El aroma del privilegio

Empleadas domésticas que se levantan las primeras y se acuestan las últimas para atender a sus patrones; generosas meriendas al aire libre y lúdicas cacerías; cabezas de animal y animales completos disecados; mujeres trofeo, riendo con aparente vacuidad las gracias de sus maridos; licores y biberones en festiva promiscuidad, entre ceniceros humeantes, sobre el mobiliario macizo de una hacienda familiar…

Más allá de la complejidad y los matices de la historia que narra Alfonso Cuarón en Roma, el universo en blanco y negro que recrea la película resulta sumamente oportuno en el actual debate político e ideológico en España. Cuarón expone con finura la estética de ese orden social de antaño, basado en el privilegio racial, social y de género que algunos partidos parecen querer recuperar. Un orden en el que cada uno sabe su sitio desde la cuna, lo cual permite a las clases privilegiadas cohabitar con las menos privilegiadas en una dinámica pretendidamente armónica, como la que defendía el ideólogo falangista José Luis de Arrese. En La revolución social del nacional-sindicalismo, Arrese exalta las virtudes de la convivencia de diferentes clases sociales en un mismo inmueble, poniendo como ejemplo al hojalatero Señor Cruz, que vivía con su familia en la buhardilla cuando le ofrecieron un piso más amplio en un barrio de clase trabajadora: si bien, reconoce Arrese, el Señor Cruz iba a poder vivir con más holgura, “echará de menos aquel ambiente patriarcal de la casa de la ciudad, aquellos pitillos que se cambiaba con el señor, aquellas charlas de igual a igual y aquellas chapuzas en las que se permitía el orgullo de no cobrar”.

Sin el arte y la finura de Cuarón, el vídeo de campaña de Vox en Andalucía, en el que aparece Santiago Abascal montando a caballo junto con un nutrido grupo de hombres y alguna mujer, evoca la escenografía de un paseo por el cortijo o una cacería. El vídeo subraya el talante recio del terrateniente convertido en líder, elevado física y simbólicamente a lomos de su animal. Llama la atención la sobriedad del paisaje: apenas se atisba vegetación. El carácter un tanto indefinido de las “tierras andaluzas” del corto permite identificarlas con un imaginario más genérico de esa España de alcurnia que luchó contra los infieles. Puede que el vídeo ilustrara el encuentro de Abascal con agricultores y ganaderos andaluces, pero el eslogan que acompañaba su publicación en Twitter aludía, inequívocamente, a la Reconquista.

Mantiene Eduardo Subirats en El continente vacío (1994) que la Reconquista, “con sus mismos valores ético-militares, su mismo ideario de un universalismo represivo y su misma racionalidad”, culmina en la conquista de América. La Reconquista española fue, desde esta perspectiva crítica, la antesala de “la proyección civilizadora hacia ultramar”. La sociedad colonial que emergió al otro lado del Atlántico se construyó sobre el sometimiento y la explotación de la mano de obra indígena en grandes latifundios. Se fundamentó en la evangelización (forzada) de la población infiel y la segregación racial y espacial entre núcleos urbanos señoriales para las élites españolas y criollas y unas periferias urbanas crecientemente modestas para la población indígena conforme uno se alejaba del centro. Ciertamente, la propia dinámica urbana terminó alentando el mestizaje, pero nunca borró del todo el principio segregador que se mantiene hasta nuestros días.

Siglos más tarde, el franquismo se reapropió de la empresa imperial española de los Habsburgo en forma y espíritu. “Belleza, técnica y dogma”, debían inspirar, en palabras de Diego de Reina, el estilo de la Nueva España que emergía de las ruinas de la Guerra Civil. Encontró su mejor fuente de inspiración en la estética colonial hispanoamericana. Se reconstruyeron pueblos siguiendo la traza ideal de las ciudades de ultramar, comenzando siempre por la plaza mayor con su Ayuntamiento, iglesia y cuartel de la Guardia Civil. Todo ello en un estilo genérico neoimperial con pequeñas variaciones locales, respetando una jerarquía simbólica de materiales en la que la piedra encarnaba a los cristianos y nacionales, y el ladrillo, a los infieles y rojos. El ladrillo debía estar, escribía Ernesto Giménez Caballero, literal y metafóricamente, “en su sitio estricto; encuadrado y vigilado, pero utilizado”.

Quizá por ello, porque el repertorio estético hispánico del privilegio ha viajado de uno al otro lado del Atlántico hasta época reciente, el imaginario que recrea Cuarón nos resulta tan familiar. Estéticamente, Roma podía haberse desarrollado en la España de los primeros años setenta. Políticamente, no. A pesar de la Masacre de Corpus Christi, la brutal represión de una manifestación estudiantil por el Gobierno del PRI con ayuda del grupo paramilitar Los Halcones en 1971 y que Cuarón recoge en su película; México era en ese momento y desde la segunda mitad del siglo XIX una república federal laica y, formalmente, una democracia representativa. No en vano, más de 20.000 exiliados republicanos españoles encontraron refugio allí.

Roma retrata un orden social que naturaliza el privilegio de los varones. “No importa lo que te digan, siempre estamos solas”, le confía Sofía a Cleo, su empleada doméstica, de origen indígena, y verdadera protagonista de la película. A la primera, su marido la ha abandonado con sus hijos. La segunda está embarazada sin desearlo de un joven que no quiere saber nada de ella tras conocer que es el padre. Sofía asume el papel de proveedora y toma un trabajo en una editorial. Puede hacerlo porque otras mujeres —la abuela y las dos empleadas, Cleo y Adela— se responsabilizan de las labores domésticas y la crianza de sus cuatro hijos. En realidad, ni en México ni en España las cosas han cambiado tanto desde esos primeros años setenta en los que, pese a la incipiente emancipación de un sector minoritario de mujeres, los fundamentos del patriarcado permanecían intactos. La diferencia entre el discurso político dominante en las últimas décadas y el actual discurso neorreaccionario es que, además de negar contra toda evidencia una violencia específica contra las mujeres, niega el carácter injusto del desigual reparto del trabajo doméstico y de cuidado entre los sexos y abandona cualquier vocación de eliminar esta desigualdad estructural.

Conviene resaltar que, pese a los paralelismos en retrospectiva entre las sociedades española y mexicana, y como pone de manifiesto la subtitulación de la película al español peninsular en las salas de nuestro país, la jerarquía entre la vieja metrópolis y su colonia se mantiene. Y es que el supremacismo es, por naturaleza, jerárquico o, dicho de otro modo, opera en cascada. En una de las escenas de la película, Sofi, la hija de la familia, cuenta que Leslie, una de las amistades gringas con quienes van a pasar la Nochevieja, le “hace sentir como que huele feo”: los gringos se sienten superiores a los mexicanos blancos; y estos, a los mexicanos mestizos e indígenas, y estos últimos, a los migrantes centroamericanos que se hacinan, actualmente, en la frontera con Estados Unidos… No es difícil trasladar el esquema a este lado del Atlántico, donde algunos europeos del norte se sienten superiores a los europeos del sur, quienes, a su vez, se sienten superiores a los magrebíes, y así en una secuencia, potencialmente, interminable. El aroma del privilegio no es tan universal como quizá piensan los que se sienten ungidos en él. Siempre hay alguien que cree que huele mejor.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

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