El apoliticismo catalán

Agustí Calvet, que firmaba como Gaziel, director que fue de La Vanguardia de 1933 hasta 1936, es sin duda el publicista que desde un catalanismo conservador, inspirado en Prat de la Riba, ha sido tal vez el que con mayor tino ha reflexionado sobre el carácter catalán. Arranca de dar cuenta de que en Cataluña hasta los mayores éxitos al final se convierten en rotundos fracasos. “Ello se debe, creo yo, a nuestro exclusivismo, a nuestro acantonamiento, a la avara provertá de nuestras concepciones políticas, el vicio racial más grave de todos los nuestros, que consiste en no saber enfocar y proyectar en grande lo que sentimos hondamente en pequeño”. Si a Castilla se caracteriza por un “personalismo expansivo”, en cambio, Cataluña cuando quiere “acusar su personalidad se achica y se encoge de una manera inverosímil”.

Vicio que provendría de un individualismo al que solo importa aquello que le concierne directamente. “Cuando las cosas no andan como él quisiera, en vez de luchar por enderezarlas a su gusto, se enfada en seguida, protesta y se marcha. Lo que le cuesta menos en este mundo es inhibirse. Individualismo rabioso, a menudo poco sociable, y además desacostumbrado de todo mando en la cosa pública, tras largos siglos de ir a remolque de un Estado que no le satisface, define su patriotismo por eliminación. Descartando una a una las muchas cosas que no cree suyas, porque siempre las vio en manos ajenas, sin atinar jamás en que él también podría conquistarlas, como las conquistaron otros con su esfuerzo”.

El apoliticismo catalánUn individualismo acérrimo que solo se ocupa de los negocios propios sería la causa del desentenderse de las instituciones públicas, con lo que el poder político queda siempre en otras manos. Como no puede sentirse a gusto en un Estado que no controla, separarse se presenta como la opción preferida.

En los dos últimos siglos Cataluña habría vivido ante el dilema de tener que intervenir en el Estado español para acoplarlo a sus necesidades, o bien retirarse de la contienda con la separación. “Pero el separatismo es políticamente, para Cataluña, algo mil veces más difícil que el intervencionismo... el separatismo requiere, como obra humana, como problema a resolver y plan a ejecutar, un esfuerzo infinitamente mayor que el exigido por el intento de influir en la marcha del Estado español y modificarlo”.

El indidualismo —nada existe fuera de mi persona y de mis intereses— suprime de raíz la acción política que ha de tener siempre una perspectiva y un sujeto colectivos. El catalán renuncia a intervenir en un Estado del que históricamente se ha mantenido alejado y que cada vez le resulta más incómodo. Algo que paga al alto precio de dejarlo en otras manos. Cuando sufre todas las desventajas de encontrarse en uno ajeno, separarse le parece la única solución adecuada.

Ahora bien, recalca Gaziel, conseguirlo es una empresa mucho más complicada, y sobre todo mucho más arriesgada, que la que hubiera sido implicarse a fondo en la política española para construir una España más al gusto de todos.

“De inhibición en inhibición, el catalán descontento cae sin darse cuenta en el separatismo”. “El separatista cree que es imposible entenderse con el resto de los españoles, y para remediar esta situación, propone una cosa más difícil todavía, que es el desentenderse violentamente de ellos. No se siente capaz de hacer el esfuerzo necesario para influir en España, y en cambio sueña con el gigantesco propósito de escapar en absoluto a su influencia formidable. Para salir de una dificultad, crea otra mayor. Pero ¿si faltan fuerzas para resolver la más pequeña, cómo van a tenerse para la máxima? Por esto el separatismo ha sido siempre en Cataluña una pura negación estéril”.

“¿Se habrá entendido, al fin”, se pregunta Gaziel, “que no nos queda más remedio que colaborar con Espña, influir en España para no tener que apechugar callando todo lo que pueda derivarse de nuestra ausencia en el Gobierno de España?”. Cataluña no debe continuar siendo el niño que se niega a jugar con los otros, y cuando se queda solo se retira enfurruñado.

Su amor crítico a Cataluña no le impide, al revés, le incita a revelar sus vicios y flaquezas. Quien bien te quiere te hará llorar. Una muestra, entre muchas que podrían escogerse en sus artículos. “Cataluña fue, entre todas las tierras de España, la que más contribuyó al advenimiento de la dictadura (de Primo Rivera). Durante los seis años largos de su duración, Cataluña ha sido la que menos hizo por derribarla”.

Un diagnóstico escrito en febrero de 1930 encaja perfectamente en el momento actual. En vez de luchar por la España que hoy le gustaría a Cataluña, como a muchos otros españoles, se inventa una en la que, pese a siglos de convivencia, poco tuvieran que ver la una con la otra.

Se crean dos ficciones, una España, a la que manifiestan querer mucho, pero por completo distinta de una Cataluña, con una historia, una lengua y una cultura propias. El separatismo empieza por contraponer España y Cataluña como dos identidades distintas, cuando España incluye a Cataluña, como incluye a Galicia o Andalucía.

Mi experiencia como catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona y, por tanto, como funcionario de la Generalitat, me reveló una Cataluña muy alejada de la que había fantaseado desde la lejania. Cierto, reconozco la mayor pujanza de la sociedad civil catalana y, pese a la presión de las instituciones controladas por el nacionalismo, quiero subrayar la tolerancia y liberalidad con que los catalanes tratan a los que no podemos comunicarnos en su lengua.

Con todo, viniendo de largos decenios en Alemania, en Cataluña tuve que enfrentarme a aspectos en el fondo tan carpetovetónicos como los vividos en el resto de España. No dispongo del espacio, ni es el momento, para contar infinitas anécdotas.

Las diferencias regionales en España son de mucho mayor calado que las de la uniformada Francia o las de Portugal, una nación sin mayores diferenciaciones internas, aunque el buen conocedor seguro que las sabría detectar en ambos países. Empero, el problema de la España de hoy no es tanto su pluralidad cultural o nacional, como se quiera decir —al contrario, la fortalece— sino el no saber por qué regiones tan distintas han de permanecer políticamente unidas.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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