El arte de odiar (a España)

En pleno bicentenario del Museo del Prado, el rechazo de los grupos separatistas a la apertura de una franquicia de la pinacoteca en Barcelona es una metáfora, colateral pero significativa, del punto de demencia al que el nacionalismo catalán ha llevado su pulsión antiespañola. Tratándose de una de las primeras colecciones pictóricas del mundo, a la que numerosas ciudades de primer nivel requieren préstamos de sus joyas, una repulsa así ya no puede entenderse siquiera desde el supremacismo sino desde la más irracional y primaria de las fobias. Entienden con razón los objetores -ERC y JpC- que el Prado representa la esencia de España, su tradición histórica de mayor esplendor y gloria, y ante un símbolo tan potente de la unidad para ellos odiosa no dudan en privar a sus conciudadanos de la oportunidad cultural y económica -por su incuestionable impacto en el turismo- de incorporar a su patrimonio obras de Zurbarán, Velázquez, Madrazo o Goya. Esta delirante negativa incluye la inevitable referencia sucursalista a la consideración de colonia con que los independentistas suelen camuflar su acomplejada renuencia a convivir con sus compatriotas: semejante suspicacia descarta de manera categórica cualquier posibilidad de entendimiento con una mentalidad tan prejuiciosa.

Con esta clase de gente está intentando Pedro Sánchez armar por enésima vez un acuerdo, inmune a la evidencia de repudio y desafección que ya tuvo ocasión de comprobar cuando le tumbaron el presupuesto (y la legislatura) pese a sus reiterados esfuerzos de acercamiento. El presidente parece decidido a recorrer, de la mano de Podemos, el itinerario disolvente que caracterizó el mandato de Zapatero: el tripartito, la plurinacionalidad confederal, el Tinell para aislar a la derecha, la reforma del modelo territorial por vía de hecho, la consideración de socios preferentes de Gobierno otorgada a unos partidos empeñados en destruir al mismo Estado que trata de aplacarlos con relaciones de privilegio. Aquella etapa obsequiosa puso los cimientos de la insurrección que diez años después trató de reventar el marco constitucional desde dentro; hoy, con la experiencia conocida de la revuelta golpista recién sentenciada por el Supremo, la contumacia en ese proceso ya no puede interpretarse como un oportunismo aventurero más o menos ingenuo sino como la voluntad explícita de acabar con los consensos que a trancas y barrancas han constituido la base de nuestro orden parlamentario moderno. Es decir, como fruto recurrente de un proyecto estratégico y de poder que el líder socialista ha albergado desde el primer momento, cuando su propio partido tuvo que intervenir de forma abrupta para abortar sus aspiraciones a costa de un grave daño interno.

Obedece así Sánchez a una recurrente aunque inexplicable tendencia que empuja a la izquierda a buscar complicidades con el nacionalismo desigualitario. Una proclividad que puede explicarse en Podemos, cuyo ideario nunca revocado defiende la autodeterminación y expresa el propósito de refundar el régimen democrático, pero que resulta difícil de entender en un PSOE que presume de su tradición de partido de Estado. Porque si algo rompe el principio de igualdad entre los españoles es el anhelo de crear sujetos políticos fragmentarios basados en derechos de identidad que no sólo son falsos sino radicalmente incompatibles con la realidad de un solo pueblo soberano. A este concepto diáfano en el plano teórico se suman numerosas contraindicaciones en el terreno práctico: ERC ha protagonizado y dirigido -tal como reconoce la sentencia en sus hechos probados- una sedición que no sólo pretendía destruir la integridad territorial sino expropiar la nacionalidad a la mitad de sus conciudadanos. Aliarse con una formación de contrastada deslealtad es una forma de autoengaño que descalifica a cualquier gobernante sensato, por más que el pacto en ciernes quede envuelto en el vaporoso y falaz mantra del diálogo. Aún en el supuesto de que una coalición de naturaleza tan inestable pueda sostenerse algunos (pocos) años, aflojará irremisiblemente los ya bastante sueltos pernos de la estructura plural del país y arrastrará su modelo de cohesión al fracaso.

Es la ausencia de una idea de España lo que empuja al sanchismo a buscar fórmulas de supervivencia inmediata a costa del suicidio colectivo que supone dejar la gobernabilidad de la nación en manos de sus declarados enemigos. La anécdota del Prado puede parecer trivial pero constituye el testimonio de un modelo de concordia fallido porque revela la determinación secesionista de no aceptar ningún detalle, siquiera simbólico, que revele la pertenencia a un espacio compartido. Significa la ruptura completa de la convivencia, un pensamiento excluyente de puro fanatismo. La fantasía de un bloque «de progreso» -léase frentepopulista- está condenada cuando se incluye en él a los xenófobos iluminados por la convicción del mito de su propio destino. Como decía esta semana Alfonso Guerra, la única esperanza frente a este designio de autodestrucción consiste en que un arrebato de radicalidad empuje a Esquerra al voto negativo que salve al sistema constitucional del oportunismo de Sánchez y a éste de sí mismo. Pero poco cabe esperar, en ningún sentido, de tipos capaces de estigmatizar la españolidad hasta en la resplandeciente inocencia de un cuadro de Murillo.

Ignacio Camacho

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