El año en que todo ocurrió

1440 fue quizás el primer año en que un invento cambió el mundo de una forma que llega hasta nuestro presente cotidiano: la imprenta, que permitió la producción masiva de libros y, con el tiempo, incluso, de enciclopedias o periódicos. Menos suele reseñarse, en los libros de Historia, 1958: en ese año, una conjunción de tecnologías dio lugar a la invención del chip, ese artefacto mínimo de láminas microscópicas hechas de silicio, en el que un rayo láser ha trazado millones de laberintos lógicos programables, que capturan y descodifican impulsos del campo electromagnético, los cuales luego amplificados sobre una especie de cristal fluorescente reciben nuestros ojos.

¿Cómo se cruzan en nuestros días estos dos inventos tan diferentes, el libro y el chip? El libro lleva al interior, a cierto ensueño, a la imaginación, da una dimensión de historias y sentimientos prolongados a través del tiempo que hacen la existencia más rica para uno mismo, más fértil si se comparte. La promesa de una historia que nos cambiará la vida, aunque casi siempre se quede en promesa, palpita cada vez que hojeamos un libro; y es un trasunto de esa esperanza, inseparable del ser humano, de encontrar momentos valiosos en la vida. El chip, en cambio, nos proyecta al exterior, a una imagen siempre efímera pero siempre renovada, emite ondas de entretenimiento desde aparatos técnicos prodigiosos, que se nos hacen imprescindibles con su promesa de ruptura instantánea del tedio y de posibilidades sin fin.

El libro y el chip pertenecen a órbitas distintas y pueden parecer antagónicos, tan opuestos como la realidad y el deseo. Tal vez sean contraposiciones ficticias. Después de todo, el deseo, sin realidad, es capricho, ego herido; la realidad sin deseo, lo más plano del mundo. Los dos, la realidad y el deseo, son igual de consustanciales al hecho de estar vivo, y también pueden serlo el libro y el chip, puesto que necesitamos ambos mundos: historias que nos ofrezcan sentido, permanencia, propósito; cambios que anuncien la excitación de un tiempo nuevo, aun si no está muy claro su sentido. Nada indica que en 2017 hayamos dejado de necesitar historias y cuentos, y novedades. La pujanza de series de muchas temporadas y nuestra adicción a comprobar los mensajes en el móvil prueban que hay industrias mundiales de la comunicación que siguen muy atentas nuestras necesidades.

Más perdida, más frágil, se muestra a menudo la gente de la cultura, que es la savia de una sociedad integradora; sus miembros más prominentes tienden a veces a la sobreactuación, a la rebelión sólo de pensamiento y a asumir rutinariamente el rol provocador, o de artista incomprensible, que se espera de ellos, y esto en medio de una enorme confusión entre creación y marketing, en la que ya no se distingue ningún grado entre éxito y marginalidad, o inexistencia.

Hay quien denuncia solemnemente que vivimos en un capitalismo de élites, como si se afirmase algo más que una perogrullada; en cambio, se reflexiona menos sobre si sería más ajustado el término capitalismo de masas. Basta pasear por el centro de cualquier ciudad del mundo para ver las mismas tiendas. Sólo aquello que tiene una demanda masiva mundial justifica y da garantía a la descomunal inversión en capital físico para producirlo, en un círculo virtuoso en el que a más inversión, más abaratamiento del producto, cuya demanda crece, y requiere, cerrando el círculo, más inversión. Nada que objetar a la globalización económica en términos de eficiencia; pero como sus mecanismos se orientan sistemáticamente al mínimo denominador común de lo que demanden las masas, triunfan los atributos que atraen a cualquiera sin pensarlo: lo barato, lo rápido, lo cómodo, ir a la moda. Bien, asumamos que es así como cuadran las cuentas de las multinacionales y que, como ya decía Goethe a principios del siglo XIX, “parece que en el mundo mandan los números”.

¿Qué ha traído, para la comunicación y la cultura, el encuentro de ese capitalismo de masas con el chip, en los múltiples aparatos que desde los sesenta nos inundan? A la Imprenta de Gutenberg siguieron la Reforma de Lutero, la división de Europa Occidental en dos frentes, una libertad de pensamiento perseguida en las hogueras de la Inquisición y guerras devastadoras entre imperios, príncipes y religiones. Sólo tras varios siglos llegarían la Ilustración y la síntesis, que tan felizmente representa la filosofía de Kant, entre orden social y razón pública.

Hoy en día, de algún modo, se percibe de nuevo un Occidente tenso entre extremos: fuerzas de poder anónimo, élites extractoras del corto plazo, dioses del desorden, profetas del populismo, por un lado, tensan la cuerda hacia sus intereses; mientras en el centro de esas tensiones nos mantenemos, se supone, los buenos, no ajenos al malestar y a menudo desorientados y frustrados, pero dispuestos a resistir. Sin duda ésta es una descripción precaria, provisional; sucede que han dejado de existir sistemas sociales, ideologías, signos de identidad o intereses económicos nítidos en las que encuadrar el entendimiento. Quien siga la actualidad internacional encuentra “hombres fuertes”, con carisma en su terreno, escaso discurso claro, enormes dosis de propaganda y que aplican la praxis de que para mantener la estabilidad política es conveniente la estabilidad económica de la población e, imprescindible, el control del relato.

De modo que ese invento revolucionario, el chip, lo que ha traído, en resumen, además de innumerables aplicaciones en la comunicación, ha sido confusión a la razón; y, además, últimamente, episodios de inoculación de sentimientos a las masas, de carácter reflejo, que se propagan como un virus por las redes de esos individuos algo aislados pero hiperconectados, que somos tantos.

Todo cambió en el mundo en 2017, todo el rato pasó o estaba a punto de pasar algo, excepto en nuestras vidas, que también siempre están a punto de cambiar y, sin embargo, pues no, este año tampoco han cambiado, y encima somos un año más viejos… Así que 2017 fue otra vez el año en que todo ocurrió, y al final, no fue para tanto.

Lo que no ha cambiado, por fortuna, es lo que no tiene valor medible, lo que nos une más instantáneamente que la velocidad de la luz, más fuerte que la ley de la gravedad, esas cosas tan simples: la música en una sala sin micrófonos, la buena mesa compartida con alegría, un teatro en el que se persigue el fervor de una verdad. Este querer decirlo todo en una historia, en un artículo, en un café… en una mirada o en un abrazo. Ojalá que eso sí que no cambie, y sin embargo sea distinto muchos días y noches, en 2018. Y que lo sigamos contando.

Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.

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