El alma belicosa del thatcherismo

Margaret Thatcher fue la más importante primera ministra de Gran Bretaña en tiempos de paz del siglo XX. En los años ochenta, la crisis casi simultánea del comunismo en el Este y de la socialdemocracia en Occidente le dio la oportunidad de llevar a cabo notables empresas. No obstante, hacía falta un gran líder para poder sacar provecho de ello.

Su relación con el líder soviético Mijaíl Gorbachov abrió el camino para poner fin a la guerra fría; sus políticas de privatización mostraron al mundo cómo desmantelar el socialismo de Estado. El renacimiento neoliberal de los años ochenta siempre será conocido como la revolución Reagan-Thatcher.

Thatcher fue también la primera ministra británica más causante de divisiones de la era moderna, admirada y vituperada a partes iguales, debido tanto a la forma creída en que impulsó sus políticas como a las propias políticas. Se la calificó acertadamente como una política “de convicciones”. No se dignó optar por una postura conciliadora, en vez de dividir el mundo político en “nosotros” y “ellos”. “Donde haya error, nosotros llevaremos la verdad”, anunció al entrar en el 10 de Downing Street, citando a san Francisco de Asís. “En la victoria, magnanimidad”, aconsejó Winston Churchill. Thatcher era valiente y decidida, pero no magnánima. Ganó celebres victorias, pero no mostró generosidad con los vencidos, de palabra o de obra. Por consiguiente, no pudo aportar armonía en caso de discordia.

Su misión se proyectó a partir de una base ideológica de estrechas miras. En cuanto a instinto y lenguaje, era discípula de Friedrich von Hayek. Para Thatcher, como para Hayek, el gran error intelectual del siglo XX era la creencia de que el Estado puede mejorar sobre la base de los esfuerzos espontáneos de las personas. Lo que otros consideraban como el papel del Estado en la elevación de la condición de la gente, juzgó que era la vía insidiosa a la servidumbre.

Traducido en términos británicos, significó liberar el impulso de creación de riqueza del peso muerto del socialismo, la burocracia y los sindicatos, que en su lectura de la historia habían provocado el declive de Gran Bretaña. Este programa de renacimiento nacional de estrechas miras le alejó crecientemente del enfoque más “dirigista” de la Europa continental. En su famoso discurso de Brujas en 1988, tronó: “No hemos hecho retroceder las fronteras del Estado en Gran Bretaña sólo para ver cómo se imponían de nuevo a nivel europeo, con un súper Estado europeo ejerciendo una nueva dominación desde Bruselas”. Dejó las relaciones de Gran Bretaña con la UE en un desbarajuste del que nunca se han recuperado.

Thatcher sabía qué batallas no se podían ganar o habían de posponerse, pero ella siempre prefirió ganar un combate a llegar a un compromiso. Se ganó el sobrenombre de Dama de Hierro por su liderazgo decisivo en la guerra de las Malvinas y, sin embargo, la mayoría de sus batallas se libraron contra sectores de su propio pueblo –el enemigo interno–, como en el caso de los mineros, a quienes aplastó en la huelga de 1984-1985, o del Consejo del Gran Londres, de Ken Livingstone, que abolió en 1986.

Comprendió a la clase media-baja, compartió sus aspiraciones materiales y prejuicios morales y abogó por recortes del gasto público en el lenguaje del ama de casa que lleva las cuentas semanales. Recompensó a miembros “con aspiraciones” de la clase trabajadora mediante la venta de viviendas de protección oficial a precios reducidos. El apoyo a los necesitados era para ella como caridad detraída del presupuesto familiar.

Las respuestas de Thatcher al creciente desorden industrial de la década de 1970 fueron el monetarismo para liquidar la inflación, las trabas legales al poder de los sindicatos y la privatización de las industrias estatales infladas; es decir, la venta de la plata de la familia como lo llamó el ex primer ministro conservador Harold Macmillan. El objetivo de las tres medidas era restablecer tanto la autoridad del Estado como el dinamismo económico.

Con la ayuda del petróleo del mar del Norte, Thatcher invirtió el relativo declive económico de Gran Bretaña. Pero sus victorias se produjeron a un enorme costo social, con el aumento del paro al 12% de la población activa (tres millones de personas) en 1984, el más alto desde la década de 1930. Para quienes vivían en el norte industrial, el thatcherismo embargó prácticamente su futuro. La nueva economía basada en las finanzas y el consumo se saltó una generación.

Por mucho que la hayan admirado, la mayoría de los británicos no estaban convencidos de que la vía Thatcher fuera la única vía. A pesar de que ganó tres elecciones consecutivas, los tories nunca lograron más del 43% del voto popular, muy por debajo de los niveles alcanzados por líderes conservadores –Churchill, Anthony Eden, y Macmillan– en la década de 1950. Su índice de aprobación fue superior al 50% en sólo cinco de sus 137 meses en el cargo.

Thatcher ofreció su propio resumen de su proyecto político: “La economía es el método. El objetivo es cambiar el alma”.

El desplazamiento hacia las finanzas que promovió Thatcher aumentó la desigualdad e hizo que la economía fuera más inestable. Su política del derecho a comprar provocó una espiral ascendente del precio de la vivienda, que animó a las familias a asumir más y más deuda. El big bang de 1986, que desreguló los servicios financieros, motivó que los comportamientos de riesgo en la City fueran la norma. Estas reformas sembraron las semillas de la crisis financiera del 2008.

Los valores victorianos que Thatcher trató de fomentar chocaron con la celebración desenfrenada de la riqueza material que su gobierno provocó. La sociedad moral, basada en el decoroso interés propio, que Thatcher confiaba en instaurar, se convirtió en la sociedad codiciosa, basada en la ordinaria y burda autoestima. Si experimentó alguna duda de forma retrospectiva, no dio muestras de ella.

Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores, profesor emérito de Economía, Univ. de Warwick © Project Syndicate, 2013. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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