El arma secreta de Sánchez

El sistema (de hecho) bipartidista de la Transición nos ha ofrecido el más largo periodo de estabilidad política y de progreso económico y social que se recuerda en la historia de España de los últimos siglos. Pero el electorado, queriendo añadir un castigo a la corrupción además de la condena penal, ha producido un nuevo escenario en el que tiene una posición de gran preeminencia Podemos, cuya escasa devoción por nuestro sistema democrático y los valores que cimentan la Unión Europea es notoria. Yo no creo, sinceramente, que haya sido un logro memorable de nuestro electorado.

Resulta sorprendente que los partidos tradicionales, que representan una sustancial mayoría del electorado, no hayan cerrado filas para sostener el bipartidismo que tan beneficioso ha sido para nuestro país. Por el contrario, uno de ellos, el PSOE, se ha opuesto desde el principio a esa posibilidad haciendo una confusa propaganda de la necesidad de derogar, con carácter general y sin mucha precisión, la perversa actuación del Gobierno del PP y de reformar, con menor precisión aún, la actual organización territorial del Estado. Esto justifica a juicio del PSOE un gobierno de las «fuerzas progresistas» (con un ámbito «plurinacional», se apresuran a matizar desde Podemos), excluyendo al PP de cualquier posible participación en la nueva política redentora, y aplicándole con todo rigor el extrañamiento de la Roma primitiva a los mayores delincuentes.

Se trata de una medida de sectarismo extremo que tiene una larga tradición en la izquierda española. Comienza con el «Maura no» –donde ya participó el PSOE como artista secundario– y había tenido su última manifestación en el nefando pacto del Tinell, que ya protagonizó como actor principal. El sectarismo de la izquierda se asienta en un sentimiento de superioridad moral, que pudo tener cierta justificación en los días del capitalismo salvaje de la revolución industrial, pero que carece de sentido en una democracia moderna que asegura un régimen de bienestar social. Pero aun siendo notoriamente falsa, esta superioridad moral se defiende en la izquierda como un dogma infalible e irrenunciable, que justifica cualquier disparate por muy obvio que sea.

Ha quedado así fijado un escenario en el que, excluido el PP de cualquier papel, los protagonistas principales son el PSOE y Podemos –no necesariamente en ese orden de importancia– con la imprescindible colaboración de los partidos nacionalistas, para asegurar la investidura del señor Sánchez por mayoría simple en una segunda votación. Subido el telón se ha producido la primera sorpresa, ¡ohhhh! ¡Los compañeros de Podemos son arrogantes hasta el extremo de pedir la vicepresidencia del Gobierno para el señor Iglesias y una serie nada desdeñable de ministerios! Pero ¿dónde está lo sorprendente? ¿No aportan acaso los de Podemos más de un 40% de los diputados del núcleo duro del pacto? ¿Por qué razón no iban a reclamar un número proporcional de carteras? Y si de votos se trata, ¿no es considerablemente superior el conjunto de los de Podemos e IU (que ya se los ha ofrecido) que los del PSOE? De hablar de arrogancia habría quizás que mirar al otro lado del escenario. La sorpresa del PSOE tiene tan poca justificación como la del que mete al zorro en el gallinero y se escandaliza luego del desastre.

Podríamos concluir, erróneamente, después de este primer acto, que, salvo que acepte concurrir a unas nuevas elecciones, el PSOE quedará sometido a la infamante humillación impuesta por Podemos y, condenado durante toda la legislatura a aceptar la voluble voluntad de sus asambleas y mareas, como ha sucedido en Cataluña. Pero lo cierto es que por muy disparatado que sea el pacto al que lleguen PSOE y Podemos, por muy extremas que sean las exigencias de Podemos, por muchos ministerios y prebendas que obtengan en la negociación, una vez proclamado el señor Sánchez como presidente del Gobierno, suyo y solo suyo será el poder de gobernar. De acuerdo con el artículo 113 de la Constitución, solo podrá ser separado de su presidencia mediante una moción de censura constructiva, que exige la aprobación por mayoría absoluta con la inclusión de un candidato a presidente que ha de ser votado junto con la moción. ¿Quién formaría esa mayoría absoluta? ¿PP y Podemos? No parece probable. ¿PP y Ciudadanos? No llegan.

Por tanto, no parece fácil descabalgar al Sr. Sánchez ¿Y qué pasará entonces con la vicepresidencia y los ministerios de Podemos? Si no dimiten los puede destituir el presidente por su sola voluntad. ¿Y qué pasará entonces con la aprobación de las leyes? Si Podemos no les da su voto por no ser excesivamente progresistas, nos resignaremos a convivir con las que hay, debidamente completadas con decretos y órdenes ministeriales, y en alguna ocasión, como sucedió con la reforma del artículo 135 de la Constitución impulsada por Zapatero, con el voto del PP. ¿Ciencia ficción? Eso es lo que era hace un año la irresistible ascensión de Podemos. ¿Gobierno difícil? Sin duda, pero mejor que quedar diluido mas aún en unas nuevas elecciones. Gobernar en equilibrio, con la solida red del artículo 113 de la Constitución, dará al PSOE la posibilidad de quedar como paradigma de la sensatez (progresista, desde luego) frente a la extrema izquierda de Podemos y la execrable derecha del PP.

¿Y de los pactos de investidura, que? Dígame usted, que pasará con los pactos de investidura sellados con la sangre progresista de las CUP, las Mareas y demás compañeros mártires del progreso. Pues mire usted, llegado el momento, desde el banco azul, solemnemente, el señor presidente del Gobierno, blandiendo un ejemplar de De Legibus de Cicerón, y mirando a la bancada de enfrente, proclamará: «Salus populi, suprema lex esto». (Aplausos atronadores). Aunque por dentro, en realidad, estará recordando el menos edificante principio de Talleyrand: «La palabra es un don que se nos ha dado para disimular la verdad» mientras dedicará un recuerdo emocionado a los padres de la Constitución de 1978, que sin duda tuvieron presente la conveniencia de partidos fuertes para facilitar el desarrollo de la nueva democracia. Este si fue un logro memorable por parte de los padres de la Constitución.

Daniel García-Pita Pemán, jurista.

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