El anacoreta y el psicótico

Jean Renoir tiene 56 años cuando rueda El río, la más conmovedora de sus películas. Lleva años viviendo en Estados Unidos, país al que llega huyendo del fascismo, y donde encuentra desde el principio grandes dificultades para dirigir. El río, basada en una novela autobiográfica de Rummer Godden, una gran especialista en narraciones juveniles, la rueda en la India. Destacan en ella la perfecta mezcla de realismo y romanticismo, la verdad de la interpretación de los actores, en su mayoría no profesionales o con muy poca experiencia, y la excelente fotografía, en el brillante Technicolor de la época, de Claude Renoir.

Este es en pocas palabras su argumento. A orillas del Ganges, cerca de Calcuta, Harriet y sus amigas Melanie y Valerie, hijas de colonos británicos, reciben la visita del capitán John, un mutilado de guerra. A través de la mirada de Harriet asistiremos al descubrimiento del amor y sus zozobras, pues las tres amigas se enamoran muy pronto del capitán. Harriet tiene un hermano pequeño, que es su compañero de juegos. La casa familiar se abre a un hermoso jardín, que es su reino, y ellos están juntos hasta que la llegada del soldado hace que Harriet se olvide de su hermano, que una tarde es mordido por una cobra y muere. No es fácil ver unas imágenes de más pura y contenida emoción que las del entierro del niño. La tierra de color salmón, la presencia ensimismada de la vegetación, el agua terrosa del río, por cuya orilla marcha el cortejo fúnebre, componen una escena que encierra todo el misterio y la desolación de la pérdida. Harriet no puede ser responsable de una desgracia como aquella, pero sabe que si hubiera estado al lado de su hermano este seguiría con vida. También que el jardín, y con él el mundo libre y abierto de la infancia, ha quedado para siempre atrás. Y que lo ha hecho a través de una muerte de la que ya nunca podrá liberarse. Hay otro elemento perturbador. El capitán John, el joven soldado que las visita, ha perdido una pierna, y lleva en su lugar un miembro ortopédico. De forma que la salida de ese jardín que es la infancia coincide con la aparición del cuerpo dividido y de su inevitable consecuencia: la amenaza de la locura.

Pero ¿qué es la locura? El concepto de enfermedad mental es demasiado acomodaticio, ya que al definir la locura como enfermedad nos excusa de preguntarnos por su verdadero sentido y elimina la responsabilidad del sujeto. La pregunta por la locura conlleva pues una nueva pregunta, que es la que debe interesarnos, la que se refiere a lo que el sujeto será capaz de hacer con ella. Algo, por otra parte, presente en la idea freudiana del delirio como trastorno, pero también como movimiento vinculado al saber y a la reconstrucción. Recordemos el caso Schreber, y cómo, según Freud, es precisamente su delirio lo que logra estabilizarle y, al rebajar su sintomatología, le permite abandonar el hospital. En los misterios egipcios se dice que "en el hombre hay dos pares de ojos, y es requisito necesario que el par de dentro se cierre cuando el par de fuera percibe; pero solo cuando el par de fuera está cerrado puede el de dentro abrirse". El psicótico ve solo con los ojos interiores, su mundo es espectral. El cuerdo con los ojos exteriores, su mundo es pura objetividad. Es el poeta quien los concilia a los dos. El poeta lleva el fantasma a la vida, quiere que lo bello sea útil, que cada par de ojos se alimente de la visión del otro.

El joven del que se enamoran las adolescentes en la película de Renoir enferma porque no puede olvidar el cuerpo que perdió. Harriet y sus amigas le enseñan que solo aceptando esa pérdida será capaz de recuperar la capacidad de amar. Los amantes recuerdan a los psicóticos dado que el amor, como la psicosis, supone una ruptura, la entrada cualitativa en una experiencia distinta. Los que aman son hablados por otras voces, su identidad se fragmenta y para reunificarse necesitan algo cercano al delirio. Pero el amor antes que con la locura tiene que ver con la poesía, ya que aunque es cierto que el amante delira lo que quiere sobre todo es vivir entre los demás. El psicótico quiere que la realidad se someta a sus sueños, el amante que sus sueños se hagan reales. Ambos acuden al mercado de los cuerpos, pero mientras la psicosis nos dice que nunca encontraremos en él lo que perdimos, el amor nos dice que debemos arreglarnos con lo que nos ofrecen en ese mercado. Recordemos el final del mito de Orfeo. Orfeo, tras perder a Eurídice, es troceado por las bacantes que diseminan su cuerpo por el bosque. Su cabeza va a parar al río, y las aguas la arrastran. Mientras lo hace no deja de cantar. Michel Foucault dijo que la locura es la ausencia de obra. La obra supone la aceptación de la pérdida; el delirio es su negación. El canto del poeta habla del regreso, del encuentro con el mundo; el delirio, del cuerpo espectral, un cuerpo que no puede volver. Todos los psicóticos tienen un cuerpo así. Todos han perdido partes de sus cuerpos, y deliran tratando de recuperarlos. La locura es el regreso de esos trozos perdidos. El doctor Frankenstein construye un cuerpo con ellos. Un cuerpo que solo puede ser el de un psicótico, pues está hecho de fragmentos de otros cuerpos, de otras vidas distintas y cuyo deambular es su delirio.

Debemos aprender a mirar esos cuerpos heridos. En ellos no solo está el dolor, el ansia infinita de paz del psicótico, sino la memoria de ese cuerpo con el que soñamos en el amor. La memoria de sus pérdidas y de sus órganos olvidados. No hay poesía sin esa visita a la cuba de Barba Azul, no hay poesía sin oscuridad. Los psicóticos recuerdan a la criatura de Frankenstein, y pienso sobre todo en las dos películas que James Whale dirigió en los años treinta, con Boris Karloff en el papel de la criatura. Hay una escena, en La novia de Frankenstein, la segunda de ellas, que no es posible olvidar. El monstruo, que se ha escondido en el bosque, llega a una casa donde vive un anacoreta. El anacoreta es ciego y por esa causa lo acoge sin temor. Se establece entre ellos una cálida amistad. El anacoreta le da comida, vino, ¡hasta de fumar! Le hace escuchar música y el monstruo todo lo mira maravillado. No hay que ser más delicado y sensitivo, más lleno de temor. Más abierto a todas las seducciones. Más ajeno al daño.

Los buenos psiquiatras se comportan como ese anacoreta. Reciben a los psicóticos con los ojos cerrados, les atienden por un tiempo, les dan de comer y fumar, hasta que se alejan. Luego recogen sus poemas y sus dibujos y escriben libros sobre ellos. Es curioso, los psicóticos vienen de la muerte, del reino de lo siniestro, y sin embargo son dulces, silenciosos, infinitamente educados. Son como la criatura de Frankenstein. Fijaros en sus gestos, en su increíble delicadeza. La visión de una cama les conmoverá hasta la muerte, porque ellos no pueden dormir. Una simple cuchara abandonada sobre el mantel les hará llorar, pues no tienen dedos para cogerla. Miran las cosas con los ojos terribles del que sabe que jamás serán suyas. Añoran un mundo quieto, tranquilo, donde yacer domesticados. Podrían comer de nuestras manos, podrían ser nuestros criados. Si les mandáramos hacer cosas, las harían llorando. Les gustaría no tener que esconderse. Su cuerpo no es el cuerpo de la pureza, sino el cuerpo nacido de la cuba de los despedazamientos. Cuentan, a través de su sufrimiento, la historia de nuestro corazón.

Por Gustavo Martín Garzo, escritor.

1 comentario


  1. El duelo, el amor, la creatividad, la locura y el psiquiatra,
    vistos por el escritor y psicólogo vallisoletano
    Gustavo Martín Garzo

    Por José Miguel Pueyo, psicoanalista

    Nuestra época, quizá más que ninguna otra, convoca al psicoanalista a destacar el acierto de algunas personas, que, como el escritor y psicólogo Gustavo Martín Garzo, entienden la sin igual aportación de Freud (1856-1939) al malestar del hombre en la cultura, al sufrimiento psíquico, y, en particular, al conocimiento de las psicosis.
    De esa deferencia lo primero que quiero indicar es que no es política sino ética, y, por consiguiente, responde a lo que la práctica clínica enseña al psicoanalista. ¿Cómo renunciar a lo que la clínica muestra que es correcto para la salud y para la inteligencia¡ Sin duda se podría renunciar u obviar por desconocimiento de la metapsicología freudiana así como por factores afectivos, bien por ambas cosas. En cualquier caso, el ámbito familiar y el entorno sociocultural, sin excluir el académico en cualquiera de sus distintas formas de presentación, influyen decididamente en la conformación de lo que uno es, incluso en lo que uno puede dar de sí.
    De ordinario esas influencias conducen a una persona a la calle del Medio Sujeto, ya que el otro medio, funda-mental y, por lo mismo, determinante de lo que pensamos, deseamos y hacemos, está excluido y aun censurado habitualmente por esas mismas influencias. Pero no cabe desesperar, al menos al que piense que siempre existirá el psicoanálisis. Para aquellos que no lo quieren así, por condición o elección, es evidente que perderán la oportunidad de saber que la clínica psicoanalítica, a diferencia de otras disciplinas del campo de la salud psíquica, no reconoce beneficio alguno en claudicar ante los preceptos de la moral, de esta o aquella moral filosófica o estrictamente religiosa; y a esas mismas personas tal vez les pasará por alto que nada peor, sobre manera para quien sufre el avasallamiento de una afección psíquica, que creer que todo está en los genes y en los neurotransmisores, o que los discursos religiosos, en sentido amplio, no son lesivos para la vida afectiva y la intelectual. No deja de ser curioso que esas y otras ideas se reproduzcan, incluso en círculos universitarios, cuando Freud mostró con todo lujo de detalles la función ética del psicoanalista fuera y dentro de la cura, o sea, en el psicoanálisis en extensión y en intensión; y después que Lacan (1901-1981) conceptualizara esa función como deseo del psicoanalista.
    Pero no cabe extrañarse de que las cosas sean de esa manera; y esto a pesar del interés didáctico de algunos psicoanalistas, pues sabemos por Freud que el sujeto humano no quiere su bien, y que únicamente el dolor del síntoma puede hacerlo reaccionar a su favor. Ciertamente, a algunos psicoanalistas el deseo del psicoanalista nos mueve contra los intentos neuróticos de curación, así como a demostrar el motivo de la ingenua y no por eso menos perversa tendencia del hombre a un imposible goce por perdido para siempre en la más tierna infancia. Se puede comprender entonces que la ética del bien decir del síntoma que caracteriza a la práctica psicoanalítica sea el envés de los discursos de dominio y de la persuasión de los procedimientos psicoterapéuticos. Por sí sola, esta razón aconseja al psicoanalista contemporáneo a ser congruente con la responsabilidad epistemológica y política que su clínica le reclama; tanto más porque la omisión produciría equívocos indeseables en los que desean conocer qué ha dicho Freud y qué cosa es el psicoanálisis. No cabe pues displicencia con los trabajos que, de una u otra manera, se hacen eco de los descubrimientos del primer psicoanalista y de aquellos otros que pretenden presentar la luz que vierte el psicoanálisis a muy diferentes asuntos, como entiendo que es el caso de «El anacoreta y el psicótico» (El País, 20/2/2011. Opinión. La Cuarta Página) de este novelista vallisoletano.
    Una película de Jean Renoir (1898-1979), aunque no cualquiera por tratarse de El río (1951), sirve a Gustavo Martín para presentar la primera de una serie de cuestiones que se propone despejar. Se trata de un asunto clínico importante, como es la pérdida del objeto estimado y sus efectos; y más concretamente el perjuicio que supone no hacer el duelo por una pérdida, así como el beneficio de sacar un clavo con otro clavo, como dice el sentir popular. Jean Renoir, basándose en una novela autobiográfica de Margaret Rumer Godden (1898-1979), muestra cómo una niña, de nombre Harriet, logra olvidar una pérdida afectiva por amor. Es decir, esta niña olvida a su querido hermano, que muere por la mordedura de una cobra, cuando se enamora, como sus amigas Melanie y Valerie, del capitán John, un joven mutilado de guerra, que visita la casa de sus padres, colonos británicos, que viven a las orillas del Ganges, cerca de Calcuta. En definitiva, el amor por el apuesto capitán habría permitido a Harriet olvidar a su hermano pequeño y compañero de juegos; por lo que a todas luces cabría concluir que el nuevo sentimiento amoroso operó un efecto reparador del dolor que le produjo la desaparición de su hermano.
    El psicoanálisis descubre otras cosas, más importantes y sobre todo diferentes en la clínica del duelo. Hay que indicarlo así porque el problema, el primero de todos y aun principal, es que alguien podría entenderlo de otro modo, como sería imaginar que lo que descubre Freud es lo que dicen el cineasta Jean Renoir y escritor y psicólogo Gustavo Martín sobre la pérdida y el duelo, más aun porque este último cita al psicoanalista vienés en ese contexto y sin las aclaraciones pertinentes. El hecho cierto es que pese a la rigurosidad de los psicoanalistas en los temas que tratamos, algunas personas leen o escuchan a la medida del goce de su síntoma, o según su conveniencia consciente o inconsciente, como se dice; mientras que el deseo de saber del hombre, lejos de ser por naturaleza, como afirmaba Aristóteles (384-322), en ocasiones debemos incitarlo, o como decimos los psicoanalistas, histerizar al sujeto para que aparezcan síntomas que le preocupen y movilicen la demanda; estamos obligados en no pocas ocasiones a histerizar la anorexia de saber, que es tanto como introducir al sujeto en el discurso Histérico por ser la pregunta uno de los rasgos definitorios de este discurso.
    Sirva esta digresión para subrayar que el amor, contrariamente a lo que uno y otro, cineasta y escritor, imaginan y/o quieren hacer creer, no cura. Es decir, Harriet no se cura por amor. Esta niña se cura, en el sentido de que supera la pérdida de su hermano, porque estaba predispuesta a curarse, predispuesta dado que su estructura psíquica le permitió hacer duelo por su hermano y transferir la libido a otro objeto. Por consiguiente, merced a la conformación de su estructura psíquica, ella no cae en la melancolía; aspecto que sólo a primera vista puede resultar obvio, pues nada mejor para introducirse con buen pie en este asunto que diferenciar el duelo, del duelo patológico y de la melancolía. Gustavo Martín ahorra demasiadas e importantes cosas al lector. Elude que el hermano de Harriet es para ella un objeto de duelo, ya que lo pierde por el trabajo del duelo; lo que no ocurre en la melancolía. Además, el melancólico no sabe lo que ha perdido con la pérdida, es decir, no sabe que representaba para él lo perdido. Sólo a posteriori, por la aparición de los síntomas de la melancolía sabemos que lo perdido era un apoyo fundamental y esencial de la estructura psíquica de esa persona. Por otra parte, el melancólico, a diferencia del sujeto supuesto normal, que como acabo de indicar está en disposición de hacer el duelo, delira. Y delira precisamente porque no ha perdido el objeto. No ha perdido el objeto en el sentido de que lo recupera en el yo, un yo que se escinde por esa recuperación; y el objeto, antes de amor, deviene objeto internalizado de odio, pero ahora contra el mismo sujeto. Tal como explica Freud en Duelo y melancolía, 1915 [1917], la melancolía se diferencia del duelo porque en el duelo la sombra del objeto perdido no cae sobre el sujeto, en esta ocasión sobre Harriet, y, por lo mismo, esta niña no sufre la escisión del yo cuando muere su hermano, y tampoco presenta los autorreproches y la pérdida global de la autoestima que caracteriza a las depresiones melancolizadas y a la psicosis melancólica. En resumen, el trabajo al que hoy dedico un poco de mi tiempo adolece de la necesaria discriminación del duelo, un afecto normal, respecto a la melancolía, una patología grave, y, por consiguiente, impide al lector advertir las diferencias básicas para comprender el cambio de objeto en el duelo y sus efectos; aspecto tanto más exigible por su relativa dificultad teórica.
    Harriet hace el trabajo del duelo por la muerte de su hermano; razón por la cual no sufre el delirio de autorreferencia o de indignación que, en palabras de Freud, es la psicosis melancólica. Sin embargo, Gustavo Martín asevera que esta niña está amenazada por la locura. Lo cree así por la coincidencia temporal de su salida del jardín de la infancia con la aparición del amor y la visión del cuerpo dividido, que el lector debe suponer que es el del capitán John. Corresponde recordar aquí que no es loco el que quiere sino el que puede; poder que remite a la magra suerte que implica la forclusión del Nombre del Padre en el tiempo lógico del complejo de Edipo. En otras palabras, una persona puede sufrir síntomas psicóticos cuando alguien no ha metaforizado para él y en esa época el deseo del Otro que encarna la madre, que es tanto como no introducir la necesaria separación que define a ley universal del incesto en el Otro que nos habita, nombre lacaniano del inconsciente freudiano. Tal es la razón etiológica por la que una niña/o queda atrapada en la posición de objeto del capricho del otro, esto es, en la dimensión del goce ilimitado, infantil y narcisista que la mortificará en los síntomas, y que, por lo mismo, le traba el camino al placer que experimenta el sujeto supuesto normal en el campo del deseo.
    La tercera cuestión que presenta Gustavo Martín tampoco es menor: ¿qué es la locura? El convocado en esta ocasión, y tal vez por eso, es Freud. Se nos dice que el concepto de enfermedad mental es demasiado acomodaticio porque excusa plantearnos su sentido y elimina la responsabilidad del sujeto. Sin embargo, esa idea es cuestionada por muchas personas, en primer lugar por todos aquellos que se han preguntado por el sentido y las causas de la enfermedad mental; y no es menos conocido que la psiquiatría trata la responsabilidad del enajenado sólo en términos jurídicos y económicosociales. Es en este marco donde aparece la idea freudiana del delirio como trastorno pero también como movimiento vinculado al saber y a la reconstrucción. Estas cuestiones quedan sin una respuesta adecuada por las impresiones a la hora de dar cuenta de la aportación psicoanalítica respecto al síntoma y a la clínica diferencial. Desde Freud sabemos que el delirio estabiliza el enjambre de los significantes del brote psicótico, pero eso sólo ocurre en algunas psicosis. La estabilización se reconoce en ese reagrupamiento de los significantes en el tema en la psicosis paranoica, en ese abrochamiento de los significantes con los significados que permite decir que todo sentido es paranoico. Tal es la estructura del tema de delirio; tema que cambia con la época y que en ocasiones sólo ocupa una parte del pensamiento, por lo que no tiñe toda la vida del paciente. Es Freud quien introduce en el campo de la psicopatología la diferencia entre el síntoma, siempre patológico y que habitualmente implica sufrimiento, y la estabilización que comporta para el psicótico su delirio; pero es Lacan quien lleva esa diferencia a su máxima expresión al acuñar el concepto de sinthome. He aquí lo que le faltaba a Freud para explicar la estabilización de psicótico en el delirio, esto es, le faltaba mostrar el cuarto nudo que estabiliza la estructura psíquica, el tripalium conformado por lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. El cuarto nudo que permite vivir al psicótico sin apenas fenómenos de esa estructura psicopatológica, fue la escritura y el ego narcisista en el caso del célebre escritor irlandés James Joyce (1882-1941), al que el psicoanalista francés dedicó su Seminario XXIII, Le sinthome, 1976-77; pero también puede actuar a modo de ese apaño que es el cuarto nudo: el deporte, el trabajo, el estudio, el dinero, una afición, la religión, una ideología, etc, etc, sinthomes habituales en una época como la nuestra, ya que en la postmodernidad, por el desfallecimiento de la Función-del-Padre y la caída de los grandes metarrelatos, desde el marxismo hasta algunas religiones del Libro, promueve psicosis ordinarias más o menos estabilizadas por esos y otros objetos, discursos y prácticas. Por último, no todos los delirios son restitutivos, como parece suponer este escritor, quien cita al que fue presidente de la Sala en la Corte de Apelación de Dresden, Daniel Paul Schreber (1842-1911), ya que el delirio de autorreferencia, esto es, el delirio melancólico, no es un delirio sistematizado y carece de los efectos restitutivos del delirio de la psicosis paranoica.
    La ausencia de referencias clínicas y el desinterés por la estructura de las afecciones psíquicas es notoria en la psiquiatría actual, cuyos agentes yerran al creer que la evidencia, como verdad del sujeto humano y su patología, se encuentra en la fenomenología y en la cuantificación estadística. Esa psiquiatría es la del libro de cabecera del clínico moderno que se quiere científico, el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, de la American Psychiatric Association). Se trata de una psiquiatría que ha abandonado por completo la clínica y las razones de estructura, y que, por consiguiente, se agota en un conjunto cada vez mayor de nomenclaturas, que, lejos de su pretendida asepsia, encuentran su expresión práctica en la prescripción de drogas obnubiladoras o excitantes de la conciencia y en procedimientos psicoterapéuticos cognitivo conductuales. Contrariamente al psiquiatra de todas las épocas, este psicólogo vallisoletano muestra un acertado criterio clínico al apercibirse de que a diferencia de Harriet, quien pudo hacer el trabajo del duelo por la pérdida de su hermano y recobrar así la capacidad de amar; el capitán John no había perdido algo que sin duda era importante para él, su miembro amputado, razón por la que no pudo transferir la libido allí depositada a otros objetos de la realidad. En definitiva, por no perder algo, el joven capitán había perdido la capacidad de amar.
    Esta enseñanza de Harriet y sus amigas acerca de la pérdida como condición de posibilidad de amar, permite a este escritor comparar el amor entre amantes con la psicosis, de lo que concluye que en los dos casos, en el amor y en la locura, existe una ruptura y discontinuidad con la realidad. Puede ser así en algunos casos. Sin embargo, no toma la buena dirección cuando afirma que mientras que la psicosis nos dice que nunca encontraremos en el mercado de los cuerpos el que perdimos, el amor nos dice que debemos arreglarnos con lo que nos ofrecen en ese mercado. Las imprecisiones, ambigüedades y generalizaciones conforman habitualmente ideas imaginarias sobre aquello que se pretende dar luz. En fin, el psicótico, aunque sería más adecuado hablar de las psicosis y precisar luego de qué tipo de psicosis se trata, aspecto que no parece preocupar a este psicólogo, no nos dice que en el mercado de los cuerpos no encontraremos el que perdimos. Este asunto invita a recordar que todos hemos perdido algunas cosas en la infancia. Pero lo que habría que destacar es que perdimos cosas necesarias para nuestra salud, como, por ejemplo, el abrazo materno en la dimensión del goce, un goce que aquel que no lo ha perdido lo sufre de muy distintas maneras en los síntomas. Perdimos la primera experiencia de satisfacción; y por aquel tiempo perdimos también el cuerpo real, o sea, el cuerpo desmembrado antes de la unificación imaginaria del mismo en la conocida desde Lacan fase del espejo. A esas pérdidas, que como acabo de indicar son necesarias para la salud, hay que añadir un trauma inicial, trauma que corresponde a un ámbito que nos espera desde siempre a que entremos en él: el lenguaje humano caracterizado por un significante en menos. Con eso tenemos que vérnoslas, en ocasiones porque la pérdida es necesaria, y siempre porque contra la falta de un significante en la estructura del lenguaje humano nada podemos, nada salvo trabajar en el vano intento de completarla. Tal es el motor de la creación, de toda creación humana. Por consiguiente, no está en su mejor momento intelectual quien imagina que el amor dice que debemos arreglarnos con lo que nos ofrece el mercado; y, por otro lado, habría que subrayar que la finalidad del psicoanálisis no es complacer al sujeto que nos demanda ayuda con una adaptativa sublimación. Y es que entre los discursos que oferta el mercado de la cultura se encuentra la religión, entre otras la que promete el goce absoluto y eterno tras la muerte, en suma, la religión que da sentido a la vida dándoselo a la muerte. La inteligencia, no menos que la salud, se muestra agradecida al saber que ese deseo traduce el anhelo de recuperar lo que los sujetos supuestos normales, a diferencia de los psicóticos, perdimos en la más tierna infancia, el conocido, también desde Lacan, objeto a, un objeto que por perdido para siempre se constituye en la causa del deseo humano, deseo que por la falta vive en perpetua insatisfacción, y que, en buena lógica, mueve al hombre a llenar la vasija de las danaides.
    Sin apartarse del tema del cuerpo, dos nuevos aspectos muestran otras tantas dificultades del autor. Todo indica que no contempla que existen las psicosis, en plural, así como que no todas las psicosis presentan los mismos síntomas, y, en tercer lugar, que así es también respecto a algunos mecanismos psíquicos de su conformación. Una aproximación a esta cuestión precisa de alguna noción básica de clínica diferencial, concretamente de la psicosis paranoica respecto a las esquizofrenias. Tal vez esto hubiese evitado el desliz clínico que implica afirmar que todos los psicóticos tienen los mismos problemas con el cuerpo y que todos han perdido partes de su cuerpo y deliran tratando de recuperarlos. La novia de Frankenstein, película dirigida por James Whale, en 1935, y protagonizada por Boris Karloff (1887-1969) y Colin Clive (1900-1937), con la que se pretende ejemplificar este asunto, no sirve sino para alejar la verdad de la ficción, ya que este film recrea algo más que el ideal de belleza perdido en la infancia. Por otro lado, cómo olvidar que la esquizofrenia cenestésica, por razones relativas a un problema en la conformación de la imagen del yo en la mencionada fase del espejo, predominan los fenómenos neurovegetativos y las alucinaciones relativas al cuerpo, pues el paciente puede aseverar que siente un aro que le rodea la cabeza, que no se reconoce cuando se mira en el espejo, que se le pudre alguna parte del cuerpo o incluso que le falta este o aquel órgano.
    La creatividad es otra de las cuestiones que interesan a Gustavo Martín. Pero Michel Foucault (1926-1984), a quien llama en su ayuda, no es la fuente adecuada. Mayores son los obstáculos para la comprensión de lo que intenta explicar por imponerse, quizá como tentativa de resolución, diferentes e inconexos asuntos. Lacan juega en ocasiones con las palabras, mas nunca por capricho, y si así fuese, sin duda sería disculpado por sus numerosas y siempre notables aportaciones al psicoanálisis en particular y a la cultura en general, aspectos que no se reconocen en la producción del filósofo francés. En realidad, no es lo mejor citar a Foucault en aquello de que la locura es la ausencia de obra. La locura, y sin necesidad de recurrir a James Joyce, a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), o a Vicent van Gogh (1853-1890), suele ser bastante productiva, sobre todo en el terreno artístico. No es menos conocido que la obra no supone la aceptación de la pérdida, contrariamente a lo que indica Gustavo Martín, ya que fundamentalmente se trata del intento, uno más entre los muchos ideados por el hombre, de recuperar el goce, de obturar la falta, que, como he indicado, es el motor de la creatividad. Habría que explicar que así es en el artista neurótico y en el sujeto supuesto normal. En el psicótico, por el contrario, no hay deseo de recuperación, no lo hay porque no hay falta, o más bien la falta es el mismo sujeto ya que lo recubre por identificación a la misma, y, por tanto, tampoco hay deseo; lo que hay en la psicosis es un punto de angustia en el Otro, y como consecuencia de la angustia el intento de representación e incluso de denuncia de lo Real. Lo bello en el arte, pero también la escenificación de lo abyecto, traumático y obsceno, notable en el Pop Art, ya sea determinado por una identificación secundaria o por razones de la propia estructura psíquica del artista, como acontece en la producción de connotaciones psicóticas de Warhol, Cindy Sherman, Andres Serrano, Robert Gober, Kiki Smith, Mike Kelley o Paul McCarthy, revela la pretensión de representar lo Real del goce, lo primigenio en la constitución humana, en la constitución de la subjetividad. En todos los casos, el arte, como el amor cortés, denuncia la imposibilidad de alcanzar el goce perdido, razón por la que además de ser la sublimación por excelencia de la pulsión, como acostumbran a recordar los clásicos, el arte no hace feliz al artista.
    En la última cuestión que presenta Gustavo Martín, el convocado es el monstruo de Frankenstein, al que agrega el loco y un personaje no menos curioso, el psiquiatra anacoreta. Siguiendo una antigua costumbre en los escritores, relata una historia, en este caso la de esa terrorífica y a veces cómica criatura, a la que equipara en bondad al loco. Recuerda que el monstruo llega a la cabaña del anacoreta ciego, quien por no ver lo acoge, le da de comer, le hace escuchar música y le invita a fumar. Concluye diciendo que ese es el comportamiento –yo no digo todo el arte, aunque otros aseguran que es así, del psiquiatra– de los buenos psiquiatras; y que esos psiquiatras, pese a ser buenos, se alejan del loco, recogen sus poemas y dibujos y escriben libros sobre ellos. A esto tal vez habría que añadir: aportando poco o nada al conocimiento de la naturaleza humana y de sus afecciones psíquicas.

    Girona – Zaragoza, febrero 2011

    Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *