El arte de cambiar una ciudad

Entre 1995 y 2003 serví dos periodos como alcalde de Bogotá. Al igual que muchas otras ciudades del mundo, la capital de Colombia tenía un gran número de problemas por arreglar y poca gente pensaba que tenían remedio.

Como profesor de filosofía, tenía poca paciencia con la sabiduría popular. Cuando fui amenazado por las FARC, como otros cientos de alcaldes colombianos, decidí usar un chaleco antibalas. Pero el mío tenía un hueco cortado en forma de corazón sobre el pecho. Usé ese símbolo de confianza, o desafío, durante nueve meses.

Esto es lo que aprendí: La gente responde al humor y a la gracia de los políticos. Es la herramienta más poderosa que tenemos para el cambio.

El tráfico de Bogotá era caótico y peligroso cuando asumí como alcalde. Decidimos que la ciudad necesitaba un nuevo y radical enfoque para la seguridad vehicular. Entre varias estrategias, imprimimos y distribuimos cientos de miles de “tarjetas ciudadanas”, que tenían la imagen de un pulgar hacia arriba en una de sus caras para felicitar a los conductores amables y la otra cara con el pulgar hacia abajo para expresar desaprobación. En una década, las muertes causadas por accidentes de tránsito disminuyeron en más de la mitad.

El arte de cambiar una ciudadOtra iniciativa fue reemplazar a los oficiales de tránsito corruptos con mimos en una pequeña zona de la ciudad. La idea era que en lugar de policías que cobraban multas y se las embolsillaban, los artistas serían “policías” y vigilarían el comportamiento de los conductores comunicándose a través de mímica: fingiendo, por ejemplo, que estaban heridos u ofendidos cuando un vehículo ignoraba el derecho del peatón de pasar en un cruce. ¿Este sistema, que se reducía a señalar aprobación o desaprobación públicamente, podría verdaderamente funcionar?

Hubo muchos escépticos. En una conferencia de prensa, un periodista preguntó: “¿Los mimos pueden expedir multas de tránsito?” Jurídicamente, eso no es admisible, respondí. “Entonces no va a funcionar”, declaró él.

Pero el cambio es posible. Las personas comenzaron a obedecer las señales de tránsito y, por primera vez, respetaron los cruces. En meses, pude disolver a la corrupta policía de tránsito que tenía unos 1800 oficiales, e hice arreglos para que la policía nacional ocupara su lugar.

También aprendí como alcalde que es valioso hablar siempre como si tus peores enemigos te estuvieran escuchando. Viejas palabras con nuevos usos siempre están listas para bailar contigo. Si puedes, juega un poco: Anuncia nuevos impuestos, y sonríe con delicadeza.

Fui elegido en dos ocasiones, de hecho, con una plataforma que prometía aumentar impuestos. Durante mi segundo periodo, el Consejo de Bogotá se negó a aprobar el aumento, así que invité a los ciudadanos a pagar “impuestos voluntarios”, una adorable contradicción. Sesenta y tres mil hogares me siguieron la broma y pagaron diez por ciento más de lo que debían.

No voy a decir que tuvimos éxito en todo, pero sí logramos el cambio donde éste parecía imposible. Las cosas funcionaron porque la gente cooperó, y lo hicieron porque estaban asombrados ante su propio poder. La esperanza que daba resultados generó más esperanza. Muéstrame una ciudad con miles de problemas, y te daré 10.000 personas que pueden resolverlos.

Cuando la ciudad se enfrentó a un grave problema de escasez de agua, hice un compromiso público: No habría ningún racionamiento tradicional para gestionar la crisis, ni recortes en el suministro. En cambio, elevamos la meta de conservación voluntaria del 12 al 20 por ciento; al final logramos ahorros del 8 al 16 por ciento. Para informar a la gente, reemplazamos la señal de número ocupado de los teléfonos con un mensaje público, ya fuera con mi voz o la de Shakira, que decía: “Gracias por ahorrar agua”.

Publicamos información sobre cómo ahorrar agua, y muchas familias se pusieron de acuerdo e idearon sus propias opciones para reducir el consumo. Aun cuando el suministro de agua y la recolección de basura aumentaron su cobertura en Bogotá, el consumo de agua disminuyó. Y hoy en día sigue más bajo que antes de la crisis, gracias a las buenas prácticas que promovimos.

Esto ilustra otra lección que aprendimos. Es útil desarrollar experiencias breves y placenteras para la gente, momentos de admiración mutua entre los ciudadanos y el desafío bienvenido de entender algo nuevo. Pero entonces necesitas consolidar esas anécdotas con buenos resultados estadísticos obtenidos a través de mediciones frías y racionales. Eso crea un círculo virtuoso, de tal manera que las nuevas experiencias agradables conllevan a mejoras documentadas estadísticamente, y la documentación eleva las expectativas de más cambios bienvenidos.

El arte de la política es un asunto curioso. Combina, como ninguna otra profesión u ocupación, el razonamiento riguroso, las emociones sinceras y un lenguaje corporal extrovertido, con lo que algunas veces son interacciones estratégicas frías, lentas y planificadas. Se trata de liderar, pero no de dirigir: Lo que la gente más disfruta es cuando escribes en el pizarrón la arriesgada primera mitad de una oración y reconoces la libertad que tienen de escribir la otra mitad.

Mi principal preocupación teórica y práctica ha sido cómo usar la fuerza de la reglamentación social y moral para obtener el estado de derecho. Esto implicó un respeto fundamental por la vida humana, expresado en la máxima “la vida es sagrada”. Mi propósito fue crear una cultura ciudadana cosmopolita en la que expresiones como “delitos contra la humanidad” encontrarían un significado operativo preciso.

Tal vez es momento de volver a ocuparnos de las leyes y su desgastado tejido. Mi experiencia sugiere que la humanidad está aprendiendo tres formas de reducir la brecha entre el campo formal del derecho y el ámbito informal de la cultura: una aplicación más creativa de la ley, la reforma cuidadosa de la ley misma, y la exploración estética de la posibilidad de formas de empatía que puedan trascender las fronteras nacionales.

Cambiar una ciudad no es el mayor reto político, pero sostener ése cambio sí. Yo solía tener una actitud darwiniana hacia la política: Sólo deja que las ideas que no son lo suficientemente fuertes mueran. Hoy en día, me doy cuenta de que las ideas fuertes también pueden morir.

Con la misma rapidez que una ciudad progresa, puede fracasar. Pero nunca olviden que se pueden lograr enormes cambios a través de diminutos pasos, por sorprendente que parezca.

Antanas Mockus, ex rector de la Universidad Nacional de Colombia, es presidente de Corpovisionarios, una organización que promueve la innovación social.

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