El alacrán de fray Gómez

Este es el texto de la llamada «Conferencia Magistral» pronunciada por el director de EL MUNDO el pasado jueves con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad San Ignacio de Loyola de Lima.

Quiero ante todo expresar mi inmensa gratitud por este honor académico que viene de una de las universidades más prestigiosas de América Latina, fundada bajo el patronímico de un español universal como Ignacio de Loyola y caracterizada, además, por su compromiso de impulsar la actividad de los emprendedores en todos los órdenes de la vida.

No pueden ustedes imaginar la íntima satisfacción que una distinción así, otorgada en un lugar remoto por un grupo de personas a las que no conocía hasta ahora, supone para alguien que ha hecho del periodismo una manera de vivir pero que siempre ha procurado mantenerse al margen del circuito de galardones, agasajos y otras recompensas banales producto de ese colegueo del hoy yo te premio a ti, mañana tú me premias a mí.

El que mi trabajo, mi trayectoria profesional, ahora que acabo de cumplir 30 años dirigiendo periódicos de ámbito nacional en España, o mis artículos dominicales, publicados primero en ABC, luego en Diario 16 y desde que lo fundamos en 1989 en EL MUNDO, puedan tener un significado, no digamos un valor, para ustedes me llena de orgullo y colma todos mis deseos de utilidad y trascendencia.

Pero además este doctorado que ustedes me otorgan lleva aparejado un premio accesorio que para mí es al mismo tiempo una oportunidad y un maravilloso encargo del destino: la ocasión de conocer Perú. Es imposible que sean conscientes del lugar que su país ha ocupado siempre en mis fantasías como el mítico imperio de los adoradores del Sol, el escenario de los lances más terribles y grandiosos de la llamada historia de la Conquista y el paraíso terrenal fecundado por los dones de la diversidad y el mestizaje. Y es imposible que puedan darse cuenta de la ilusión con que mi familia y yo hemos emprendido este viaje de verificación de todos esos sueños y de búsqueda de la huella de una identidad compartida, justo en este 2010 en que se cumplen 300 años de la muerte en Lima del Virrey Manuel Oms de Santa Pau y en el que una persona tan importante en mi vida como Ágatha Ruiz de la Prada ha heredado, después de una larga batalla legal en defensa de los derechos de la mujer, el título nobiliario de Marqués de Casteldosríus que se le otorgó a él.

Gracias al generoso asesoramiento de nuestro amigo el profesor Martín Santiváñez he podido ir preparándome durante los últimos días para esta inmersión a través de algunas lecturas, tan estratégicamente bien escogidas que no han hecho sino aumentar mi ansiedad, expectación y anhelo ante la visita. He descubierto la prosa deslumbrante de Riva Agüero, la consistencia del pensamiento histórico e historiográfico de Basadre y la magia entrañable y pintoresca, pero con un trasfondo muy especial de ingenio y agudeza, de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.

De hecho, ha sido al picotear por esa antología de historias verdaderas o inventadas fruto del acervo popular, guiándome por el magnetismo de los temas, la sonoridad de los títulos o el mero albur de abrir al azar un libro con la alta probabilidad de que cualquier página te depare pequeñas briznas de talento natural; ha sido, como digo, en apenas cuartilla y media de esas Tradiciones peruanas donde de repente he descubierto que estaba ya sintetizado cuanto quería decirles hoy sobre la forma en que yo concibo el periodismo, la función social de la prensa y el propio futuro de los medios de comunicación. Y que ya no me quedaba otra tarea sino la de descodificar los mensajes profundos de una historia sencilla.

No seré yo quien les cuente a ustedes la deliciosa peripecia de El alacrán de fray Gómez, pero tal vez pueda interesarles conocer las reflexiones que su lectura han provocado en un racionalista como yo que comparte el escepticismo de Don Quijote cuando advierte que «los milagros, Sancho, son cosas que suceden rara vez» e incluso el distanciamiento burlón de Gibbon cuando subraya que cada generación de cronistas sacros siempre da testimonio de los milagros acaecidos en el pasado y nunca de los que supuestamente suceden de forma contemporánea.

En primer lugar les diré que muchas veces me han preguntado por qué -es decir, para qué- he querido ser periodista y que a partir de ahora contestaré poniendo como ejemplo el caso de este fraile que ejercía de refitolero en el convento de los Padres Seráficos de Lima. Yo nací en Logroño, la capital del vino de Rioja, una agradable capital de provincias española sin especial tradición ni vida periodística. En mi familia no había ningún antecedente y el rígido entorno de la dictadura franquista era el vivero menos adecuado para que germinaran vocaciones informativas. Pero desde muy joven, yo creo que aún llevaba pantalones cortos, lo tuve muy claro. Era como si hubiera escrito en la primera página de un cuaderno escolar las cuatro palabras con que Camilo José Cela resumió su determinación en el momento de ponerse a escribir su poderosa y precoz Familia de Pascual Duarte: «Se acabó el divagar».

Yo quería ser periodista porque quería contribuir a moldear la sociedad de mi tiempo no a través del poder sino de la influencia. Hasta ahora la representación más aproximada de lo que esto significa quedaba resumida para mí en una escena de una película clásica de Hollywood titulada Deadline America en la que el director de un periódico al borde del cierre por razones económicas se encuentra al llegar a su despacho a una viejecita que lleva varias horas esperándole, sentada en una silla. Es la madre de una chica asesinada por la mafia local que le trae el diario de la víctima con las pruebas que pueden llevar a personas muy importantes a la cárcel. Cuando el director, interpretado por Humphrey Bogart, le pregunta por qué le ha traído a él esa libreta en lugar de llevársela a la policía, la viejecita responde que ella aprendió a leer en su periódico, que adquirió valores cívicos a través de su periódico y que durante años y años siempre ha confiado en su periódico. La película concluye, lo he contado ya algunas veces, con las rotativas arrancando y Humphrey Bogart haciéndole escuchar su sonido a través del teléfono al jefe de la mafia local. Música celestial.

Claro, quién no hubiera querido ser Humphrey Bogart, a ser posible con Lauren Bacall al lado, alegarán ustedes. ¡Eso no era vocación periodística, sino sueños de seductor! Pues bien, para que no quede la menor sombra de duda, desde hoy me paso a fray Gómez. Porque bastante más inexplicable que el que la viejecita lleve el diario de su hija al periódico y no a la policía es, en principio, que el buhonero que necesita acuciantemente dinero acuda a fray Gómez y no al banco local o al menos a una persona mínimamente acomodada.

Fray Gómez es más pobre que las ratas pero tiene antecedentes milagrosos o más bien milagreros, jovialmente relatados por Ricardo Palma. Es decir, tiene prestigio, tiene credibilidad, tiene autoritas ante los envites más difíciles. El buhonero se fía de fray Gómez por la misma razón que la viejecita se fía de Humphrey Bogart, por la misma razón que nuestros lectores se fían de EL MUNDO, por la misma razón que las personas que nos proporcionaron las pruebas que nos permitieron denunciar y desenmascarar el crimen de Estado o la corrupción en la España de los años 90 se fiaron de nosotros. Porque nunca les habíamos decepcionado, porque la claridad de nuestra conducta diaria les permitía suponer que seríamos capaces de mantener nuestros principios en las situaciones más extremas. Y así lo hicimos.

Lo más fascinante de la reacción de fray Gómez ante la demanda del buhonero es que hace algo que aparentemente puede hacer cualquiera: coge un alacrán de la pared. Primero le dice, claro, que él no tiene los 500 duros que necesita -como los periódicos no tenemos las soluciones a los problemas de la gente-, pero luego coge el alacrán y se lo entrega. ¿Cuántos alacranes aparentemente iguales habría en ese momento en las paredes de Lima al alcance de todas las manos? Algo parecido sucede hoy en día en nuestra sociedad de la información: las noticias están ahí a raudales, subiendo y bajando por las paredes a disposición de cualquiera -son una commodity-, hasta el extremo de que el debate consiste en si alguien puede cobrar por transmitirlas.

La segunda gran clave de este paralelismo reside en que cuando el buhonero recurre a fray Gómez el religioso hace algo intermedio entre coger el alacrán y entregárselo, que es envolverlo en un papel. La metáfora no podría ser más elocuente pues durante casi tres siglos el periodismo ha consistido en envolver y empaquetar la actualidad hasta subsumirla en nuestras representaciones en letra impresa. Es difícil imaginar algo tan poco valioso, tan perecedero como una hoja de papel de periódico. No en vano Walter Lippman solía decir a los jóvenes reporteros: «Recuerda, chaval, que tus grandes exclusivas de hoy envolverán el pescado de mañana».

Sí, pero entre tanto, por mucho que tengan marcada en un lugar bien visible su propia fecha de caducidad, esas grandes o pequeñas exclusivas de hoy, esa denuncia polémica y valiente de hoy, esa interpretación inteligente y atinada de hoy, antes de envolver el pescado de mañana configura la fuerza más poderosa que hay en una sociedad abierta: la opinión pública.

El papel que utilizó fray Gómez tampoco tenía en sí mismo nada de particular. Ricardo Palma nos dice que «arrancó una página de un libro viejo» sin especificar cuál, pero luego añade que «cogió con delicadeza a la sabandija» y que después de envolverla en el papel fue cuando le dijo al buhonero: «Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita».

Queda claro, pues, que es esa manipulación, esa intervención si se quiere quitarle al término toda connotación peyorativa, esa labor de edición que realiza el periodista profesional, la que transforma lo vulgar en algo valioso, demandado y diferente. Algo con un especial valor añadido. Y es que si bien todo el mundo tiene alacranes y hojas de papel, no todo el mundo envuelve y empaqueta como fray Gómez. Es una pena que el autor no nos explique si el fraile puso la sabandija de frente o de costado, si le estiró o no las patas, si le acarició o no el lomo o la barriga, si los pliegues del papel fueron anchos o estrechos, si dijo «alhajita» en voz alta o susurrando. ¡Nos quedamos sin conocer su libro de estilo!

Si bien todos los periódicos publicamos noticias parecidas en papel impreso de similar gramaje no todos las envolvemos, es decir no todos las seleccionamos, jerarquizamos e interpretamos de igual modo. Por eso el periodismo es, por encima de todo, una actividad ideológica y cada periódico un proyecto intelectual. Por eso cada lector sabe que su alacrán es distinto del que le suministran a ese vecino o compañero de trabajo del que tanto discrepa. Por eso cada día se produce el fenómeno cultural, el prodigio de la inteligencia que supone la transformación de un objeto trivial e inanimado -200, 300 gramos de pulpa de papel prensada y recubierta de tinta- en una formidable caja de Pandora de la que brotan ideas, proyectos, pasiones y emociones.

La hora de la verdad llega en todo caso -y este es el tercer hito de la alegoría- cuando el buhonero entrega la «alhajita» al prestamista, es decir cuando cada mañana nuestros ejemplares se distribuyen entre los lectores a cambio de unos fragmentos de aleación metálica llamados monedas. Es el momento mágico en que se consuma o no el milagro. Dice Ricardo Palma que «la joya era espléndida» pues el cuerpo del alacrán era una «esmeralda engarzada sobre oro» y su cabeza «un grueso brillante con dos rubíes por ojos». Pero él no estaba allí. Lo máximo que puede acreditar es lo que vio el prestamista o para ser más exactos lo que el prestamista creyó que estaba viendo.

Para mí que lo que sucedió fue lo siguiente. El buhonero llegó con el paquete y le dijo al prestamista: «Aquí le traigo esta alhajita de parte de fray Gómez». Y como el prestamista tenía fe en el fraile porque conocía sus milagros anteriores e incluso es probable que le hubiera mandado antes alacranes de esos, cuando abrió el paquete ya estaba predispuesto a apreciar brillos verdosos en los cartílagos del bicho y fulgores rojizos en sus minúsculos ojitos.

Ningún repartidor de prensa dice: «Aquí le traigo a usted unas hojas de papel impreso con noticias dentro». Ni siquiera: «Aquí le dejo el primer diario que tengo a mano». No, el mensaje es «Aquí tiene usted El Comercio, El Correo, EL MUNDO o El País». Porque la marca, es decir la cabecera, la mancheta es el compendio de los atributos ideológicos, éticos y estéticos que distinguen a un periódico de otro. Los elementos de su credibilidad. Los factores que llevan a un ciudadano a decir: «Esto es verdad porque lo publica The Times» o «este punto de vista es consistente porque lo argumenta Le Monde». Ahí está la fuente de autoridad, el origen de ese chispazo que desata la respuesta que, como en un coito intelectual, una comunión de las almas o el mejor de los festines, consuma el hecho informativo.

Es importante lo que digas, pero de nada sirve si no hay alguien que lo acoja, lo ensalive, lo engulla, lo digiera, lo asuma como propio y lo regurgite enriquecido por las esmeraldas y rubíes de la inteligencia y la fantasía humana. Eso depende del prestigio de la mancheta y de la capacidad de cada lector al interactuar con ella, pues no en vano decía Tom Wolfe que muchas personas llevan un periódico bajo el brazo por la misma razón por la que algunas tribus indias llevaban una pata de conejo colgada del cinturón: para reafirmar su identidad ante los demás. Y vaya que si fray Gómez tenía una buena mancheta en la Lima de finales del siglo XVI. ¿Cómo no creer a ese hombre santo que sanaba a los heridos y se sacaba los alimentos de la manga?

La credibilidad nunca cae del cielo. Bueno, tal vez en su caso sí. Pero los periódicos tenemos que ganárnosla día a día, comprobando lo que publicamos, fundamentando nuestras opiniones, rectificando nuestra percepción de las cosas según cuál sea el curso de los acontecimientos, permitiendo en suma que la realidad estropee ese titular que teníamos en la cabeza antes de que sucedieran los hechos. Por eso yo digo que un buen periodista tiene que ser ante todo una buena persona, alguien decente, que no se haga trampas a sí mismo, que luche contra sus propios prejuicios y busque sinceramente la verdad.

Esto debe llevarse a rajatabla cuando se hace una denuncia. Es esencial poder demostrar antes o después que si se pone a alguien en la picota es con motivo, que si se acusa a un alto cargo de conductas reprobables o no digamos nada delictivas es con razón. Y en un sistema democrático, en un Estado de Derecho son los tribunales de Justicia los que quitan y dan esas razones. ¿Por qué un periódico como EL MUNDO salió fortalecido de aquellos años terribles en los que acusó a un Gobierno de los peores actos que pueden cometerse desde el poder? Pues porque al cabo de cierto tiempo un ministro y un secretario de Estado fueron condenados por secuestro, un general de la Guardia Civil y un gobernador fueron condenados por torturas y asesinato, un teniente general del Ejército fue condenado por escuchas ilegales, una serie de altos cargos del partido gobernante fueron condenados por corrupción y financiación ilícita. EL MUNDO salió fortalecido porque todo lo que publicó era cierto y pudo probarlo.

Hay que reconocer que muchas otras veces las cosas no tienen un desenlace tan rotundo. Que por mucho que lo intente un periódico no logra averiguar aspectos esenciales de la verdad, como nos ha ocurrido hasta ahora con la masacre del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Y entonces lo honrado es decirles a los lectores creemos por esto, por esto y por esto que no pasó lo que nos dicen que pasó, pero no tenemos una versión alternativa porque no sabemos lo que en realidad pasó. Seguiremos investigándolo. También puede ocurrir que los propios tribunales sean ineficientes o corruptos y toque recurrir a órganos superiores o incluso a la Justicia internacional. Lo esencial es no engañar nunca a los lectores. Cumplir los compromisos adquiridos ante ellos. Perseverar en el empeño. No rendirse jamás. Jugar limpio.

Esta es la clave de que la historia de fray Gómez -volvemos ahora a ella- terminara bien. El buhonero cumplió su parte, devolviendo los 500 duros con su correspondiente interés. El prestamista también restituyendo el alacrán al buhonero, quien se apresuró a llevárselo al fraile. Uno y otro resistieron la tentación de tratar de obtener un beneficio mayor gracias a ese valor añadido que se había incorporado al objeto que transitaba por sus manos. La «alhajita» no pasó, pues, de ser una «alhajita» en potencia, una alhajita virtual, una alhajita editorial, puesto que nunca fue vendida a nadie como objeto material.

Toda una lección para quienes tratan de abusar del control que ejercen sobre una información valiosa, para quienes pretenden convertir el ejercicio del periodismo en un instrumento de coacción, para quienes están dispuestos a hacer de determinadas noticias materia de compraventa o trueque, incluso para quienes, emborrachados por un éxito coyuntural, intentan que los políticos, los empresarios, las instituciones bailen al son que ellos les marquen. No, el periodismo nunca debe traspasar los límites consustanciales a su actividad, nunca debe intentar convertir su influencia, todo lo más su poder blando, en poder fáctico, contante y sonante, puro, duro y real. El periodismo no debe ser un medio para conseguir otras cosas, ni riquezas, ni cargos públicos, ni privilegios de ningún tipo. El periodismo debe ser un fin en sí mismo, que haga su trayecto de ida y vuelta, influyendo en la sociedad, siendo influido por la sociedad, como el alacrán que fray Gómez volvió a colocar sobre la pared de su celda:

-Animalito de Dios, sigue tu camino.

Ese es el volver a empezar de cada día, la historia interminable del tejer y destejer, de las más de 10.000 primeras páginas, de las 1.500 cartas del director que quedan ya a mis espaldas. Pero yo, animalito de mi tiempo, sigo mi camino. No estoy cansado, ni aburrido. Todo lo contrario. En medio de la doble crisis -la económica en general y la de la prensa en particular- que caracteriza este momento veo por delante desafíos deslumbrantes que reavivan y estimulan esa pasión y ese compromiso.

Es evidente que el desarrollo tecnológico y muy especialmente la fulgurante expansión de internet, a la vez que ha aumentado las posibilidades de acceso a la información, ha desestabilizado el modelo de negocio de la empresa periodística. Si basta abrir el ordenador para tener cientos, miles de alacranes gratis y al alcance de un clic, ¿por qué pagar por recibir o tener acceso a uno concreto? Mi respuesta es clara: pues porque es el alacrán de fray Gómez y no otro cualquiera. Y por eso mi receta también lo es: hoy más que nunca hay que trabajar en la búsqueda de la excelencia periodística para fortalecer el valor de nuestras marcas.

Porque en medio de esa tupida y a menudo cegadora y ensordecedora tormenta de alacranes -no hay como el exceso de luz para que nadie vea, como el exceso de ruido para que nadie oiga, como la sobredosis de información para que nada cale- los elementos diferenciales que configuran la identidad de una cabecera son más importantes que nunca. La convergencia tecnológica ha hecho saltar por los aires el axioma, divulgado hace más de medio siglo por McLuhan, de que el medio es el mensaje y en su lugar se abre camino la percepción de que la marca es el mensaje, lo cual implica que EL MUNDO puede ser a la vez un diario impreso, un servicio electrónico gratuito de alacranes -perdón, de noticias-, una televisión, una radio, una colección de libros, un club de lectores o una plataforma de aplicaciones de pago mediante suscripción para el ordenador, la BlackBerry, el iPhone o el iPad llamada Orbyt.

¿He dicho iPad? Bien, yo suelo decir, ¡Ay, Pad, cuánto te quiero! Y no es que Steve Jobs me haya contratado para el departamento comercial de Apple sino que considero que hay un antes y un después del lanzamiento de esta primera tableta táctil a la que en los próximos meses seguirán muchas otras. La irrupción de estos soportes en el mercado significa ni más ni menos que la oportunidad de pasar de una posición defensiva frente al parasitismo de Google y otros agregadores a poder lanzar una ofensiva en toda regla que debe desembocar en una nueva edad de oro del periodismo.

Discrepo de quienes sostienen que la existencia de periódicos no es requisito imprescindible para que el periodismo pueda cumplir su función social. Y de quienes depositan sus esperanzas en la pluralidad de aportaciones descoordinadas del llamado «periodismo ciudadano». Y de quienes hacen suyo el planteamiento de Google de que la «unidad atómica de consumo» en la sociedad de la información ya no es el periódico como tal sino cada artículo por separado.

Una buena cobertura informativa al servicio del derecho a saber de los ciudadanos requiere de la existencia de organizaciones bien nutridas de periodistas profesionales capaces de trabajar en equipo y de compartir una forma de entender la sociedad e interpretar la realidad. Un señor que mira por la ventana, ve un accidente de coche y lo describe en su blog, advirtiendo que el semáforo no funciona, podrá ser un buen vecino, pero no necesariamente un buen periodista. Y por último la distribución por separado de cada artículo a través de las máquinas de hacer lonchas que son los agregadores y motores de búsqueda, obligaría -como admiten los propios directivos de Google- a que cada artículo se autofinanciara a través de la publicidad que pudiera atraer en función de su audiencia: eso supondría que habría muchos artículos de deportes, sucesos y celebridades y muy pocos sobre derecho constitucional o teoría económica.

Un periódico es un todo que incluye tanto lo ameno como lo relevante y en el que la jerarquización informativa, es decir esa labor de selección, control y síntesis que hacemos los responsables de cada medio, constituye una forma específica de contemplar la actualidad. Nada hace tan vigorosa a una sociedad como el pluralismo informativo y no hay mejor forma de desarrollar una conciencia crítica que el leer varios periódicos, comparar sus puntos de vista y llegar a conclusiones propias. Pero eso es una cosa y otra distinta acudir a un quiosco y pedir sólo las páginas de deportes de un periódico, las de economía de otro y las crónicas internacionales de un tercero. Déme media cabeza del alacrán de fray Gómez, el tronco del de la casa de Pizarro y las patas de una sabandija del «alcalde de Paucarcolla, nada de real y todo bambolla». ¿Verdad que no consentiríamos que ningún vendedor o prestamista distribuyera así nuestros periódicos o tratara así a nuestros alacranes? Pues tampoco debemos consentirlo en la Red.

Cuando la Universidad de Tubingen y la Fundación Toepfer me concedieron hace cuatro años el Premio Montaigne también lo interpreté como un encargo y busqué la estela y el latido del primer ensayista sobre la condición humana en su viejo torreón de las proximidades de Burdeos. Encontré las citas de los clásicos talladas por su mano en las vigas de madera del techo de lo que fue su biblioteca y llegué a la conclusión de que si viviera hoy colaboraría desde allí en los grandes periódicos del mundo, sería una figura internacional y se implicaría en la defensa de las grandes causas morales de nuestro tiempo.

Esta misma mañana he asomado la cabeza en lo que era aquel convento de San Francisco de los Padres Seráficos de Lima y durante los próximos días seguiré fijándome en columnas y paredes en pos de la huella de fray Gómez o al menos del rastro de su alacrán. Estoy convencido de que el lego refitolero tendría hoy su propio blog, pero su dominio no sería fray Gómez.com sino que lo albergaría en la página web de Padres Seráficos.com pues lo suyo no era ni la turris eburnea del convento de clausura ni el culto a la personalidad, sino el trabajo pastoral en equipo en medio de la sociedad.

La próxima vez que nos veamos les contaré si he tenido éxito en mi búsqueda. Pero en todo caso, como hay imágenes que valen más que 1.000 palabras -y yo ya he derrochado esta tarde demasiadas-, lo único que les prometo es que, de igual manera que aquel pívot del baloncesto norteamericano explicaba cuando le preguntaban a qué se dedicaba, que él era el que les limpiaba las orejas a las jirafas del zoológico, de ahora en adelante cuando alguien me pregunte en qué consiste mi manera de entender el periodismo les diré que yo soy el que saca de paseo cada mañana al alacrán de fray Gómez. Y a quien me pida más detalles le remitiré a las Tradiciones peruanas y a la benevolencia cómplice de todos ustedes. Gracias de todo corazón.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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