El arte de perder la guerra

El Covid-19 es una enfermedad vírica, pero también una enfermedad política: el número de víctimas, personas infectadas y muertes es una consecuencia directa de nuestros comportamientos individuales, pues nadie enferma solo por casualidad. Un mapa del mundo refleja perfectamente esta dimensión «voluntaria» de la pandemia: allí donde un poder político fuerte da instrucciones políticas claras, donde estas instrucciones se aplican con rigor y donde la gente acepta la legitimidad de estas instrucciones, la pandemia ha sido derrotada. El contraste entre el mundo confucionista (China, Corea, Japón, Vietnam) y el mundo occidental (Europa y América) ilustra perfectamente esta dimensión política del Covid-19.

Pero los europeos no somos confucianos, dudamos de la legitimidad de nuestros líderes y a las instrucciones de arriba oponemos las transgresiones que surgieron desde abajo. La desconfianza de nuestro individualismo (aún más marcado entre los latinos que entre los sajones) hacia la autoridad nos está costando caro: desde el inicio de la pandemia, hace un año, en la Europa geográfica, que coincide aproximadamente con la Europa política, se han registrado dieciocho millones de casos y 400.000 muertes, lo que representa un tercio del total mundial. Aunque hay variaciones dentro de Europa (Alemania lo está haciendo mejor que España y Francia), estas no cambian el panorama general: Europa, frente a la pandemia, es un desastre, y la guerra no ha terminado, ni mucho menos.

Actualmente, con la ayuda del invierno y la relajación de las precauciones, el número de pacientes está aumentando. La esperanza de una vacuna no nos permite en absoluto anunciar una victoria inminente, porque aún no se ha probado ninguna, llevará tiempo administrarla y será necesario que la población la acepte, lo que no es seguro. Este fracaso sanitario es el fracaso de Europa y, en particular, de la Unión Europea. Desde marzo, cuando resultó evidente que la pandemia no era una gripe común ni un problema del vecino (como la tan mal llamada gripe española), que los chinos estaban mintiendo, que la Organización Mundial de la Salud estaba anquilosada y que Estados Unidos era presa de la locura, se esperaba que la Unión Europea se convirtiera, frente a esta crisis sin precedentes y sin líderes, en una Europa de la salud, algo que no fue y sigue sin ser.

Enseguida resultó evidente que la respuesta a la pandemia era relativamente sencilla: hacer pruebas, rastrear, aislar y luego vacunar. Pero estos conceptos son y siguen siendo huecos y su validez depende únicamente del rigor de su aplicación. Sin embargo, a falta de una autoridad central legítima, seguirá variando de un país a otro, e incluso de una provincia a otra.

Imagínense, y no es demasiado tarde para hacerlo, que la Unión Europea designa a un portavoz, no a un político, con una legitimidad científica indiscutible para decir alto y claro que solo con nuestro esfuerzo colectivo la pandemia puede ser derrotada. Esta persona, tan bien elegida, será escuchada y seguida. Este portavoz, que no pertenece a la clase política, no puede ser sospechoso de buscar el poder, no despertará oposición partidista, sabrá despolitizar el virus y silenciar las teorías conspirativas y populistas. Para complementar mi propuesta, a pequeña escala, observo que a la canciller Angela Merkel le han seguido mejor que a sus homólogos europeos debido a su formación científica, porque no busca ser reelegida y porque cada vez que ha hablado del Covid lo ha hecho rodeada de todos los presidentes de las regiones alemanas; por consiguiente, Alemania se ve algo menos afectada que sus vecinos. Imagínense una Merkel europea; los europeos la escucharían, y sin que fuera necesario hacer gala de una disciplina al estilo coreano, se evitarán miles de muertes.

¿Hay todavía tiempo de sumarse a esta propuesta, de crear un comité científico europeo por encima de toda sospecha, de nombrar un portavoz indiscutible? No sé si es el momento, pero no veo otra forma de contener, ni siquiera modestamente, otro brote del virus que, inevitablemente, surgirá de las fiestas de fin de año. Una Europa de la salud es todavía más urgente porque pronto entraremos en la era de la vacunación. Es cierto que la Unión Europea ha pedido cien millones de dosis de la vacuna de Pfizer, pero aún no se ha entregado ni distribuido. Si se abandona a su suerte a todos los países, si no a todas las provincias de Europa, asistiremos al mayor caos y a rivalidades indecentes en la distribución y aplicación de la vacuna. Recordemos que ese caos retrasó la primavera pasada, a costa de miles de víctimas, la distribución de mascarillas en Europa.

En un año, desde la secuenciación del genoma del Covid-19, el conocimiento científico sobre la gestión de la enfermedad ha quemado etapas; nunca en la historia de la ciencia médica ha habido un progreso más espectacular. En cambio, nunca hemos visto una respuesta política a la pandemia más confusa. Es cierto, como escribió el filósofo Karl Popper, que «solo avanza la ciencia», no la moral ni la política; tenemos ante nosotros una nueva demostración. Pero esperemos: la vacuna puede convertirse en la razón de ser de una Europa de la salud. Ni que decir tiene que, sin esta Europa de la salud, no cabe esperar una recuperación económica.

Guy Sorman

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