El archipiélago universitario

En 2010, el sistema universitario público español obtuvo 401 patentes. Robert Samuel Langer, un investigador químico del Massachusetts Institute of Technology (MIT), él solo, tiene 810, más del doble. Tomo la referencia del informe elaborado por la comisión ministerial de expertos para la reforma de nuestra universidad (Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español), un relato sensato, serio y sombrío sobre la academia española.

En España y redondeando los números, millón y medio de estudiantes cursan 2.500 grados (las antiguas licenciaturas), 3.300 másteres y 1.500 doctorados; los números delatan la desmesura. Hay otros excesos clamorosos, como el caso de una universidad pública española que ofrece estudios de Derecho en cuatro centros diferentes situados en cuatro provincias distintas. En este país, la provincia sigue siendo la unidad de cuenta de los servicios públicos, la medida de todas las cosas.

Siempre han faltado criterio y selección: para la comisión, todas las universidades se parecen demasiado, todas hacen mucho de lo mismo y algunas, como acabo de escribir, lo hacen varias veces. Por esto, concluye, en los rankings al uso, ninguna de ellas figura entre las 100 primeras universidades del mundo.

Las autoridades académicas suelen defenderse alegando la irrelevancia de los rankings y nuestra insuficiencia crónica de recursos. Pero si fuera así, las carencias afectarían también a países no tan alejados del nuestro en renta y riqueza —como Israel, Brasil, Taiwán o Corea del Sur—, pero que tienen universidades muy destacadas. Más significativa es la objeción de que, vistas de cerca, muchas de nuestras universidades cuentan con centros, enseñanzas y equipos extraordinarios, como las magníficas facultades de Ciencias y Medicina en Barcelona, o el exquisito y críptico CFIS de la Politécnica catalana. Un estudio empírico muy reciente, a cuyo contenido la comisión no ha alcanzado a acceder, resalta la creatividad contrastada de los graduados norteamericanos en dos carreras: sus estudiantes construyen puentes entre ambas y los cruzan una y otra vez, con resultados espectaculares, algo que en España también ocurre y que el mercado lleva una década detectando (The Chronicle of Higher Education, edición del 16 de marzo de este año). Por eso me parece aberrante que, en nuestras latitudes, al estudiante español que quiere cursar un segundo grado le suban las tasas de matrícula.

Implacable, la comisión aboga por la recentralización ministerial de los concursos de selección de catedráticos de universidad: comisiones nacionales —cuyos miembros serían sorteados entre pools integrados por los investigadores mejor considerados por otras comisiones ministeriales— decidirían quiénes habrán de ser los profesores funcionarios del futuro. No es una buena metodología, me atrevo a oponer. La suerte, incluso entre seleccionados, es un criterio inaceptable para cualquier persona u organización que conforme equipos, y las comunidades de investigadores son tales.

Y es que si el énfasis de la comisión por primar la investigación es loable, su fe en que la recentralización de la universidad española conseguiría tal objetivo resulta inexplicable, al menos en términos históricos: la grisura asfáltica y gremial de las universidades públicas españolas es la consecuencia de políticas universitarias entusiásticamente patrocinadas por sucesivos ministerios españoles de derechas y de izquierdas. El criterio, que la comisión ahora quiere cambiar, de que el rector sea elegido por los gremios de funcionarios proviene de un Gobierno conservador. El baremo, también denostado por la comisión, conforme al cual los méritos de docencia y de gestión pesen casi tanto como los de investigación en las acreditaciones para cátedras lo inventó un Gobierno de izquierdas. Pensar ahora que los nuevos ministerios serán intrínsecamente benéficos roza la ingenuidad.

Con todo, es difícil discrepar de bastantes de las propuestas concretas de la comisión. Así, la exigencia de evaluaciones externas de las universidades, o la petición de que el marchamo de excelencia se dé a unas pocas —no a más de la tercera parte de ellas, como ha ocurrido en el caso español—, o la apelación por dejar un solo y único órgano de gobierno universitario —que, además, designe al rector—, la reivindicación de la calidad y la investigación, todo está muy bien. Y la idea rectora del informe es indiscutible: hay que primar la investigación y la innovación. El problema es la manera de conseguirlo.

La comisión tiene mucha fe en el sistema británico de evaluaciones de excelencia investigadora por redes de paneles dependientes de consejos encargados de financiar a las universidades. Los paneles evalúan los trabajos de los universitarios y les dan más o menos puntos cuya suma decide la cuantía de recursos asignados a cada universidad. El sistema es menos centralizado que el español y bascula en torno a la investigación en lugar de hacerlo en el número de alumnos, pero es tremendamente complicado: hay 36 paneles, con más de 30 miembros cada uno. Pensarán ustedes que es deriva de profesor periférico, pero creo que si nos dejan organizar nuestra propia política universitaria, de acuerdo con líneas estratégicas de política científica consensuadas en España y Europa, cada palo aguantará su vela y nadie se quemará los dedos. Ponga el poder los incentivos y deje elegir a las universidades.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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