El arte de caer siempre de pie

Iñaki Gabilondo afirmaba, hace días, que los dirigentes independentistas de Cataluña debían volver a la realidad. Creo que los dirigentes independentistas están concentrados, más que en volver a la tozuda realidad, en aplicar la dialéctica (arte y técnica de caer siempre de pie, explicaba al joven Semprún un veterano comunista en Buchenwald) para ganar el 21-D. Así, invocan sus creencias católicas como impedimento moral para la comisión de ciertos actos. Ocurre que, en nuestro pasado reciente, ha habido situaciones en las que la ideología y la conveniencia han sido más fuertes que las creencias religiosas, incluso entre curas.

Hace unos días, y en la iglesia de San Antón, oficié de moderador de una mesa redonda en homenaje al cardenal Tarancón, de cuyo fallecimiento se han cumplido 23 años este pasado 28-N. En este acto tuve la ocasión de rememorar algo que dijo en la última entrevista que concedió, y que está recogida por el biógrafo Jesús Infiesta. Es sabido que Tarancón, aplicando el Vaticano II, tuvo un papel decisivo en la disolución del nacionalcatolicismo institucional. A la pregunta: “¿Quién se opuso al deslinde Iglesia-Estado?”, Tarancón responde: “Por ejemplo, la hermandad sacerdotal: nosotros somos sacerdotes, le dije, y el campo político no es el nuestro (…) Entonces me dijo [el portavoz de la hermandad] que, antes que todo, él era falangista. Le dije que así ya no podíamos seguir hablando, porque yo solo era obispo”.

Los tiempos mediocres, escribió Camus en La caída, engendran profetas huecos, nos recuerda Tony Judt en Postguerra. Profecías huecas, para Cataluña, han caído estrepitosamente, como las de “seguiremos en la UE”, o “no solo no se irán empresas, sino que vendrán más”. Pero ¿cómo han enganchado a dos millones de personas? Entre ellas, unos serán independentistas por convicción ideológica. Para ellos, el respeto absoluto, siempre que, a diferencia de lo ocurrido los días 6 y 7 de septiembre, respeten a su vez los procedimientos y reglas democráticas que, en libertad, nos hemos concedido (contra la grosera confusión entre votar y democracia fui vacunado una fría tarde de diciembre del 66, cuando un policía se personó en mi casa, buscando a mi padre por socialista, en las vísperas del referéndum franquista del 14 de diciembre). Pero otros han llegado probablemente a creer que fuera de España se despejarán los nubarrones y el pesimismo que los atenazan. En esto no son distintos de una mayoría de europeos que, ante la pregunta de si sus hijos vivirán peor que ellos, dicen que sí, a diferencia de Asia, África y América Latina, y en mayor porcentaje que Oriente Próximo y EE UU. Ni la independencia tiene virtudes mágicas (en la UE más bien lo contrario) ni hay conspiración contra Cataluña, sino globalización y digitalización. La palabra clave no es independencia, es interconexión. Las previsiones apuntan que en el Internet de las cosas, clave para la transformación de la industria y las estructuras sociales, pasaremos de casi 5.000 millones de dispositivos conectados en 2015 a 25.000 millones en 2020.

La UE, ahora y dentro de 15 años, seguirá girando en torno a los actuales Estados miembros. Sin embargo, su reacción —fundamental— en defensa de los marcos constitucionales y de rechazo a las ideas xenófobas, racistas y eurófobas (ámbitos en los que ha encontrado simpatías el independentismo catalán) debería cuanto antes abarcar el reconocimiento de las negativas consecuencias sociales y laborales, de las políticas macroeconómicas de la UE durante la recesión, seguidas entusiásticamente en España por los Gobiernos, y la necesaria y urgente rectificación de su brutal impacto en muchas familias europeas. Algo parece agitarse, a la luz de la aprobación del pilar social, aunque cuajado de sombras por su carácter indicativo.

La UE debe de unir esfuerzos para hacer compatible la globalización digital con la justicia social y la dignidad del trabajo. Si los Estados Unidos de Europa no se divisan en horizonte alguno, al menos coincidamos en que lo antitético de “la unión hace la fuerza” es intentar provocar una ruptura por partida doble, entre catalanes y entre estos y el resto de los españoles. Un veterano sindicalista y amigo, Fernando, repartidor de butano, ya jubilado, y virtuoso del txistu, en las asambleas laborales, para defender la unidad de intereses de todos los trabajadores españoles solía afirmar: “Estaréis de acuerdo conmigo en que una bombona de butano pesa lo mismo en Barcelona, Bilbao, Jaén o Badajoz”. Pues eso…

Cándido Méndez fue secretario general de UGT.

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