El arte de ningunear escritoras (París, Francia)

En un país tan violento como Colombia, no pobre, sino empobrecido a fuerza de resignarse a tanto abuso, no es nada fácil pasar de la ironía a la práctica: no es nada fácil, por ejemplo, ir de notar “la brecha salarial de género”, que es el síntoma innegable de una infamia de fondo, a gritar “no más”. Por eso es tan importante la protesta que han estado elevando las escritoras colombianas en estas dos semanas: en el supuesto clímax del desembarco literario de Colombia en Francia –en la segunda parte de este año de intercambio cultural pactado por los Gobiernos de los dos países– se hizo evidente que se había ninguneado a las autoras colombianas de tres generaciones, pero en vez de satirizar esa ceguera de siempre, doblemente grave en un mundo que aspira a ser crítico y lejano a la misoginia, un grupo de mujeres novelistas, libretistas, periodistas, poetas, ensayistas, redactó y firmó un manifiesto que cuestiona esa torpeza.

El texto no sólo sabe recordar que aquí en Colombia hay escritoras estupendas, empezando por verdaderas maestras del oficio –ya querría uno ser Piedad Bonnett, María Cristina Restrepo, Yolanda Reyes, Irene Vasco, por ejemplo–, sino que consigue retratar la temeridad con la que pueden manejarse los recursos públicos en esta clase de empresas de la cultura. Tanto el Ministerio de Cultura como la Biblioteca Nacional, que fueron los curadores del intercambio –y que suenan a edificios monstruosos con vida propia, pero son instituciones movedizas, como todas, que cuentan y han contado con funcionarios tan valiosos–, tuvieron la posibilidad de reconocer la equivocación, y de convertir la controversia en el fin del ninguneo y en un ejemplo para tantos sectores de la sociedad, y en cambio reaccionaron como burócratas de ventanilla que tienen una respuesta para todo: “pero…”.

Esta no ha dejado de ser, sin embargo, una oportunidad de reconocer lo obvio: que, luego del manifiesto del 7 de noviembre, ser escritora no puede seguir siendo más duro que ser escritor aquí en Colombia; que es descorazonador e increíble que, a pesar de tantos hombres nuevos, siga dándose ese machismo lagarto en un oficio que es el oficio de librar de la violencia; que ni por ineptitud ni por improvisación ni por desidia debe perderse de vista que este país tan lento –el promedio de lectura aún es menos de dos libros anuales– ha conservado algo de cordura gracias, también, a autoras que han atado los cabos que nadie más ha atado, a editoras que han preservado las obras ajenas como preservando lo humano, a profesoras de literatura que han enseñado el arte de leer entre líneas, a gestoras culturales y a promotoras de lectura y a periodistas que se han partido el lomo explicando que un libro no leído es un amor no correspondido.

Vale aclarar que el manifiesto necesario de las escritoras colombianas no es un paredón de aquella “corrección política” que está a punto de exigir que no haya abusadores ni abusos en las novelas. Tal vez lo mejor de la protesta sea que hace, precisamente, lo que uno espera de la gente que se dedica a la literatura: descompone una inercia, señala comportamientos enquistados, repite “así ha sido esto, pero no tiene por qué serlo”, y advierte, librándose del miedo a perder lo poco que se reparte en el mundillo cultural, que esto también es en nombre de todas las personas negadas, que para asumirlo no hay que ser mujer, sino apenas aspirar a la justicia.

Ricardo Silva Romero

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