El ambiente, expresión de la energía

Los efectos ambientalmente negativos de las emisiones subsiguientes a los procesos combustivos son de conocimiento común. La proporción que han adquirido en los últimos años ha causado inquietud y hasta alarma. Ello ha contribuido a poner de manifiesto la dimensión ambiental de la cuestión energética, pero también la ha sesgado enormemente, al reducirla casi en exclusiva a la contaminación local o, en el otro extremo, al cambio climático global. La realidad es mucho más compleja.

El componente ambiental de la energía reside en su propia esencia. El ambiente por entero es una expresión energética. El ambiente es energía. No es una manera poética de hablar. Todo lo contrario, es la única manera de decirlo con propiedad tecnocientífica. La materia es una expresión energética y las relaciones entre los elementos materiales son flujos de energía. Esa realidad básica sigue manifestándose en todas las escalas cotidianas, porque energía elaborada son los automóviles, que logran moverse con gasto energético, en tanto que la combustión efectuada en sus motores es una transformación energética y a la energía se deben las transformaciones inducidas por la movilidad, se midan en modificaciones territoriales, en emisiones de gases o en procesos productivos.

Toda la energía conocida es de origen nuclear. Lo son especialmente los combustibles fósiles, resultado de una parcial mineralización de elementos orgánicos, es decir fotosintéticos (en su gran mayoría), o sea solares y, por lo tanto, nucleares. La benignidad de la energía solar interceptada por la Tierra en forma térmica o luminosa radica en la distancia del reactor de fusión que es el Sol: los residuos y las sacudidas no alcanzan a nuestro planeta, nos llega el jamón y allá se quedan los purines... A partir de la interceptación térmica directa o de la transformación fotosintetizadora, la energía nuclear solar ingresa en el sistema terrestre y hace posible la mayoría de formas de vida actuales. La propia masa material de la Tierra es un residuo más o menos enfriado de procesos nucleares remotos.

Los humanos hemos funcionado con energía nuclear solar fotosintética mientras nos hemos limitado a comer y a quemar leña. La ancestral tracción a sangre participa de esta situación. El problema ambiental de la energía aparece con la civilización industrial, que pone repentinamente en circulación los ahorros energéticos de 200 millones de años de fotosíntesis fosilizada en forma de carbón, petróleo o metano. Tiene dos componentes: uno obvio y perceptible, que son los residuos de la combustión, y otro elíptico, que son las transformaciones territoriales inducidas, con expresa inclusión de la enorme exaltación de la movilidad que permiten.

La mayoría de formas de captación de las energías llamadas libres, que son casi todas solares (eólica, fotovoltaica, hidroeléctrica, del oleaje, etcétera), tienen repercusiones ambientales fortísimas, aunque no se perciban al ocurrir en otra parte. Baste pensar en los embalses, en la extracción y metalurgia del silicio o en los procesos productivos de los aerogeneradores y en las afectaciones territoriales de las líneas de evacuación de la energía generada. Hay que insistir en ello al objeto de no consolidar falsas creencias, no por generalizadas menos erróneas. Cualquier formato o vector energético que no sea el fotosintetizador entraña efectos ambientales importantes. Ignorándolo, ni los resolveremos, ni los encauzaremos aceptablemente.

Los vectores energéticos no son intercambiables. Pronucleares y filosolares parecen perder de vista a veces que la electricidad es un vector energético de distribución más que rígida: hay que estar permanentemente colgado de una red fija. El movimiento quiere independencia. El hidrógeno la da, y por eso posiblemente tiene futuro en automoción, como el gas licuado o a presión. Pero no hay minas de hidrógeno y la combustión del gas, como la del petróleo, genera dióxido de carbono, nocivo para el estatus climático actual. Todo ello no es una cuestión menor o meramente estética. Al contrario, es un tema socioecómicamente capital. No podemos superar determinados umbrales mediante consecuciones tecnológicas, porque contrariaríamos las leyes de la física. Es preciso hacer notar que una disposición sigmoidea, tan común en muchos fenómenos que entrañan crecimiento de alguno de sus parámetros, también resulta aquí de aplicación. El principal impacto ambiental negativo del uso de las distintas expresiones energéticas nacería de no aceptar la necesidad ineludible de programar esa segunda inflexión de la curva sigmoidea, porque el crecimiento indefinidamente sostenido resulta insostenible.

Tal inflexión probablemente se producirá sola y de manera ineluctable. Sin embargo, mejor sería propiciar su advenimiento controlado en tiempo y forma no traumáticos para la economía mundial y, sobre todo, para los humanos. Pero al objeto de que esa mayor no nos sirva de coartada para no abordar las muchas menores de que se compone la realidad, sensato será empezar por sus derivadas segundas, que también son los parámetros más inmediatos, las emisiones entre ellos y tal vez en primer lugar. Controlando emisiones viviremos mejor y con energía disponible durante más tiempo. La sostenibilidad, al fin y al cabo, es el arte de hacer indefinidamente posible la realidad que deseamos.

Ramon Folch, socioecólogo. Director general de ERF.