El arte del referéndum

Una figura clave en la historia catalana se encerró un buen día a pensar cuál era el sistema de elección ideal para su comunidad. Se sentía inspirado por Dios para concebir la mejor fórmula jamás pensada. La fórmula que sacara de su error a los descreídos que no compartían su fe. No nos referimos a Artur Mas el 6 de diciembre de 2013, cuando se recluyó en la soledad de su oficina para redactar la doble pregunta del referéndum. Nos referimos a Ramon Llull, quien, en 1299, escribió su Arte de las elecciones,considerado el primer estudio académico de estas. A muchos les sorprenderá que se necesiten análisis académicos sobre algo tan sencillo como las elecciones: basta con preguntar y que el pueblo hable. Pero Llull, anticipándose en varios siglos a los más reputados científicos sociales, intuyó que los métodos de elección estaban plagados de problemas. Había que pensar muy detenidamente cómo presentar una disyuntiva a una comunidad para evitar, como se lamentaría el marqués de Condorcet en la Francia revolucionaria, la injusticia de que una opción que es preferida sobre otras por todos los electores acabe, sin embargo, perdiendo por perversiones en la mecánica de voto.

El arte del referéndumLas elecciones sobre cuestiones complejas, como el referéndum que se puede plantear a los catalanes el 9 de noviembre, son un arte. Necesitamos un Llull del siglo XXI que escriba el arte para este referéndum. Y no creemos que Mas lo sea. Ciertamente, él, y las fuerzas políticas que lo apoyan, tienen la legitimidad popular para imponerlo. Pero ni se presentó a las elecciones con esa doble pregunta bajo el brazo ni creemos que esa pregunta fuera la escogida por una mayoría de catalanes si se les presentaran otras alternativas. En este artículo mostramos una de esas opciones, que entendemos más democrática, más consensual y más estable.

Pensamos que deben existir tres respuestas: una representando el statu quo (la permanencia del Estado autonómico actual), otra representando la independencia plena (un nuevo Estado-nación) y otra opción intermedia (Cataluña como nación dentro del Estado español). Pensamos, además, que los ciudadanos deben poder ordenar las opciones para que se pueda determinar cuál de las tres es mayoritariamente preferida a las otras dos. Creemos que es injusto forzar a una decisión de 0 o 1 (o dos decisiones de 0 o 1, como las planteadas por Mas) cuando nos encontramos en un asunto de más tonalidades de grises que de blancos o negros. Para verlo, imaginemos que ponemos, a modo de réplica de la cadena humana de la pasada Diada, a todos los catalanes en fila con la persona más catalanista (por ejemplo, que sienta la misma complicidad con España que con Nepal o cualquier otra realidad nacional alejada) en La Junquera y el catalán más españolista (que se sienta más español que Tomás Roncero) en Alcanar. Una ojeada a esa cadena virtual nos revelaría una enorme variación, con una fracción muy elevada de catalanes que tienen una identidad mestiza, con lazos familiares, profesionales o culturales que, en diferentes grados, los atan a la polis española. Forzar a una población tan mestiza a elegir entre blanco o negro nos parece poco democrático, porque estamos restringiendo arbitrariamente su universo de posibilidades.

La doble pregunta de Mas está mal diseñada. Aunque parece que amplía el espacio de decisión a tres opciones (con un Estado catalán dentro de España como resultado posible), la forma tortuosa de plantear la pregunta, las respuestas y sus conteos son cuestionables. La simple suma de los síes y noes de las opciones que se presentan no conseguirá revelar cuál es la preferencia mayoritaria. En Cataluña el federalismo —o algo que se le parezca— es la primera preferencia de solo una minoría y, además, es probable que el sí-no (que es lo más semejante al federalismo) quedara en tercer lugar en la doble pregunta propuesta por Mas. Pero, y esto es muy importante subrayarlo, este método enmascara el hecho de que el federalismo podría ser la opción preferida por la mayoría de catalanes a cualquiera de las alternativas sobre el tapete, si las comparamos todas de dos en dos. Es decir, si seguimos la definición de mayoría que tiene la teoría de la elección social, de la que Llull fue pionero.

Según la última encuesta del CEO de la Generalitat, en Cataluña hay un 45% de independentistas, un 20% de federalistas, un 23% de autonomistas y un 3% de centralistas (un 9% no se define). En otras encuestas (las del CIS, por ejemplo) la opción independentista es más baja. Es, por tanto, inverosímil que la independencia pudiera vencer a todas las alternativas en enfrentamientos de dos en dos. Puede que si forzamos a los catalanes a elegir ahora entre el statu quo y la independencia, ésta llegara a tener una mayoría de votos en ese particular enfrentamiento. Pero es mucho más difícil que la independencia batiera a una propuesta federal o de autonomía acrecentada. Esa es la razón por la que los partidos británicos se han comprometido a llevar al máximo la autonomía de Escocia. Nuestra conjetura es que una mayoría de catalanes preferirían una opción federal a la independencia y, lo que es igual de importante, lo preferirían a la situación presente. Esto es lo que creemos que emergería de una auténtica consulta ciudadana.

Un modo utópico de llegar a este resultado sería imaginar un ágora donde todos los catalanes pudieran discutir, hacer propuestas, contrapropuestas y enmiendas, votándolas todas hasta que una de ellas fuera capaz de ganar a todas las demás. Lo que en jerga politológica se conoce como teorema del votante mediano nos dice que en cuestiones unidimensionales —que en este caso iría desde el extremo de la independencia al extremo del centralismo— saldría de esa ágora catalana un resultado estable: la preferencia de la persona que ocupa el punto mediano en la distribución. Y las encuestas revelan que esa catalana o catalán mediano querría algo parecido a un acuerdo federal o a un elevado autogobierno, cultural, político y económico. Es decir, se impondría la preferencia de la persona que estuviera equidistante entre La Junquera y Alcanar en la cadena humana. En el punto medio. En el corazón de Cataluña.

Una forma más práctica de encontrar la verdadera preferencia mayoritaria de los catalanes es permitir, como proponemos en este artículo, que se vote de modo que cada uno ordene las opciones de la más deseada a la más indeseada. Hay que precisar que, para que el método sea práctico, el número de opciones debería ser reducido (tres, tal vez cuatro).

En Escocia se acaba de publicar una encuesta (de TNS) en el que se pide a los entrevistados que voten sobre seis opciones mediante un sistema de puntos (el método Borda, otro clásico de la teoría de la votación) que puede reflejar el orden real de lo que quieren los escoceses. Así vemos que las preferencias allí, ordenadas de más a menos, son: máxima autonomía (la propuesta de los partidos no nacionalistas), statu quo, federalismo e independencia.

España tiene una ley tacaña para los referendos consultivos, lejísimos de una de las tradiciones del referéndum democrático occidental (la de la democracia local) y deudora de la otra, la de los plebiscitos de arriba abajo introducidos por Napoleón en la tradición francesa (y por Franco en España). Solo que, siempre más papistas que el papa, nuestra ley es más restrictiva que la francesa. Una consulta como la que proponemos tendría más posibilidades de escapar a sus limitaciones, ya que no se parece a los referendos que el Gobierno se reserva en exclusiva para sí.

Frente a quienes creen que un referéndum solo puede tener dos respuestas, hay que señalar que las preguntas múltiples no son raras cuando la ley es liberal: son posibles en Suiza, en Suecia se han hecho dos referendos con tres opciones (en 1980 sobre energía nuclear y en 1957 sobre el sistema de pensiones) y en la integración de Terranova en Canadá (1948) también hubo tres opciones. Creemos que nuestro método —un referéndum con tres opciones, ordenadas de más a menos— sería incluso mejor que estas experiencias innovadoras pues sigue el trabajo de expertos que, desde Llull a nuestros días, han dedicado su vida (y no un día festivo) a pensar la pregunta perfecta.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo y Alberto Penadés, profesor de sociología en la Universidad de Salamanca.

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