El anillo de Gyges

Por Pedro J. Ramírez, Director de El Mundo (EL MUNDO, 22/01/06):

O el Grupo Parlamentario Popular en el Senado está repleto de helenistas o las ideas se transmiten deformadamente por el éter, antes incluso de quedar plasmadas en ningún soporte material. Se me ocurre a mí el domingo anunciar que en este próximo artículo hablaría de Zapatero y el anillo de Gyges, y el mismo lunes empiezan a salir senadores del PP acusando truculentamente al presidente de haber «llegado a La Moncloa en un tren de cercanías», comparándolo encima con el general Pavía y su imaginaria entrada a caballo en el Congreso.

Es verdad que el protagonista del diálogo de Platón que sucede a El Mito de la Caverna, dentro de su libro La República, es un pastor del reino de Lydia con nulas posibilidades de alcanzar ninguna cima, cuya suerte cambia inopinadamente el día que una tremenda tempestad culmina con un espantoso terremoto que abre el suelo bajo sus pies. Y es verdad que también el caballo de acero con el vientre reventado y el enorme cadáver con un anillo en el dedo que el tal Gyges encuentra en el fondo de la sima, podrían ser equiparados al amasijo de hierros de los vagones del 11-M y a la oportunidad política que -gracias a la manipulación de los graves errores del PP- supuso lo ocurrido para el proyecto zapateril.

Pero, al margen de que el símil apunta a la fuerza del destino, al modo caprichoso en que los dioses zarandean a los humanos, y no a ninguna variante de la teoría del golpe de Estado -es obvio que el afortunado pastor ni interviene en el desencadenamiento del terremoto ni tiene información de que se vaya a producir-, a mí lo que me importa es lo que sucede después, una vez que Gyges ha tenido la destreza de pescar en el río revuelto de la crisis y emerger de entre las tinieblas con su resplandeciente trofeo. O mejor dicho, un aspecto muy concreto de lo que sucede después.

Hago esta última precisión para que no se me pongan estupendos los que, conociendo la historia, pertenecen a ese cada vez más amplio sector de ciudadanos que tiene una pésima opinión de Zapatero.Sí, ya se que Gyges descubre como quien no quiere la cosa que, frotándolo de determinada manera, el anillo puede volverle invisible, que entonces se introduce en el palacio real, enseguida seduce a la reina, muy pronto asesinan al rey y todo termina en una atroz tiranía. Pero tampoco es ése mi mensaje, pues de igual manera que me pareció una pasada la interpretación de los columnistas conservadores norteamericanos que decían que Mónica Lewinsky era la reina del lujurioso Gyges-Clinton, lo mismo pensaría de quien presentara a Aznar o a su heredero como el rey abatido por el ambicioso Gyges-Zapatero.

No, yo sólo quiero centrarme en el anillo. Y ni siquiera en esa potente simbología del poder explorada y explotada por Wagner o por Tolkien. Lo que me interesa es la tecnología del truco del anillo. Cómo funciona eso -por decirlo en términos evangélicos- del ahora me veis, luego no me veréis y luego me volveréis a ver. Y, naturalmente, no porque considere a Zapatero un taumaturgo sino porque lo veo como un aventajado aprendiz de Houdini y todo virtuoso del escapismo merece que se acredite que no se apoya en la magia, sino en la ingeniería aplicada a la mecánica.

Aunque haya dado ya algunas pruebas de su propia disposición a quitarse físicamente de en medio en momentos clave, la técnica habitual de nuestro presidente no es esa. Consiste más bien en utilizar los atributos del anillo del poder para hacer desaparecer de su vista -y por lo tanto de la agenda política del Gobierno- a aquellos individuos, grupos e incluso asuntos cuya existencia contradice la pauta de sus querencias y conveniencias.

Los ejemplos lo dicen todo. Zapatero se siente muy orgulloso del proceso de regularización que ha incorporado a quinientos y pico mil inmigrantes a las listas de cotización a la Seguridad Social, pero parece no ver a los seiscientos y pico mil irregulares que vuelven a engrosar las propias estadísticas oficiales, después de que algunos no pasaran el corte y otros entraran clandestinamente por mor del efecto llamada de los últimos meses. Los primeros son para él la sal de la Tierra de un crecimiento económico basado en la multiculturalidad y la alianza de civilizaciones. Sin embargo carece de política alguna -como no sea otra próxima regularización con otro efecto llamada aparejado- para impedir que los segundos se queden entre nosotros acrecentando un inmenso foco de delincuencia y economía sumergida.

El anillo del presidente hace las veces de una potente lámpara que al iluminar cada boda homosexual que se produce en España adorna la euforia de quien se jacta de haber ampliado el marco de los derechos civiles -y esto nadie puede negárselo aunque haya sido a costa de alterar innecesariamente la sustancia de una institución secular como el matrimonio-. Pero la lámpara se extingue y en la caverna presidencial ni siquiera se contemplan las sombras, cuando quienes ocupan la escena son padres, como el cabal y valeroso Carmelo González, que amenazan con hacer huelga de hambre para conseguir que sus hijos reciban enseñanza en castellano, padres que denuncian que en la de facto obligatoria enseñanza en catalán ni siquiera se enseña ya el castellano -salvo en clase de gimnasia- o padres que desvelan que a sus hijos menores de edad se les insta a ejercer de chivatos contra los profesores que empleen el castellano. Para la plaza de Sant Jaume se trata de meras «anécdotas», para La Moncloa, de invisibles no personas.

Qué sensible ha demostrado ser Zapatero al derecho de reunión de los dirigentes y militantes de Batasuna. Hasta el extremo de que, gracias a su anillo mágico, ha podido ver todos y cada uno de los árboles de ese bosque de Birnam que terminará avanzando contra él, sin necesidad de contemplar el propio bosque. Anillito, anillito, dime cómo podemos salvar el proceso de paz si una formación ilegalizada pretende celebrar un congreso. Muy sencillo, presidente, si Batasuna ha sido ilegalizada es que ya no existe y lo que no existe no puede ser prohibido. Con esos argumentos termina ocurriendo lo de ayer. Lástima que ni al poseedor de la joya ni a su genio de la lámpara se les aguce de igual manera el cerebelo cuando, en vez de buscar coartadas perogrullescas para intentar apaciguar a los proetarras, se trate de encontrar medidas eficaces para impedir que a la mayoría de los industriales vascos y navarros les sigan cobrando el impuesto revolucionario y a la minoría resistente les continúen quemando fábricas y comercios. ¿O no tienen también ellos derechos humanos?

Frotamos el anillo por su haz y todos los miembros del elenco gubernamental, incluido el salmantino Jesús Caldera, se vuelven tan comprensivos hacia el eximio «sentimiento de identidad nacional» de la Cataluña imaginaria de Carod que están ya a cinco minutos de aceptar su autodefinición como «nación» mediante un circunloquio que sólo servirá para engendrar nuevos problemas, ceden a las exigencias de la OPA que según el Tribunal de la Competencia «dañará irreversiblemente» a los consumidores y se resignan al blindaje de competencias, al deber de conocer el catalán, a la entrega del control sobre puertos y aeropuertos o a la fragmentación de la política sobre inmigración. Es verdad que mucho peor era lo aprobado en Cataluña, pero excepto que los nacionalistas se encastillen en pedir la Luna -que no lo harán-, tras el suspense que siempre coloca en el penúltimo momento todo proceso negociador al borde de la ruptura, el Gobierno desoirá el tardío consejo de Ibarra y hará las concesiones finales para que, en definitiva, haya Estatuto «como sea».

En cambio frotamos el anillo por su envés y ni Maragall, ni Montilla, ni por supuesto Carmen Calvo llegan ni siquiera a parpadear ante lo que perciben como un soslayable atavismo provinciano, esa insignificante expresión del pelo de la dehesa de la Salamanca despojada y humillada por una ley tan ad hoc -pecado mortal, según Pettit- como la nueva doctrina sobre la concentración energética.

Frotamos el anillo hacia acá y resulta que no habrá trasvase del agua del Ebro que se dilapida en el mar a la España sedienta.Pero frotamos el anillo hacia allá y ocurre que, si los tribunales no lo impiden, en breve se consumará el trasvase desde la ascética Salamanca hasta la exuberante Barcelona de una parte esencial de los bienes culturales comunes depositados junto al Tormes.¿Por qué un Gobierno que se llama socialista ha despojado de estos hectolitros del agua de la memoria histórica a una ciudad mediana, regularmente comunicada y justita de infraestructuras, para enriquecer aún más a la gran urbe mediterránea que disfruta de las inversiones olímpicas, de la abundancia museística o de la proliferación de eventos de toda índole y a la que le sobran resortes para atraer a las elites de investigadores y eruditos que moviliza un archivo? Si las telecomunicaciones de los salmantinos han pasado a regularse desde Cataluña, ¿por qué no podían seguir en Salamanca algunos documentos de los catalanes?

El hecho de que no se haya dictado una norma de general cumplimiento sino que, de entre todos los bienes culturales desplazados desde su lugar de origen por los vaivenes de la Historia, los primeros y últimos que vayan a ser «devueltos» sean esos legajos, extraídos con torpe y precipitada nocturnidad por la ministra de Cultura, debería hacernos reflexionar sobre las motivaciones más íntimas del presidente. Estamos obviamente ante el cumplimiento de la exigencia de un socio parlamentario, pero también tal vez ante un castigo subconsciente -inverso pero equivalente al que el franquismo impuso a las «provincias traidoras»- contra la ciudad que fue capital de los nacionales. Cualquiera diría que, convertido en catalejo del túnel del tiempo, el anillo de Gyges todavía enfoca ante Zapatero aquella Salamanca en la que el César Visionario de Paco Umbral entraba bajo palio en la catedral, Serrano Suñer usaba el presbiterio para negociar ejecuciones e indultos, Millán Astray silenciaba a Unamuno para siempre y los hedillistas se liaban a tiros en la pensión en la que Sancho Dávila se prestaba a acatar el Decreto de Unificación que liquidaba a la Falange, con su famosa pistola de cachas de nácar sobre la mesilla.

¿Pero cómo era la Barcelona del 36 y el 37? Desde luego no el paraíso perdido de la legalidad republicana que, de homenaje en homenaje, nos presentan los herederos de quienes ostentaban el poder de la Generalitat. Y digo que lo «ostentaban» porque la calle les desbordó enseguida y, en palabras nada menos que del sindicalista García Oliver -pronto ministro de la República- «el pueblo, rotos todos los frenos morales, se convirtió en una bestia peligrosa que roba, que incendia, que mata». Entornamos los ojos y vemos a las patrullas de escamots buscando sacerdotes a los que dar el paseo hasta las tapias del cementerio de Montjuic, a los hombres de Angel Ruir, alias Luzbel, asaltando el barco prisión Uruguay para liquidar a los militares sublevados o sublevables, al siniestro Samblancat ocupando el Palacio de Justicia y haciendo de su Oficina Judicial un tribunal revolucionario tan expeditivo como el de Fouquier-Tinville Casi 10.000 personas fueron asesinadas de esta o aquella manera. ¿Es ése el antifranquismo al que Llamazares quiere ahora levantar monumentos?

Aunque todo ello queda debidamente acreditado en la excelente Historia de la Guerra Civil en Cataluña de Edicions 62 que, emulando los pasos de EL MUNDO, empieza ahora a publicar un colega barcelonés, el anillo-catalejo del presidente siempre lo pasa de largo. Su memoria histórica es tan selectiva como su política de alianzas.Las únicas víctimas que, desde esa idiosincrasia, merecen una reparación son las del franquismo y, puesto que él no ha aprendido nunca nada de la derecha, para qué sentarse con este «PP imposible» cuando se puede sustituir el consenso de la Transición por coaliciones similares a las que sellaron el disenso de la Guerra Civil.

Tras contar la historia del anillo de Gyges, Platón se pregunta y nos pregunta si cualquier hombre que tuviera a su alcance un poder tan extraordinario, no terminaría abusando de él como lo hizo el pastor de Lydia. Philip Pettit da por hecho que siempre existirá al menos el riesgo de que suceda así y por eso las tres veces que en su obra Republicanismo menciona el mito platónico lo hace para reclamar «restricciones», contrapesos o cautelas «contramayoritarias» que limiten el libre albedrío del gobernante.

La experiencia española de los últimos años aconseja desde luego esa receta. Aunque no sea lo mismo desbordar los límites de la legalidad que los de la prudencia, lo ocurrido tanto con González como con Aznar demuestra que ni la atrofiada democracia interna de los partidos, ni la división de poderes más teórica que real, ni las instituciones diseñadas como válvulas de seguridad del sistema sirven de nada frente a un presidente del Gobierno decidido a salirse obstinadamente con la suya. Seguimos dependiendo en demasía de la salud o enfermedad del gobernante y ahora nos ha tocado en suerte uno bastante simpático que padece una variedad irreversible de daltonismo en grado agudo. En resumen: un peligro público.