El alma de Europa

Estrasburgo, martes, 15 de abril. En el edificio Louise Weiss, los miembros del Parlamento Europeo aprueban las bases del Mecanismo Único de Resolución, segundo pilar de la unión bancaria europea, después de una difícil negociación con el Consejo. Apenas seis kilómetros al sur, en el cuartel Aubert de Vincelles, los miembros del Estado Mayor del Cuerpo de Ejército Europeo forman en el patio principal. Los bisnietos y nietos de los solados alemanes, belgas, franceses, polacos… que lucharon a muerte en las dos guerras mundiales, saludan militarmente —codo con codo— mientras se iza la bandera azul con estrellas doradas a los acordes del último movimiento de la Octava sinfonía de Beethoven.

Los símbolos valen lo que valen los valores que representan. Esa bandera y ese himno representan un ideal de unidad que han ido fraguando muchas generaciones de europeos. Pero la realidad del día a día es muy distinta. En la negociación de la unión bancaria, cada Gobierno ha defendido férreamente sus intereses frente a los demás, considerados como competidores. La UE ha suprimido las fronteras administrativas, pero no ha logrado aún superar los egoísmos y recelos nacionales, ni suprimir las fronteras en los corazones de los europeos. Mientras no exista un sentimiento de unidad generalizado, los intereses particulares de los Estados miembros prevalecerán por encima del interés general, entorpeciendo el proceso de integración.

Si el Gobierno de Angela Merkel —incluso en coalición con el Partido Socialdemócrata— ha practicado y practica una política de solidaridad limitada que impide la mutualización de riesgos, es porque ésta es la política que sus electores quieren, aunque las consecuencias para otros europeos sean catastróficas. Los ciudadanos alemanes no tienen suficiente empatía con los griegos o los portugueses, no sienten su sufrimiento como propio. Y lo mismo pasa en sentido contrario, es un sentimiento general en la mayoría de los europeos. Nadie quiere hacer sacrificios por alguien a quien considera ajeno, extranjero. Si queremos construir un futuro juntos, necesitamos algo más que meros intereses comunes, que pueden ser convergentes en determinados momentos y divergentes en otros. Si no tenemos un sentimiento de identidad compartida, si no nos alegramos de los éxitos de otros europeos, como propios, y nos dolemos de sus desgracias, si no estamos dispuestos a la solidaridad por encima de los egoísmos nacionales, la construcción europea está herida de muerte. Cualquier entidad política, aunque sea tan peculiar como la europea, necesita tener detrás un sentimiento colectivo que la cohesione, un alma común, un relato compartido, un mismo objetivo.

Necesitamos ese sentido de pertenencia, que podríamos llamar un patriotismo europeo —abierto e integrador, basado en la razón y en la madurez cívica— para superar los recelos, cercanos a la hostilidad, que la crisis ha hecho surgir entre ciudadanos de los distintos Estados-nación, y avanzar en la integración. Europa puede y debe ser nuestra patria común, porque tenemos un patrimonio, un pasado y un futuro comunes. No sólo compartimos un espacio geográfico, sino una historia, no exenta de guerras y enfrentamientos, ni de episodios atroces como el colonialismo, pero que hemos construido juntos. No sólo estamos vinculados económicamente, tenemos una misma cultura que nació en Atenas y Roma y ha florecido en las artes y en las ciencias durante siglos, sin considerar las fronteras. Leonardo da Vinci, Shakespeare, Mozart, Newton, Picasso... son patrimonio de todos los europeos, y todos los europeos podemos y debemos sentirlos como nuestros. Nos hemos dotado prácticamente de las mismas leyes, tenemos religiones, lenguas y sistemas políticos similares, y —sobre todo— compartimos los mismos valores.

A pesar de nuestras diferencias, ser europeo es una forma de entender el mundo, y las relaciones sociales y políticas. Somos el resultado de una evolución del pensamiento social que hunde sus raíces en la democracia griega y en los valores cristianos, y se desarrolla con el humanismo renacentista y la Ilustración, hasta alcanzar su realización práctica en la Revolución Francesa, cuando se escribió el certificado de nacimiento de la Europa actual. Existen, por supuesto, opciones políticas muy diferentes, que responden a intereses contrapuestos, pero en su fondo yace sin duda un cierto sustrato ideológico común, una concepción humanista del pacto social, genuinamente europea, que es necesario preservar y alentar.

El sistema de valores que conforman el alma de Europa se basa en la democracia, el respeto a las libertades individuales y a los derechos humanos, en especial el derecho a la vida, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia, el respeto a otras culturas y el ideal de la paz. Todos son valores universales, que compartimos con otras naciones del mundo, pero nacieron como ideas en nuestro continente. El avance más distintivo del sistema europeo es el Estado de bienestar, o la economía social de mercado, que combina el capitalismo con ciertos derechos sociales de carácter universal garantizados por el Estado. Este sistema, que nació en Alemania a finales del siglo XIX y se desarrolló plenamente después de la II Guerra Mundial, forma parte ya de nuestro irrenunciable patrimonio político y de nuestra cultura, hasta el punto de que cuando se le ataca, nuestras sociedades se tambalean.

Hemos construido un paradigma político que es probablemente el más avanzado del mundo. Es necesario perseverar, aunque las condiciones objetivas presionen en su contra. Europa no puede sucumbir a la globalización, rindiendo su modelo social —que tanto ha costado construir— en una pugna de competitividad con países en los que los trabajadores son todavía meros proletarios, carentes de derechos. Eso sería ir en sentido contrario a la historia y renunciar a un avance que ha hecho nuestro mundo más justo y humano. Por el contrario, tiene que persistir y profundizar en este modelo hasta que se vaya contagiando al resto del planeta, de manera que cuando se extienda podamos volver a ser competitivos, pero no rebajando nuestros derechos, sino aumentando los de los demás. Si Europa no se rinde, el modelo se extenderá por la simple razón de que es la evolución natural a un sistema más racional, más pacífico y más eficaz para el futuro de nuestra especie. Del mismo modo, el proceso de integración regional puede servir de modelo para otras áreas geográficas y culturales, de modo que en un futuro más o menos lejano el mundo conste sólo de 10 o 12 entidades políticas y finalmente se llegue un día a la unidad global.

La Europa de los intereses ha demostrado su fragilidad y su ineficacia. Es necesario volver a la Europa de los valores, si queremos avanzar en la integración, superar la grave crisis económica y política que estamos viviendo y seguir siendo una referencia para el resto del mundo. Es necesario repensar y dar forma a un nuevo proyecto común, compartido, suficientemente atractivo para crear ilusión, motivar y reforzar la cohesión entre los ciudadanos europeos. Un proyecto que no puede estar basado en el economicismo, ni en el egoísmo nacional o de clase, ni en una competitividad individualista cercana al darwinismo social que no forma parte de la tradición humanista continental, sino en la cooperación y la solidaridad social, en la construcción de una sociedad en la que el bienestar y el desarrollo del ser humano y la conservación del entorno sean las prioridades de la actividad económica. Una sociedad en la que los ciudadanos tengan no sólo derechos políticos y civiles, sino también económicos, sociales y culturales y controlen efectivamente cualquier forma de poder, dando así un nuevo paso cualitativo en el desarrollo evolutivo de la humanidad.

José Enrique de Ayala es miembro del Consejo de Asuntos Europeos de la Fundación Alternativas.

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