El arte de fumar

Por Valentí Puig (ABC, 02/01/06):

APARECIERON de la mano de Colón unos indígenas con plumajes que fumaban troncho de tabaco y sacaban humo por la nariz. Paulatinamente, lo primitivo iba a convertirse en sofisticación cortesana, del mismo modo que el marqués de Queensberry puso reglas a los puñetazos entre villanos y les dio rango de deporte de caballeros, con árbitros, pausas, pesos medios y pesados. Lleva ya años el acoso a los sucesores del indígena emplumado que cruzó el Atlántico fumando hojas de tabaco.

Primero le sometieron a toda forma de ataduras fiscales, luego le fueron marginando de cualquier lugar respetable. Finalmente, por ley y a partir de hoy en España, parece condenado a la extinción aunque transitoriamente tendrá derecho a fumar ante el portal de la oficina, con aspecto de alevosía y rabia perruna. Se cruzaron en su camino historiales médicos con radiografías de pulmones negros como el carbón. Acabamos aceptando que fumar, mata. Como ocurre en estos casos, la histeria colectiva comenzó propagándose en los Estados Unidos, país de mascadores de tabaco, el país por excelencia del hombre «Malboro» individualista de la pradera. En los arrebatos de su inextinguible «auctoritas», los personajes de John Wayne tiraban el pitillo a medio fumar y se ponían a defender El Alamo. El largo proceso antitabaquista en los Estados Unidos comportó el correspondiente debate sobre la responsabilidad y el libre albedrío. Algunos se preguntaron si el adulto que, en plena capacidad de tomar decisiones puede ir fumando en perjuicio de su salud, podía equipararse al conductor que sale a la carretera a sabiendas de que cada día hay accidentes. Existen drogas de mortalidad mucho más elevada, males mayores que también son consecuencia de decisiones individuales. Hubo muchos tipos de estadísticas sobre los efectos del consumo de tabaco, no pocas propiciadas por la industria tabaquera y otras incentivadas por el antitabaquismo absolutista. Puede decirse hoy que el absolutismo antitabaquista ha vencido, copando al final todo el territorio de la Unión Europea, pero sería una temeridad dar por supuesto que el proceso no es reversible, como lo fue la Ley Seca.

Lo cierto es que fumar fue en su día una cuestión de arte. Fumábamos pitillos como los fumaba Bogart en la pantalla, encendíamos los primeros puros según los consejos del «Puro humo» de Guillermo Cabrera Infante y le dimos a la cachimba de acuerdo con las felices indicaciones de un pequeño clásico, «El arte de fumar en pipa» de Joaquín Verdaguer. Eso era fumar, un arte, una treta frente al paso del tiempo, un modo de civilización, un método, como se desprende de la vida superior de Sherlock Holmes. Abundan las páginas de la literatura sobre esos pitillos del escritor entre frase y frase, humo dormido que de repente se hace verbo: Pla liaba y fumaba cigarrillos de «caldo» porque, como se apagaban tan a menudo, al liarlos y encenderlos una y otra vez el escritor iba pensando el adjetivo más preciso.

Aparecieron las grandes damas de la literatura, fumando con largas boquillas, recostadas en un diván entre jóvenes promesas y viejos currutacos académicos. Se impusieron las imágenes paradigmáticas del gran financiero con el habano en ristre, a punto de lanzarse por la ventana cuando llega un «crack» a Wall Street. En tantas novelas humean los pitillos del soldado con capote de refuerzo de guardia recorriendo trincheras de madrugada. El cine añadió iconos inmensurables al gesto de fumar. En «Al final de la escapada», Belmondo se para ante un cine y ajusta su ceño y su forma de fumar a ese precedente que es Bogart. Con Woody Allen, neurótico emulador de Bogart, el humo se atraganta. El humo del tabaco cegó los ojos de los amantes de tragedia que tomaban un expreso para Shangai.

En la fase actual la entidad moral de la industria del tabaco está por los suelos, casi como los fabricantes de armamento. Para su suerte, cientos de millones de chinos se han puesto a fumar como locomotoras de vapor pero en Estados Unidos y la Unión Europea, el arte de fumar es ya tan solo una patología. El salón de fumadores ha sido sustituido por el pabellón clínico de desintoxicación. Ahora resulta que no fumábamos porque nos gustaba sino por culpa de la sociedad, siempre de los otros, de las campañas publicitarias, de las malas amistades, de maquiavélicas industrias del tabaco. Nos vamos a querellar contra todo eso, olvidando el placer de un cigarrillo al salir del mar, en la playa. Al poco vendrán otros males, como corresponde a la finitud del ser humano.

Para los países venturosamente individualistas, la prohibición antitabaquista significa tal como ha sido legislada la posibilidad de un enfrentamiento muy incrementado entre fumadores y no fumadores, con entrada en liza de quienes hasta hoy poco les importaba el humo o el sin humo. La frontera del tabaco partirá familias por la mitad, en virtud de una forzosa balcanización del humo. Tal vez veamos el pronto surgir de clubes privados para fumadores, mullidos, pura caoba y confort, reducto de un arte, como durante la Ley Seca lo fueron los «speakisies» para quien quisiera libremente tomarse un «bourbon» a escondidas. Desde luego, la salud es lo que importa y de eso sabe la ciencia de la medicina. Aun así, existe en el caso de la estrategia contra el tabaco una desproporción intrínseca y, si se quiere, un agravio comparativo. Al fin y al cabo, en no pocos casos, fumar era un arte. Es una verdadera lástima ahora que algunas damas ilustradas osaban fumarse una panatela en la tertulia posterior a la cena, en una pequeña apoteosis de las formas que ya queda por ley casi perseguida en los restaurantes. En el lazareto de los fumadores la autoconmiseración no tiene límites.

Hay quien recuerda cómo fue casi proscrito el aceite de oliva que actualmente regresa purificado y devuelto a la virginidad por algo que se llama dieta mediterránea. De todos modos, el tabaco es el tabaco. A diferencia del aceite o de la sal, no condimenta una ensalada: ha sido siempre algo inútil, evanescente, en definitiva, cosa de indígenas salvajes que pasó a ser costumbre de gentes ociosas. Que el corazón pueda padecer más haciendo más piscinas de la cuenta que fumando un cigarrillo en estos momentos no importa. El arte de fumar se va a las catacumbas, quién sabe hasta cuando.