El arreglo

Si los autos judiciales fueran multimedia todos los ciudadanos interesados en el caso Faisán habrían podido escuchar ya el audio de los fragmentos transcritos por el juez Ruz, correspondientes al anonadado monólogo en el que Joseba Elosua le cuenta a su cuñado lo nunca visto, lo que jamás pudo imaginar ni desde lo más hondo de sus vapores etílicos, la fantasía más grande que vieron los siglos: ¡la txakurrada, ayudándole a él, al recaudador de ETA, a no ser detenido!

Habrá que esperar sin embargo al juicio oral -varias emisoras de radio han dramatizado la lectura de estos textos, pero no es lo mismo- para constatar la autenticidad de ese asombro, lo genuino de esa estupefacción, incompatible con la alambicada penúltima cortina de humo, según la cual Elosua llevaba ya mucho tiempo trabajando para la Policía y el chivatazo trataba en realidad de preservarlo como confidente. Bullshit.

Será tal la elocuencia del sonido ambiente que ay de los jueces o fiscales que, desviándose por mor de sus querencias políticas de la doctrina del Supremo sobre la colaboración con banda armada, se hubieran atrevido a calificar los hechos de otra manera. Si avisar a ETA de lo que debía y no debía hacer para conservar incólume su trama de extorsión no es colaborar con ETA, que quiten entonces ese delito del Código Penal.

Seguro que, cuando llegue el momento, la atención de la opinión pública se repartirá, como ya ha ocurrido ahora, entre el sobreentendido vinatero según el cual cada millón de pesetas extorsionado era «una botella», la sarta de expresiones blasfemas y homófobas -«o maricones o maderos», sabiniano tenía que ser este faisán- que jalonan la jadeante incredulidad de Elosua y las elocuentes referencias políticas a ese «proceso que hay quien quiere que se rompa».

Mi pasaje favorito volverá a ser, sin embargo aquel que sirve de caja de resonancia a una variante mucho más modesta de las palabras de quien presuntamente era el Jefe Superior del País Vasco, Enrique Pamies, arrastrando su brillante historial por el ignominioso fango de una excusatio non petita extraída de la noche de los tiempos: «Yo no soy político… yo lo que quiero es que esto se arregle… no sé, oye, si se arreglará… pero que se arregle».

Es la frase culminante del sumario. No sólo porque resume el utilitarismo chapucero que latía bajo ese aviso de emergencia que los policías daban a los delincuentes que durante décadas habían financiado los asesinatos de sus compañeros para que eludieran el cerco de la Justicia, sino porque refleja a la perfección el desistimiento moral y la abdicación democrática de quienes tenían ya interiorizado el empate como único resultado posible de su lucha contra ETA.

Había que arreglar lo de la redada en marcha contra el grupo del Faisán y se arregló. Chapucera y atropelladamente, pero se arregló. No en vano este era ya el Gobierno del como sea. Ahí queda para la posteridad la imagen del inspector Ballesteros captada por las cámaras de vigilancia cuando se disponía a entrar, teléfono en ristre, para servir de mensajero de la infamia. Nunca sabremos con qué nivel de precisión y claridad se expresó Pamies a lo largo de los ocho minutos durante los que consumó la acción más vil achacable a un policía, pero en lo inaudito de su pecado ha encontrado a la postre su penitencia, pues fue tal el aturullamiento que sus palabras provocaron en Elosua que pocos minutos después nos lo encontramos a bordo del Ford Focus, diciéndole a su yerno entre una retahíla de frases inconexas que «en el coche y por teléfono… nada».

Si el recaudador de ETA no hubiera dicho en el coche que la Policía le había avisado de que no hablara en el coche, el chivatazo habría pasado desapercibido y quedaría impune para siempre. Pero todo quedó registrado para eterna vergüenza y oprobio de los implicados y sus superiores por la chicharra colocada por orden judicial en el vehículo desde hacía dos meses.

Una de las principales aportaciones del auto del juez Ruz -al margen naturalmente de su demoledora carga probatoria contra los procesados- es la minuciosa reconstrucción de las pesquisas contra esta trama específica de ETA cuya importancia y envergadura aconsejaron la firma en París de un protocolo ad hoc, por el que se creó un equipo policial conjunto que trabajó a las órdenes de los jueces Grande Marlaska y Levert. Sólo esto, y no una iniciativa policial o política para enmendar el yerro como pretende Rubalcaba, explica que seis semanas después del chivatazo se procediera a la detención de los etarras extorsionadores cuando ya habían podido destruir todo tipo de pruebas.

Si hubiera sido por el Ministerio del Interior Elosua y compañía no habrían sido detenidos nunca, o al menos no durante la tregua y las negociaciones de aquella primavera. Así queda bochornosamente documentado en las actas incautadas al entonces jefe de ETA Thierry, quien tomó nota de cómo el 22 de junio de 2006 uno de los interlocutores enviados por el Gobierno se refirió así a la redada: «Es un accidente grave… Es un asunto que viene del juez… Cuando lo escuché me irrité y entiendo que vosotros también lo estéis».

Todo indica que el irritado solidario con la banda de matarifes era José Manuel Gómez Benítez, el letrado amigo de Garzón que incomprensiblemente sigue siendo hoy vocal del Poder Judicial después de que Rubalcaba lo convirtiera en una especie de representante personal en aquellas oprobiosas negociaciones. Pero daría lo mismo que hubiera sido el ex fiscal general Moscoso o el patético Eguiguren. El sentido del comentario y la aclaración sobre quién llevaba ya las riendas queda perfectamente nítido cuando, aludiendo al nombramiento de Rubalcaba como titular de Interior, el enviado de Madrid añade que se han hecho «cambios en el Gobierno con la intención de blindar el proceso».

De ahí que la pregunta que quepa hacerse en este momento es si el episodio del Faisán, además de un execrable acto delictivo que debería llevar a prisión a sus ejecutores y artífices, es también un hito coherente dentro del itinerario que ha desembocado no ya en la legalización sino en la glorificación de Bildu, hasta el extremo de permitir a ETA encaramarse al altar de su triunfo, utilizando como peana el cadáver de Miguel Ángel Blanco.

El hecho de que ese recorrido esté jalonado por importantes logros policiales frente a ETA puede parecer que desbarata esa interpretación, a menudo llevada hasta el extremo por Jaime Mayor. Cada vez que se ha visto en apuros, Rubalcaba ha recurrido a un estribillo que no deja de impactar a las almas sencillas: tantas detenciones en tantos meses, ningún asesinato o atentado en esos meses. Pero la verdad de lo ocurrido es más compleja y nada ayuda a entenderlo mejor que la frase de Pamies sobre el arreglo.

Rubalcaba se ganó la gratitud eterna de Zapatero -y probablemente la disparatada oportunidad de la que disfruta ahora- durante los meses posteriores al atentado de la T-4 y al final formal de la tregua, pues en lugar del reguero de asesinatos que debió soportar Aznar en 2000, le ofreció el desfile hacia la cárcel de los cabecillas etarras. Eso y el control de daños que supuso admitir en la entrevista que le hice entonces que los contactos habían continuado tras la voladura de Barajas -para él habría sido letal que lo hubiera descubierto Ángeles Escrivá por su cuenta-, permitieron a Zapatero eludir en 2008 el castigo que merecía en las urnas por haber mantenido una negociación política sin precedentes con los terroristas.

Pero desde el mismo momento en que el PSOE soslayó ese escollo, Rubalcaba comenzó a explicar por doquier -yo mismo lo escuché en más de una ocasión- que a ETA había que darle una salida política a la vez que se la derrotaba policialmente. Nada podía convenir más al ansia de inmortalidad de alguien como Zapatero, incapaz de conformarse en ningún ámbito con la correcta gestión de los problemas de los españoles. No, el destino que unía a estos dos hombres que siguen sin enterarse de que murieron, codo con codo, acribillados a balazos el pasado 22 de mayo, no podía limitarse a perseverar en el acoso a ETA hasta convertirla en un tigre de papel sin otra expectativa que la rendición. Ellos tenían que pasar a la Historia como los artífices del fin de la violencia en el País Vasco. Zapatero pondría las palabras grandilocuentes; Rubalcaba, el arreglo.

¿Cuántas veces no habremos escuchado desde la banalidad de la barra del bar expresiones del estilo de «esto hay que arreglarlo como sea», «que se vayan si quieren», «que les den la independencia, pero que nos dejen en paz»? Nada tan español como lo del arreglo. Te arreglan el reloj, te arreglan los frenos del coche, te arreglan la nevera o el aire acondicionado, para que al cabo de un tiempo todo se vuelva a estropear. Un arreglo no es una solución, es un parche, un remiendo para ir tirando y luego Dios dirá. Y para eso Rubalcaba se las pinta solo: nadie le atribuye una visión del Estado o un proyecto para España, pero todos le consideran un hábil operador político. Jamás ha compuesto una sola melodía original, pero como arreglista de la música ajena resulta de lo más apañado.

Ese fue su papel en el encubrimiento de los GAL. No pudo impedir que Barrionuevo y Vera fueran condenados, pero logró que no inculparan a González a cambio de hacerles el pasillo en Guadalajara y de chantajear al PP para que les indultara. Su rol en la obstrucción de la investigación del 11-M viene siendo parecido, recurriendo sin el menor escrúpulo a la mentira para apuntalar a Sánchez Manzano y con él a la insostenible versión oficial basada en la arreglada mochila de Vallecas. Y entre tanto su aportación a la cuestión de ETA fue convencer a Zapatero de que había que sustituir la negociación por el arreglo.

Rubalcaba se dio cuenta de que con la oposición del PP y la movilización de las víctimas era imposible que la sociedad española aceptara unos acuerdos entre los poderes públicos y ETA equivalentes a los de Blair con el IRA. Sobre todo, porque en nuestro caso cualquier compromiso que afectara a la soberanía y la territorialidad -lo único aceptable para la banda- supondría una vulneración de la Constitución y tendría un coste político abrumador para quien hiciera esas concesiones.

Había que sustituir el esquema de las negociaciones de paz de la primera legislatura en pos de la foto de la entrega de las armas por el del deslizamiento hacia una situación de hecho que permitiera a las dos partes cantar victoria sin haberla realmente conseguido. Y era además requisito imprescindible que el Gobierno pareciera ajeno a los beneficios políticos que obtuviera la banda terrorista a cambio de dejar de matar y de aceptar estoicamente las detenciones de algunos de sus miembros mientras otros fueran excarcelados con todo tipo de argucias.

Pocos episodios ilustran mejor lo ocurrido que el momento en que, barruntándose la jugada, el presidente del Supremo Carlos Dívar plantea a Rubalcaba que si el Gobierno quería que la izquierda abertzale se presentara a las municipales, lo que tenía que hacer era aceptar la inscripción de Sortu, a expensas de lo que pudiera decir la sala de lo Contencioso ante un eventual recurso. La respuesta fue que no, que el Gobierno prefería poner directamente el asunto en manos de los tribunales y, de hecho, movilizó a la Abogacía del Estado y a la Fiscalía para escenificar un rechazo que de sobra sabía que al final quedaría neutralizado en el Constitucional por su Pascual, criado leal. En esa peripecia estuvo el cursus honorum de Bildu: cada día de incertidumbre y notoriedad añadió miles de votos a su zurrón.

El problema de todo remiendo es su carácter efímero. Sobre todo, si se basa en intentar engañar a varios a la vez. Nunca sabes por dónde van a reventar las costuras de lo tan precariamente hilvanado. Además, Rubalcaba ha desplazado a Zapatero, sin darse cuenta de que políticamente está tan muerto como él, y ahora su nivel de exposición es máximo. La poca credibilidad que en apariencia le queda se evaporará el día en que, una vez que la chicharra del Faisán ha sentado a sus colaboradores en el banquillo, las chicharras del arreglo con ETA le dejen a él en evidencia.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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