El amor

El amor no está de moda. El artista callejero conocido como Banksy lo ha expresado bien con esa extraña imagen en la que una joven se apoya contra la pared mientras vomita corazones. Hace unas pocas semanas, la actriz Halle Berry confesaba que, a sus poco más de cincuenta años y después de su enésima ruptura sentimental, ha enterrado el amor para siempre. Las cartas, los anillos y retratos que, en otros tiempos, hubieran servido para atestiguar la pureza de los sentimientos y la fuerza de las intenciones, se han sustituido en nuestros tiempos por otro tipo de expresiones más proclives a declarar el desamor que el afecto. Quizá no haya mejor lugar para observar este cambio de tendencia que el denominado Museo de las Relaciones Rotas (Museum of Broken Relationships), un proyecto global construido con aportaciones voluntarias en donde cada cual contribuye a los fondos de la colección, ya sea contando su historia en abierto o subiendo a la red las imágenes de aquellos objetos que atestiguan su tragedia particular. Desde el peluche sin cabeza a los anillos marcados, todo en este Museo está concebido a la manera de un enorme repositorio de la triste orgía del desamor. Sólo un mundo tan desnortado como el nuestro podía hacer de las relaciones fracasadas y de las promesas incumplidas una fuente de espectáculo.

Los historiadores han sugerido, quizá con razón, que el amor fue, durante el mundo contemporáneo, el peor enemigo del matrimonio. Al menos mientras las uniones conyugales tuvieron lugar por intereses y acuerdos prenupciales, que casi nunca incluían el parecer de los contrayentes, no les faltaba razón. Los enemigos modernos del amor, sin embargo, no atañen tan sólo a sus formas institucionales. No son las estructuras feudales las que lo cuestionan, sino las recetas contemporáneas de la progresía. Antes que nada, el descrédito contemporáneo del amor ha venido propiciado por la cultura del sexo. La llamada «Revolución Sexual» de los años sesenta tuvo algunos efectos positivos, pero no carecía ni de mojigatería ni de prejuicios. Obsesionados con la idea de que detrás de los sentimientos se escondían los deseos, que detrás de cada romance solo había una pulsión libidinosa, muchos de nuestros mayores no vieron en el amor más que un placebo. A los ojos de los jardineros de la nueva sexualidad, de la cual la España de la Transición cultivó no pocas flores, el amor parecía poco más que la sublimación de una pulsión sexual, la coartada de la pasión insatisfecha. Se trataba además de una ecuación bastante tramposa que representaba sistemáticamente a los varones entregados a la lógica de la fuerza, mientras retrataba a las mujeres en la gesta de la resistencia. Absortos en la tradición psicoanalítica y en el gusto anticlerical, los defensores del velo rasgado aceptaron sin discusión dos terribles prejuicios de los que aún no hemos conseguido desprendernos: en el universo de su tranvía sexual, las mujeres, en general, carecían de deseos, mientras que los varones, también en general, no tenían sentimientos.

La segunda gran crisis del amor romántico proviene de la obsesión aún más reciente de convertir toda actividad humana en resultado de un discurso de dominación, o en una mera construcción social más o menos arbitraria. En un escenario en el que todo debía ser «deconstruido», el amor dejó de ser un sentimiento natural y pasó a interpretarse como un dispositivo patriarcal, este al parecer, sí, de hechuras eternas. La cosa ha llegado al extremo de que si Ovidio hubiera escrito su Arte

de amar hace unos meses, ya no podría publicarlo. Sus consejos sobre las formas de seducción ya no encajan bien en la nueva corriente neopuritana que, bajo la coartada de la emancipación, se escandaliza de la canción más trivial y se hace cruces por un cuento infantil. En el contexto de un mundo sin metáforas, el cuerpo ha dejado de ser un espacio social, para convertirse en una prisión de lo más convencional. La reflexión sobre el amor en la cultura clásica, de Platón a Plutarco o de Petrarca a Shakespeare, retrocede ante las limitaciones del pensamiento único a lo que tampoco escaparían, por cierto, las bellísimas cartas que Eloísa le envío a su queridísimo Abelardo.

Aunque, con este panorama, la defensa del amor parezca más bien causa perdida, hay, sin embargo, dos razones por las que, todavía hoy, merece la pena reivindicarlo. Ambas son de orden político. No hace falta ponerse tierno ni emotivo. Tan sólo parece necesario defender las relaciones entre iguales y las nuevas formas de confianza. El amor interesa, antes que nada, porque forma parte esencial de la revolución democrática de la que somos herederos y garantes. Antes incluso de que los miembros del tercer estado comenzaran a defender la vocación profesional o el derecho de ciudadanía, que garantizaba la libertad individual de elegir oficio o residencia, el amor, el delirio del amor, el amor profano, impuso una reforma de los usos sentimentales capaz de poner freno al matrimonio acordado y a las reglas endogámicas. El amor no entendía de estamentos ni de castas. Nada sabía de provisiones ni de dotes. Más bien al contrario, porque el amor iguala, como escribió sabiamente madame de Staël, la revolución democrática potenció las relaciones asimétricas. Lejos de tenerle miedo al poder, el pequeño dios metía la mano hasta el fondo mismo de la política, removiendo el inmovilismo social y desbaratando la idea, tan terrible, del desclasamiento o la imposibilidad amorosa por la convención social, heredada o sobrevenida. No sólo los Montescos podían emparentar con los Capuletos. Los pintores por fin podían casarse con las hijas de los banqueros, o los príncipes con las plebeyas.

Fuera de las convenciones del matrimonio acordado, la relación sentimental sirvió también para propiciar nuevas formas de confianza entre iguales. Puesto que la unión dependía de los sentimientos, los enamorados buscaron afianzar sus compromisos mediante estrategias contractuales, ligadas en muchos casos al mundo de la magia. Así que, al mismo tiempo que los parques se llenaban de miradas, las cortezas de los árboles comenzaron a guardar corazones, las carteras transportaban mechones de pelo y, en las páginas de los libros, aparecían flores que no debían marchitarse. Por todas partes proliferaron los juramentos mil veces renovados. Al mismo tiempo en que en toda Europa surgía la idea de una sociedad democrática apoyada en un contrato social, el amor reivindicaba una nueva forma de provisión acordada sobre un pacto de naturaleza emocional, sostenido sobre la esperanza mutua y la confianza recíproca. La liviandad con la que se trivializa el sentimiento no debería hacernos perder de vista que el amor nunca ha sido sólo una pasión, sino una forma de acuerdo social. Capaz, entre otras cosas, de construir espacios de civilidad que forman parte, estos sí, del patrimonio entero de la humanidad.

Javier Moscoso, filósofo y profesor de Investigación del CSIC.

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