El árbol de la lengua

La lengua es un árbol, y su fruto, la palabra; lo decía con términos parecidos a estos a final de la Edad Media esa historia caballeresca entre real e inventada que es el Victorial. Siglos después, seguimos sin percibir la profundidad intelectual de las raíces de ese árbol y las posibilidades infinitas de los frutos que nos ofrece. Advertiremos su magnitud cuando entendamos que la lengua es la mejor herramienta que el ser humano ha sido capaz de crear y alimentar; apreciaremos su grandeza cuando comprendamos que narrar puede hacernos revivir la cólera de Aquiles y que la seducción perfecta es la que se sostiene sobre las palabras; cuando seamos conscientes de que la palabra puede ser la que prende y la que apaga el fuego; cuando leamos por placer y cuando no solo escribamos por obligación; cuando nos esforcemos por hablar con la justeza que cada entorno nos exige, sin confundir pedantería con riqueza lingüística ni imprecisión con llaneza.

Cuando los niños jueguen con el vocabulario y aprendan a usar los diccionarios en papel, saltando por sus páginas como quien picotea eligiendo lo mejor de una cosecha. Cuando nuestros estudiantes no digan no sé explicarme, cuando el desarrollo de la expresión oral y escrita sea un compromiso para todos los docentes, impartan la asignatura que impartan. Cuando sepamos estimar en los centros educativos la potencialidad del plurilingüismo de los migrantes; cuando desde las aulas seamos capaces de entrenar críticamente la sensibilidad del alumnado ante el paisaje lingüístico de las calles. Cuando no observemos la ortografía como corsé, sino como consenso, como el mejor código para que nuestros libros y textos viajen por todo el mundo sin visado previo; cuando la gramática sea un motor de conocimiento y análisis y no el fin último de la enseñanza lingüística.

Cuando nos creamos de verdad que no hay lenguas mejores que otras. Cuando no asociemos la superioridad de una lengua a tener un sistema gráfico ni pensemos que tenerlo convierte a una variedad en una lengua. Cuando no liguemos la capacidad de un idioma a su número de hablantes. Cuando aceptemos que la lengua que no cambie será la próxima dueña del cementerio; cuando respetemos lo recibido de igual forma que valoramos lo creado novedosamente. Cuando consideremos que la pureza lingüística es tan peligrosa como la pureza racial. Cuando asumamos que muchos de los extranjerismos que hoy usamos se irán y que otros muchos se quedarán; cuando nos enteremos, por fin, de que ambos procesos dependen de la voluntad de los hablantes, porque la lengua no existe fuera de nosotros.

Cuando dejemos de creer que lo que no está en el diccionario no existe; cuando admitamos que el diccionario no puede cambiar la realidad sino fotografiarla. Cuando consideremos que los lingüistas no se dedican a perseguir a los hablantes por hablar como hablan; cuando dejemos de pensar que para enseñar una lengua basta con ser nativo. Cuando haya correctores de estilo en las empresas de comunicación y se reconozca el nombre del traductor en todos los libros traídos de otros idiomas. Cuando escribir un artículo científico en inglés dé más visibilidad, pero no más prestigio que hacerlo en español; cuando nuestros políticos se percaten de que investigar sobre lingüística es también hacer ciencia.

Cuando nos demos cuenta de que quien engaña con las palabras va a ser capaz de trampear con las cuentas y las leyes. Cuando dejemos de identificar el cuidado lingüístico con ser políticamente conservador y la creatividad lingüística con ser políticamente progresista. Cuando entendamos que desdoblar el género es una opción personal que no arruina a la lengua y que no desdoblarlo es igualmente una opción personal que no tiene por qué suponer un ataque al feminismo.

Cuando nos olvidemos de la idea de que a un país le ha de corresponder una sola lengua; cuando asimilemos que las comunidades bilingües de España no deben hacerse monolingües, ni de una lengua ni de otra. Cuando respetemos que a esto que escribo unos lo llamen castellano y otros español; cuando comprendamos que, aunque esta lengua nació en Castilla, es mucho más que ese castellano de los orígenes. Cuando conozcamos las variedades del español en el mundo. Cuando hablar con acento del sur no te dé menos posibilidades que hablar con acento del norte, porque seamos conscientes de que ser de un lugar o de otro no garantiza un mejor uso lingüístico. Cuando comprendamos que las lenguas son patrias que cobijan; cuando la lengua no sea ni la jaula ni el ariete.

Entonces, nuestra cultura lingüística corresponderá a las inmensas capacidades de nuestra lengua. Entonces, y solo entonces, estaremos como hablantes a la altura de ese árbol gigante que nosotros mismos hemos creado.

Lola Pons Rodríguez es profesora de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *