El año que se rompió el régimen del 78

El año que se rompió el régimen del 78

Un régimen entra en crisis cuando el espíritu general, el Zeitgeist que domina la agenda política y la actuación de actores e instituciones, está marcado por la creencia de que lo importante no funciona bien. Es cierto que no hay consenso en cuánto a qué hay que reformar; ni siquiera en la profundidad ni en el sentido de la situación. Esta ha sido la clave de 2016: la crisis, que no quiebra, del régimen del 78. Pero la crisis no es lo alarmante, sino la ausencia de un proyecto plausible.

La primera ruptura ha sido la del sistema de partidos. El bipartidismo imperfecto que teníamos está en sus peores momentos. El desengaño que produjo el gobierno del PP, que venció en 2011 para recomponer el desastre económico y político de Zapatero, no se tradujo en una renovación de los populares, ni en una aparición del PSOE como la alternativa ilusionante, plausible, que podría volver al poder. Todo lo contrario. Los socialistas depositaron su confianza en Pedro Sánchez, que desordenó la estructura territorial para poner a los suyos, alimentó la podemización de las bases y el frentepopulismo, dio poder municipal y autonómico a los de Pablo Iglesias, se empeñó en una estrategia del “no es no” que tocó lo ridículo, e intentó una investidura fantasma con los independentistas. El PSOE se hundió como alternativa al PP, y el sistema de partidos se rompió.

La decadencia de los socialistas la aprovecharon los populistas socialistas, la gente de Podemos, que han teñido la vida pública de demagogia y odio calculado, coadyuvando como nadie a la infantilización de la política, y a la sociedad del espectáculo.

Los podemitas han marcado en 2016 la agenda política, y no solo por la colaboración de los medios de comunicación, sino porque PP y PSOE decidieron jugar en su terreno con sus conceptos y debatir sus temas. Los de Iglesias han conseguido que ese Zeitgeist contenga un desprecio a toda la Transición, en un ajuste de cuentas con un franquismo que ya no existe, solo para cargar de una supuesta razón histórica su discurso facilón.

Los de Podemos son adanistas porque está en la esencia del populismo, y quieren destruir la legalidad para fundar otra sobre una legitimidad que solo ellos definen, y que curiosamente les da el poder para siempre. Es un autoritarismo demasiado viejo como para que no nos demos cuenta.

El adanismo, tan hijo de la ignorancia como de la maldad, no ha sido exclusivo de Podemos. Ciudadanos quizá sea el fenómeno más interesante de este 2016. Habían conseguido el año antes colocar el concepto de regeneración, algo añejo, dañino históricamente, que incluso utilizó el Aznar de los noventa para combatir la corrupción. La idea era algo como Moralidad y buenos alimentos; porque a su proyecto regeneracionista unieron una política socialdemócrata de esas que siempre aguanta el papel. Ese era “el centro”: consensuar para limpiar, y socialdemocracia, que es el tronco común del PP y PSOE. Pero el partido de Rivera se ha desinflado. A los problemas derivados del paroxismo de lo políticamente correcto, unieron dos trabas: los males de construir un partido nacional a toda prisa, y una democracia interna que al final se ha definido por castings y centralismo democrático. La campaña electoral del 2016, además, fue nefasta, cambiante, inconsistente, simple y mesiánica. Luego vendieron su programa a Sánchez en una investidura fallida, y posteriormente a Rajoy. Vacíos ya de contenido, y ninguneados por los partidos tradicionales, buscan, en tan solo un año, una nueva identidad.

La segunda gran ruptura de 2016 ha sido la del Estado de las Autonomías. Uno de los errores de la Transición fue creer que se podía contentar a los nacionalistas con descentralización y autogobierno. Eso ha servido para que utilicen los resortes institucionales –subvenciones, educación y medios de comunicación- en aras de construir una comunidad homogénea, excluyente, y sin libertad política, donde se ha condenado a mucha gente al éxodo o a la muerte civil. De ahí el golpe de Estado a cámara lenta en Cataluña.

El catalanismo ya no es Víctor Balaguer o Josep Pla –una muestra del regionalismo cultural-, sino la CUP y los Pujol, la tergiversación histórica y el “derecho a decidir”. Frente a esto, y para sorpresa de muchos, la solidez del discurso constitucionalista se tambalea, y hablan de abrir nuevas posibilidades. Así, de nuevo, la aspiración a construir una comunidad imaginada homogénea y armoniosa, la utopía totalitaria de todos los tiempos, gana a la razón y a la libertad.

El conjunto ha producido la tercera gran ruptura de 2016, la del concepto de “democracia” a manos de los dos populismos que sufrimos. Los nacionalistas la entienden solo como votar, y los podemitas han dado una vuelta de tuerca al zapaterismo: la democracia será social o no será.

Podemos solo aspira a construir el “socialismo del siglo XXI” sobre los escombros de la democracia del XX. Para ellos un sistema democrático debe “combatir las desigualdades sociales” a través del despojo fiscal y el cuestionamiento de la propiedad privada. No quieren más Estado, sino otro Estado. La democracia del populismo socialista, así nos lo han contado sus políticos y sus periodistas, es repartir la riqueza y hacer necesaria la intervención pública para sostener los derechos de “tercera generación”: luz, calefacción, vivienda, medioambiente y autodeterminación de los pueblos, entre otros.

Más ingeniería social. En un féretro quedan la separación de poderes, la representación y los derechos individuales –los únicos que existen-, como pilares de la democracia histórica y de la libertad política. No descartemos que el próximo eslogan electoral de Pablo Iglesias sea aquello que dijo Lenin a Fernando de los Ríos en 1920: “¿Libertad? ¿Para qué?”.

El gran resultado de las rupturas de 2016 ha sido la creciente desafección hacia la política y los políticos, hasta el punto de que Felipe VI, quizá extralimitándose, pidió a los partidos que no aburrieran a los españoles con unas terceras elecciones. El espectáculo de las investiduras fallidas, las negociaciones, los egos mesiánicos, o la defenestración espectacular de Sánchez, en medio de la corrupción y la mediocridad general de la clase política, han sido la muestra de la crisis de un régimen que se ha roto pero que tiene arreglo, y que pide una buena reforma en el sentido democrático liberal clásico. El resto es política menuda.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.

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