Zúrich, 1916. La neutral Suiza daba cobijo a artistas llegados de toda Europa, esa misma que se desangraba en el campo de batalla desde el verano del 14. En un cabaret con nombre de insigne pensador ilustrado venía al mundo el dadaísmo. Fue aquel el movimiento vanguardista más transgresor. Pura y dura provocación.
Dadá era el azar caprichoso, la descontextualización disparatada, el alarido violento, la destrucción antiartística, el absurdo grotesco. Ni los colores irreales de los fauvistas, ni la descomposición en planos de los cubistas, ni las veloces ráfagas de los futuristas... Ninguna de aquellas maravillosas vanguardias podía competir en rupturismo y radicalidad con el nuevo movimiento alumbrado por Tzara y compañía.
Por aquella ciudad también andaba exiliado Lenin mientras maquinaba su inminente vuelta al ruedo ruso. Casualmente, su residencia se hallaba en la misma calle que el célebre cabaret. De ahí que las malas lenguas digan que la obra más perfecta del dadaísmo, su broma más pesada, fue, precisamente, el comunismo soviético. Incluso en un libro reciente -Lenin dadá, del francés Dominique Noguez- se fantasea con la idea de que el revolucionario hubiese sido el creador de tan curioso término al imaginar que en una de las disparatadas veladas del Voltaire, eufórico y borracho, se levantó de su asiento gritando "¡da, da!" -"¡sí, sí!", en ruso-.
Este año que ahora se nos va hemos celebrado el centenario de aquella vanguardia exacerbada. Exposiciones, conferencias, publicaciones y otros actos conmemorativos se han sucedido con el fin de recordar uno de los movimientos artísticos más influyentes del pasado siglo. Pero, curiosamente, el más auténtico homenaje al dadaísmo no ha venido ni de museos ni de universidades, tampoco de artistas o de eruditos en arte, sino de la tenaz y sorprendente realidad. Parece como si el mundo se hubiese vuelto definitivamente loco, convirtiéndose en el trasunto gigantesco del cabaret zuriqués.
Absurdo, azaroso, disparatado, violento, grotesco... Así se nos ha revelado este 2016, plagado de noticias inesperadas y acciones sinsentido. Veraz y estrepitoso dadaísmo. Como el de un país con casi medio siglo de pertenencia a una comunidad supranacional votando mayoritariamente por el rechazo y el desprecio hacia el resto de países de esa comunidad. O el de esos mismos países, rechazados y despreciados, que en lugar de sumir en el más absoluto aislamiento al ejecutor de la afrenta, le siguen bailando el agua. Irrisorio tambaleo por el escenario del escarnio. Grandiosa velada en un Voltaire con sucursal en Bruselas.
Como feroz y terrible dadaísmo es que un iluminado deje un reguero de sangre, muerte y destrucción a la orilla del Mediterráneo en una festiva noche de verano. Y todavía más dadaísta resulta que ante la acción suprema del arte antitodo, el país y el continente atacados queden expectantes hasta que acontezca la próxima performance extrema, por ejemplo, la del sacrificio de un cura en el altar de su propia iglesia. Obra cumbre de la violencia antiartística trasladada del collage y del celuloide a la realidad más descarnada.
Dadaísta parece ser todo un país del sur de Europa. En él, más de trescientos han sido los días sin gobierno, lo que ha estado a punto de provocar las terceras elecciones generales en tan solo un año, evitadas finalmente con el alto coste de un esperpéntico harakiri protagonizado por el principal partido de la oposición. Por otro lado, el desfile de la clase política por los tribunales de justicia, especialmente de miembros del partido gubernamental, es ya una imagen tan cotidiana como la del flirteo con regímenes autoritarios de algunos que se autoproclaman faro ético de la regeneración política, de ahí que palabras como libertad, justicia o democracia adornando sus bocas carezcan de valor alguno.
A todo ello hay que sumar el hecho notable de que en una región de ese país disparatado y cainita haya calado hasta la médula un delirio independentista basado en falsedades sobre el pasado, mentiras respecto al presente y promesas incumplibles para el futuro. En definitiva, un portentoso ready-made político, ideológico e identitario.
Y con los ojos como platos ha quedado el mundo ante la muy meritoria contribución al año dadaísta que ha protagonizado su principal potencia económica y militar. La elección para ostentar su presidencia de un charlatán bravucón y estrafalario ha logrado superar cualquier expectativa.
El nuevo eje geoestratégico dominante que se augura a tenor de su idilio con el pequeño líder de esa otra potencia que durante tantos años le disputó la hegemonía mundial, convirtiendo el frío teléfono rojo de antaño en algo así como una línea caliente, termina por definir la más osada e imprevisible de las obras dignas de Dadá. Si Tzara, Ball, Huelsenbeck o cualquiera de ellos levantase la cabeza, a buen seguro, el estruendo de su carcajada se oiría hasta en el último rincón de este planeta, el mismo al que ya solo le falta comenzar a orbitar alrededor de la Luna.
Carlos Salas González es profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia.