El año que no ganó «Avatar»

Tiene más garantías de éxito aquél que aspire a ganar un Oscar que aquél que aspire a entenderlos. Año tras año, cualquier cinéfilo del mundo tarda varios días en reponerse del hecho insólito de que la Academia de Hollywood no haya sabido ver y recompensar lo que era evidente, y lo que era evidente para un par de ojos no lo era, al parecer, para varios miles. Unos días después, sí, uno se repone del disgusto. Y varios años después, uno se repone de la vista y le da la razón a la Academia... Hay excepciones (cinéfilos, películas, años...), pero sólo responden a esa ocurrencia que dice que alguien tiene siempre la razón cuando todo el mundo está equivocado. O a un error de perspectiva, pues incluso en esto tan redicho de que el cliente siempre lleva la razón, no es difícil preparase una excepción o una coartada, o si no, que se lo pregunten a los psiquiatras.

Aunque eran diez las películas candidatas este año al Oscar, el doble de lo habitual, sorprendentemente la lucha se había reducido al máximo: era un cara a cara entre James Cameron y Kathryn Bigelow, que estuvieron casados entre 1989 y 1991, lo cual, además de un dato, es una especia rara que ambos habrán sabido, o no, paladear a su modo. También se enfrentaban, lógicamente, sus películas, «Avatar» y «En tierra hostil», dos modelos antípodas de ver el cine, el mundo, la guerra y los engranajes del alma humana.

Las preferencias de la Academia han sido claras, y su veredicto rotundo: ha elegido a Kathryn Bigelow y ha premiado a «En tierra hostil», la guerra de ahora, la de Irak, a la de luego, en ese planeta improbable llamado Pandora. Pero, veamos algunos detalles curiosos del asunto: en «Avatar», un ejército (estadounidense) ha ocupado el planeta y está en guerra con sus nativos, una raza humanoide llamada na´vi..., y la cámara de James Cameron pronto se alía con ellos, con los na´vi, que representan lo natural, lo honrado y lo inocente mientras que los terrícolas son una amenaza para ellos y para sus recursos naturales. En «Tierra hostil» se centra en un equipo de desactivación de explosivos en la guerra de Irak y la cámara de Bigelow es un soldado americano más, respira agitadamente junto a los suyos y rara vez ve frente a ella nada más que sombras: no hay contraplano, no hay un enemigo con una silueta enfocada. Dos modos, como ven, muy distintos de meter la cámara en una guerra y la pata en una Academia.

Kathryn Bigelow se convierte en la primera mujer en ganar un Oscar como directora, y su película, «En tierra hostil», la primera en triunfar allí, en Irak, donde todas antes habían fracasado: títulos como «En el valle de Elah», de Paul Haggis; «Redacted», de Brian de Palma, o «La batalla de Hadiza», de Nick Broomfield, han tratado sin gran reconocimiento esa guerra,y alguna de ellas, como la de Haggis, desde zonas aún más explosivas o emotivas que la de Bigelow, como es el corazón de los padres de un soldado muerto a su vuelta de allí.

Si uno fuera capaz de entender por qué «En tierra hostil» da en la diana de la Academia de Hollywood y por qué no aciertan otras como las mencionadas, tal vez acabaría entendiendo también el hecho de que hace sólo nueve años «Black Hawk derribado», una arriesgadísima y asombrosa película bélica de Ridley Scott, pasara por la ceremonia del 2001 tan sin ser vista como la caja con los sobres lacrados de los premios. Tal vez, en el fondo, un Oscar no sea más que el reflejo de un estado de ánimo colectivo.

El caso es que «Avatar», una película que James Cameron ha hecho con el pensamiento puesto en el ático del rascacielos más alto del Olimpo, se tendrá que ganar de otro modo su derecho a ser el final de una época o la precursora de otra.
A mi modo de ver (y ya digo al principio que tal vez me reponga de la vista con los años), la Academia no sólo ha sido ciega con «Avatar» (culpa, tal vez, de las dichosas gafas), sino que se ha puesto de espaldas a la esencia de sí misma. «Avatar» es al cine lo que la alfombra roja a la ceremonia de entrega de los Oscar: el camino de la fascinación. Como lo hubiera sido también el premiar con un Oscar de interpretación a Carey Mulligan, la deslumbrante y encantadora protagonista de «An education», una actriz que se hubiera calzado cómodamente el zapato de cristal de Audrey Hepburn, quien, a diferencia de ella, sí obtuvo el Oscar en 1953 con su pirueta inaugural en «Vacaciones en Roma». Lo ha ganado Sandra Bullock y un Oscar se agarra con las dos manos. Salvo excepción.

Y la excepción, en este caso, nos arroja una regla. En 1946 ganó el Oscar de actor secundario Harold Russel, quien se interpretaba a sí mismo en «Los mejores años de nuestra vida», un soldado que volvía de la guerra con sus dos manos amputadas. Recogió su Oscar con la excepción, y luego, posteriormente, reveló la regla escondida en sus memorias: al salir del escenario de recoger la estatuilla, se le acercó Cary Grant e inclinándose hacia él le preguntó al oído: «¿Dónde puedo encontrar yo un cartucho de dinamita?»... Sabemos que a Cary Grant nunca le dieron un Oscar y sospechamos de lo que hubiera sido capaz por obtenerlo.

Penélope Cruz consiguió lo que quería, no cargar con el peso de un segundo Oscar, y lo advirtió de ese modo irrebatible por el cual ser natural es la más difícil de las poses. Y el director argentino Juan José Campanella también consiguió lo que quería, un Oscar para «El secreto de sus ojos», la tercera sorpresa de la noche. Sorpresa imaginada y sin asombro, pues no había entre sus rivales ninguna que tuviera tanta complicidad con el corazón del espectador.
Y ahora, dicho todo lo cual, pues sólo queda darnos la puntilla. Sería fácil eludirlo: se busca uno otra frase para acabar con menos carga provocadora y pendenciera. Pero, la mejor manera de librarse de la tentación es a veces caer en ella. En picado: el año en el que no ganó «Avatar» y, ¡estupor!, en el que estuvieron mejor los Goya que los Oscar.

E. Rodríguez Marchante, crítico de Cine.