El apego al poder de la derecha

En todas las campañas electorales acostumbran a aparecer las mejores y las peores calidades de los partidos políticos y de sus candidatos. También ponen al descubierto las miserias que anidan en las grandes formaciones ideológicas que se disputan el voto de los ciudadanos. Y no es difícil percibir algunas tendencias que configuran las principales opciones del sistema de partidos políticos vigente.

En una situación de crispación y en unas elecciones que se presentan como las primarias de las próximas legislativas españolas, estas tendencias logran su trazo más gordo. Pese a que la campaña debería centrarse en los problemas cotidianos de los ciudadanos (vivienda, corrupción urbanística, precariedad laboral, paro, seguridad, infraestructuras, carencia de residencias mixtas para la tercera edad, inmigración y un largo etcétera), el tema estrella inicial ha sido la legalización de las listas de la izquierda aberzale vasca.

Es la consecuencia directa de la conculcación por parte del PP del Pacto por las libertades y contra el terrorismo, que establece que la política antiterrorista compete en exclusiva al Gobierno.

Pero todo vale, porque el apego al poder todo lo justifica, incluso la pérdida del sentido de Estado, el menosprecio a las palabras del Rey que, al comentar el acuerdo histórico de Irlanda del Norte, ha legitimado los esfuerzos de Rodríguez Zapatero por sacar adelante el proceso de paz en Euskadi, y la utilización de la correa de transmisión del PP, la Asociación de Víctimas del Terrorismo de Francisco José Alcaraz, para convocar manifestaciones en plena campaña contra la excarcelación de Iñaki de Juana Chaos.

El apego al poder es, sin duda, legítimo y la principal razón de existencia de los partidos políticos. Pero conviene también encuadrarlo dentro de unos límites como el sentido del Estado y de la responsabilidad política, las necesidades reales de los ciudadanos y un cierto pudor en el momento de presentar los proyectos políticos a los votantes. Pues bien, el PP, con una obsesión enfermiza por volver a la Moncloa, parece haber sobrepasado todos estos límites a fin de infringir una derrota premonitoria al partido del Gobierno.

Y todo vale para conseguirlo. Así, la candidata a renovar la presidencia en la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, no ha dudado en protagonizar varias inauguraciones de hospitales (Vallecas, Aranjuez, Parla) que no estaban acabados y que, en algunos casos, no entrarán en funcionamiento hasta finales de año. A Parla se transportó una incubadora para que se pudiera hacer la foto de rigor. La incubadora en cuestión fue retirada dos horas después en el mismo camión en el que había llegado.

Pero donde, sin duda, se franquearon todos los límites fue en Valencia, cuando el magnate de la fórmula 1, Bernie Ecclestone, condicionó la inclusión de la ciudad en el circuito de los grandes premios automovilísticos a la victoria de Francisco Camps, presidente de la comunidad, y Rita Barberá, alcaldesa de la ciudad. Y Camps no solo no denunció esta intromisión inaceptable en una campaña electoral, sino que remachó todavía más el clavo de la falta de principios al afirmar que "hay partidos que dan credibilidad y otros que no lo hacen. Si el jefe de la fórmula 1 --y las intrigas del yerno del ex presidente Aznar, Alejandro Agag, podríamos añadir-- dice que tiene confianza en una persona y en un partido, es algo de lo que tenemos que estar orgullosos; pero si dice que no la tiene en otros partidos, es algo que debería mover a algunos a la reflexión. Simplemente, insuperable.

El PSOE y también IU, utilizan argumentos que poco o nada tienen que ver con un proceso electoral municipal y de 13 comunidades autónomas, como emperrarse en sacar réditos de la posición contra la ocupación de Irak o las mentiras con que el PP gestionó la información tras los atentados del 11-M. Pero, en cualquier caso, no son argumentos asentados tan claramente en la mentira, la manipulación o el apego al poder a cualquier precio.

Para el PP el poder resulta esencial para seguir manteniendo el control de aquello que la derecha más rancia ha considerado siempre su patrimonio exclusivo, España, donde, históricamente, está acostumbrada a hacer a su antojo según sus intereses económicos y políticos. En cambio, la izquierda, inclusive la más centralista y jacobina, peca, en general, de una cierta ingenuidad y de un pudor --que le faltó en los últimos gobiernos de Felipe González-- que a algunos puede resultar poco eficaz electoralmente, pero que muchos consideran un capital político de primer orden, ya que en un mundo de ideologías vacías es justamente lo que marca la diferencia.

Afortunadamente, en Catalunya, por ahora y salvo el exabrupto xenófobo que en forma de vídeo ha protagonizado el PP en Badalona, donde relaciona inmigración, delincuencia e inseguridad, la campaña mantiene una pulcritud de formas que merece conservarse como un capital político que conviene no malgastar.

Antoni Segura, catedrático de Historia de la UB.