El ambiguo cuento de la hegemonía

En las democracias modernas, articuladas sobre sociedades complejas, los partidos nacionalistas –estatales o subestatales– nunca terminan de estar cómodos. Y es que en su imaginario premoderno es un disparate someter a votación la esencia de la patria cada cuatro años: los enemigos (seculares) no descansan y en poco tiempo pueden destruir todo lo andado. El próximo 12 de julio se renovarán los parlamentos gallego y vasco en los primeros comicios que se celebran en España después de la pandemia que ha segado la vida de más de 45.000 españoles. Las dos comunidades comparten con Cataluña la existencia de autodefinidas identidades colectivas –alternativas o complementarias– a la común española, y sin tener ese factor en cuenta es difícil entender el comportamiento de las élites políticas y del ecosistema en el que se mueven en ambos territorios.

El ambiguo cuento de la hegemoníaLa vida política en las democracias liberales es una lucha constante en busca de la hegemonía cultural, y el gran éxito de los partidos es, al final, más que conseguir una victoria coyuntural, lograr que su ideología (tan particular como legítima) sea vista como el sentido común por la mayoría de la población. Así, cuando analizamos los imaginarios colectivos en los que están imbuidos los ciudadanos gallegos y vascos, nos damos cuenta de que estas hegemonías se han construido de manera diferente, quizá porque provenían de lugares diferentes. En el caso gallego, la indiscutible primacía de los populares (que casi multiplicaron por tres los escaños del segundo grupo parlamentario en 2016) se basa, además de en el protagonismo del candidato en detrimento de su partido, en la ambigüedad, un concepto político básico que va perdiendo relevancia a medida que la sociedad se infantiliza al transitar por la senda de la polarización. Sobre esta variable, los de Feijóo han construido una formación que ya es casi la única en España a la que podemos tildar de partido atrapalotodo (catch-all party): el gran éxito de Manuel Fraga fue consolidar la incorporación del nacionalismo conservador y moderado a la casa grande de los populares gallegos y generar un partido no sólo capilarizado en todo el territorio, sino también en el que confluyen hasta ahora y sin mayor problema votantes españolistas de toda la vida con votantes de vocación galleguista. Una vez desaparecido el líder carismático, la ambigüedad del relato de los populares gallegos, que a veces resulta tan exasperante vista desde Madrid, ha sido clave para mantener en el Palacio, paradojas de la vida, de Rajoy a los populares desde hace casi 10 años. Por decirlo de manera clara: el éxito del PP de Galicia se basa en que no existe un Partido Nacionalista Gallego que le dispute los votos del centro hasta la derecha. Aunque cada vez estamos más sumergidos en un modelo de ciencia política de guardería, esa en la que no hay élites y que, como señala el profesor Javier Redondo, se nutre de «un torrente de tópicos» dentro de los cuales se «mimetiza la puesta en escena que exige la televisión»; aun así, sigue siendo cierto que lo que se gana en pureza se pierde en votos, y eso es algo que los estrategas de los populares gallegos parecen tener muy claro. Al PSOE en Galicia le ocurre lo contrario: su espacio electoral ha de compartirlo con partidos nacionalistas de izquierda como el Bloque, y con partidos de izquierda cercanos al nacionalismo, como la coalición articulada en torno a Podemos. Si a los catalanes les perdía la estética, como decía Unamuno, a las izquierdas gallegas les pierden las sensibilidades. Y así obtienen los resultados que obtienen. Es posible que el día que el PP gallego pierda esa ambigüedad en relación con el galleguismo, sus resultados electorales sean peores: no sólo tiene hoy más votantes cuya lengua materna es el gallego frente al castellano, sino que entre un 10 y un 15% de sus votantes proceden de esa tradición galleguista, y son un elemento clave para mantener la mayoría de gobierno. Quizá por ello la relación de los de Casado con el imaginario del nacionalismo gallego sea tan compleja; el PP de la región es un partido que, mientras impone el monolingüismo en el espacio público, ejecuta una inmersión inmisericorde a la vez que se proclama cómodo en la nación española y rehúye el debate sobre el carácter nacional de Galicia.

La construcción de la hegemonía en el imaginario colectivo vasco ha sido diferente. Las identidades colectivas en el País Vasco eran plurales al final de la dictadura, y al menos tres marcos ideológicos competían entre sí por convertirse en ese sentido común de los vascos durante la transición que se avistaba en el horizonte: la izquierda, el nacionalismo y las derechas. A ello se sumó –el primer asesinato de ETA fue un mes después de mayo del 68– una izquierda nacionalista que, al utilizar la violencia para imponer su relato, cambió en poco tiempo la relación de fuerzas en la región. Cuarenta años después, el nacionalismo es una ideología hegemónica y parece una fuerza que llevara toda la vida en el País Vasco, cuando en realidad no es así. Esta hegemonía configura un espacio público exclusivamente nacionalista ante el achicamiento de la cultura política de la izquierda y la casi desaparición –incluso física– desde la Transición de la derecha no nacionalista debido al acoso del nacionalismo cruento. El sentido común es tan nacionalista que las entidades de la sociedad civil o no se manifiestan, o lo hacen de acuerdo con las coordenadas nacionalistas, dando la sensación de que nadie tiene un relato alternativo que ofrecer a la (sobre financiada) narrativa nacionalista.

El resultado no podía ser otro que una aplastante hegemonía nacionalista en la vida social, en la medida en que las instituciones públicas creadas por la democracia, como puede ser la televisión pública, tienen también un claro sesgo que impiden que puedan ser percibidas como un punto de encuentro de la pluralidad de la sociedad vasca. Por lo tanto, la pugna en realidad es una lucha dentro de un nacionalismo escindido en una rama conservadora y otra izquierdista que busca también votos en la transversalidad. El perfil menos agresivo de la actual presidencia del gobierno vasco consigue desmovilizar a los votantes de la derecha no nacionalista o, incluso, sumar votantes que se encuentran en el perfil ideológico y sociológico del PP o de Ciudadanos (frente a lo que pudiera parecer, la opción mayoritaria entre los votantes del PNV es la de los que se sienten «tan españoles como vascos», con 20 puntos de ventaja sobre el grupo de los que se sienten solo vascos, según el último CIS). Algo similar ocurre en la izquierda nacionalista, donde la coalición EH Bildu, nucleada en torno a un Sortu que se proclama heredero de las culturas políticas de Herri Batasuna, acentúa en periodo electoral su mensaje izquierdista para disputarle electores a Podemos y, en menor medida, al PSE. La imposibilidad de hacer vida política normal fuera de las grandes ciudades para las formaciones no nacionalistas es un dique para el crecimiento de estos partidos, que ni disponen de espacios de socialización propios ni pueden asegurar el relevo natural de los cuadros dirigentes con el paso de los años.

Los Estados modernos ya no son Estados nación, sino Estados de derecho y, en el caso español, además, Estados miembro de la Unión. Pensar que las consideraciones identitarias vinculadas a pasados reinventados han de tener peso en nuestra vida política es una decisión tan real como irracional. No podemos debatir nuestra articulación política y social con fábulas del siglo XIX arcaicamente melancólicas: en fin, ya se sabe que es duro, pero Túbal, la batalla de Arrigorriaga, Jaun Zuría, Breogán o la milenaria música celta son tan reales como la Patrulla Canina. Joseba Louzao escribió que «los antepasados no son más que lo que queremos que sean». Quizá vaya siendo hora de que los dejemos descansar, por fin, en paz. Ellos no votan y en realidad todo lo que tienen que decirnos es lo que hacemos que nos digan. No parece un título suficiente como para seguir condicionando nuestro futuro.

Manuel Mostaza es politólogo y director de Asuntos Públicos de Atrevia.

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