Si se consigue rastrear y aislar las nuevas variantes, y las poblaciones respetan con paciencia los confinamientos; si se evita el chovinismo en cuestión de vacunas y se inmuniza a los ciudadanos de los países más pobres a mucha más velocidad, es posible que esté arrancando el acto final de la covid-19. Pero hay muchos condicionales en esa frase. Un virus con 30.000 letras en su genoma no debía poder mutar de forma muy eficiente, y sin embargo su expansiva fraternidad hoy cuenta con billones y billones de miembros que van probando su suerte al azar. Incluso si todos los políticos y los ciudadanos actuaran con sensatez, el coronavirus aún podría truncar nuestro sueño de salir de esto.
Pero esta plaga debe terminar, si no este año, entonces el que viene. Cuando así sea, estaremos ante un mundo nuevo que se situará más allá de nuestras reflexiones sobre los éxitos y los fracasos de nuestra capacidad para resistir, del ansia de retomar el contacto y de recuperar eso que John Milton ensalzaba cuando escribió, en 1631: “Nos deleitan las ciudades con sus torres y el ajetreado barullo de los hombres…”.
El nuevo mundo es nuestro futuro, cuando se retome el canturreo del barullo. Los bares, los teatros, los conciertos, las cenas de amigos en la mesa de la cocina. El ajetreo de hombres y mujeres será viejo y nuevo al mismo tiempo y nos emocionará. Pero habremos cambiado y saber exactamente cómo y qué opciones tenemos es un trabajo de la imaginación, que combina esperanza y vaticinio. Yo me he aferrado a dos posibles lecciones aprendidas.
La primera, el cambio climático. Esta pequeña reconstrucción de la ansiedad climática que nos atenaza desde hace 30 años se ha plasmado en solo un año. Tenía un runrún conocido. A menudo, se habían vaticinado pandemias de virus. Algunos Gobiernos habían tomado medidas preventivas de mala gana, pero la mayoría no. Algunos científicos y activistas estaban preocupados. Los demás mirábamos hacia otro lado. En nuestra época, una pandemia parecía algo alarmista, sacado de una película. Estaba en la misma categoría que el impacto de un gran meteorito. Era algo teóricamente posible, pero en lo que no merecía la pena despilfarrar miles de millones. La vida debía continuar.
Ahora estamos dentro de esa película, que es también una rutina de confinamiento, un aburrimiento y, abrumadoramente, una trágica realidad. La covid es un ensayo general de todos los estragos y las desgracias que puede causar la emergencia climática. Hemos visto indicios de un desastre de dimensión planetaria, el avance de la gran película que se avecina. Los países se han visto obligados a pensar en términos mundiales (de momento no lo han conseguido), actuar con astucia científica y gastar dinero. Ahora debemos volver a hacerlo durante mucho más tiempo. Tenemos pocas opciones. Podemos actuar en los años que quedan para intentar mantener la temperatura dentro de unos límites. Podemos emprender grandes proyectos de infraestructuras con la esperanza de mitigar los efectos más dañinos. Si no, subsistiremos en un confinamiento climático eterno, recordando con tristeza cómo era todo antes; y eso, en el mejor de los casos. Mucha gente ya está teniendo que abandonar su hogar. Muchos de nosotros moriremos.
La segunda, el Gobierno. Cuando Ronald Reagan dijo que el Gobierno no era la solución sino el problema, quizá estaba pensando en la inflación. Pero, en el espacio de dos generaciones, sus palabras se han convertido en un axioma para la derecha: el mercado puede hacer cosas, el Gobierno no. Algo a lo que se recurre cada vez que se quiere desmantelar su “modelo social”. Con la pandemia, este axioma se ha quedado aplastado. En EE UU, la patria de la hostilidad contra la intervención estatal, el hecho de que Trump no tomara desde el principio medidas firmes contra la enfermedad ha costado miles de vidas.
En el Reino Unido, el Gobierno de Johnson decidió recurrir a las empresas y gastó miles de millones, en gran parte inútilmente, y en algunos casos con abandono y amiguismo. Tras muchas presiones se ha descubierto que había expertos y asesores poco costosos en la propia Administración.
La pandemia muestra estas dos lecciones. Vemos nuestras desigualdades —raciales, sociales, de oportunidades—, que competen a los Gobiernos. Y eso se mezcla con imágenes de inundaciones, sequías e incendios. Los mercados necesitan unas reglas de descarbonización que deben fijar los Gobiernos, a nivel local e internacional. La esperanza es que las vicisitudes nos hayan preparado, gracias a la constatación de dos simples proposiciones: las catástrofes globales son posibles; y no hay soluciones sin una buena gobernanza.
Ian McEwan es escritor. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
© Ian McEwan 2021. Publicado primero en ‘The Wall Street Journal’. Reproducido con permiso del autor a través de Rogers, Colleridge & White Ltd.