lugar, una sorprendente quiebra del orden público. Es cierto que han ocurrido tras varios meses de movilizaciones populares y choques –a veces violentos– entre diversos grupos de manifestantes y fuerzas del orden. Pero también es cierto que suponen un salto cualitativo frente a todo lo que ha pasado desde el asesinato de George Floyd hace siete meses. Que centenares de personas entraran en el Congreso e interrumpieran la ratificación del resultado de las elecciones, con la exigencia de que dicho resultado se revirtiera, supone un ataque insólito al Estado de Derecho. Y, al mismo tiempo, ha sido un ataque muy particular: uno que decía estar salvando a las instituciones y al país de la perversión del presunto fraude electoral. Y un ataque que se realizó en defensa de, e incitado por, el todavía presidente de la república.

Por supuesto, la capital de EEUU dispone de suficientes efectivos policiales como para cerrar el paso a unos centenares de personas. Si los encargados de salvaguardar el orden se hubieran preparado adecuadamente para una movilización largamente anunciada, los manifestantes no habrían conseguido entrar en el Capitolio y nuestra lectura de este episodio sería hoy distinta. Esto no impide que analicemos las enormes repercusiones simbólicas de lo que efectivamente sucedió. Porque existen pocos lugares en los que la irrupción tumultuaria en la sede del poder legislativo se acerque tanto a la profanación de un espacio sagrado como los Estados Unidos de América. Dicho de otra forma: si esto ha sucedido en EEUU es que algo va muy mal en aquel país.

Y aquí es donde entra Trump. En estos cuatro años, el presidente ha tenido un efecto corrosivo sobre esa mística de las instituciones republicanas, ese respeto hacia la maquinaria del gobierno nacional, que hemos comentado. Su estilo comunicativo, su extraordinario sectarismo y, ahora, sus mentiras acerca del resultado electoral, han supuesto una ruptura con el ideal de la presidencia que han aspirado a encarnar –y, de esta forma, preservar– todos los presidentes modernos, ya fueran demócratas o republicanos. Trump no ha hecho esto en el nombre de unos principios políticos, sino por pura megalomanía. Él no ha construido una plataforma que diera voz a los olvidados y oprimidos; ha construido un culto a su personalidad. Él no dice lo que dice porque esté embarcado en una lucha contra poderosos intereses creados, o contra una corrección política presuntamente sofocante; lo hace porque disfruta de la atención que le genera. No se niega a admitir su derrota porque tenga indicios verosímiles de que ha habido un gigantesco fraude electoral; lo hace porque es incapaz de aceptar que ha sido derrotado. Esta es la gran tragedia de sus seguidores: que el individuo por el que han movilizado tantas energías y emociones no cree en otra cosa que en la satisfacción de su propio narcisismo.

El caso es que esto no es un psicodrama personal, sino nacional. En su desquiciada huida hacia delante, Trump ha dado motivos suficientes para recurrir a la vigesimoquinta enmienda de la Constitución, que prevé el remplazo temporal de un presidente que sea considerado incapaz para liderar el país. Pero el daño no se detendría con esto. A lo largo de los últimos años, Trump ha dañado aspectos fundamentales de la cultura política que sustenta la democracia estadounidense. Ha roto reglas no escritas cuya utilidad se está revelando en estos días. Ha arrastrado al Partido Republicano, uno de los dos partidos sistémicos de la democracia estadounidense, a su periodo más bochornoso desde la dimisión de Nixon en 1974. Ha erosionado el respeto institucional y la aceptación del adversario que toda democracia pluralista necesita para funcionar: no solo por la radicalización que ha fomentado entre sus seguidores, sino por la que ha desencadenado entre algunos de sus oponentes –que en ningún caso justificaría, de todas formas, su extraordinaria irresponsabilidad institucional–. Y, al mismo tiempo que ha mostrado la capacidad de resistencia del sistema de contrapesos, también ha expuesto su vulnerabilidad. Si un centenar largo de cargos públicos, en un país de 330 millones de personas, hubieran cedido a sus presiones de los dos últimos meses, quizá se habría salido con su propósito de revertir el resultado de las elecciones. Y esto, tras solo una legislatura.

Trump también nos ha dado un espejo útil a través del cual examinar algunas de las dinámicas de este lado del Atlántico. Lo ocurrido en Washington supone una advertencia sobre las tentaciones de una parte de la derecha, a la que debería quedar claro el inaceptable callejón sin salida al que conducen el estilo y la sustancia trumpistas. Y también advierte sobre las tentaciones de una parte de la coalición gubernamental y sus socios. Aquellos, por ejemplo, que también se arrogan la representación de una voluntad popular –o nacional– que no podría ser refrenada por los contrapesos institucionales. O aquellos que no hace tanto llamaron a rodear cámaras parlamentarias en las que se investía a presidentes que no eran de su agrado.

David Jiménez Torres es investigador posdoctoral en el Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas de la UCM. Es autor de Nuestro hombre en Londres. Ramiro de Maeztu y las relaciones angloespañolas (Marcial Pons).

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