El asalto a Barcelona

Solo en un punto han coincidido los análisis que se han hecho del resultado de las elecciones autonómicas del 27 de septiembre: la sociedad catalana ha consumado su división en dos mitades cuya reconciliación es más que improbable en los próximos años. Quienes proclaman que el sistema de la Transición ha terminado lo hacen precisamente para ensalzar este tiempo nuevo que pretende acabar con aquellos acuerdos fundamentales que garantizan un régimen de libertades de ya larga duración. Sobre todo, lo que les alegra es que el impulso plebiscitario que han logrado inculcar en la sociedad catalana haya liquidado la pluralidad cultural, las identidades diversas, la riqueza de sensibilidades ideológicas de una de las comunidades más abiertas, europeas y avanzadas de nuestra nación. Los resultados electorales, e incluso el escenario amargo y reduccionista en que se han producido, han aniquilado lo que para ellos era motivo de pesadumbre y para nosotros permanente ejemplo de sociedad abierta, vitalidad cívica, rechazo del encasillamiento identitario, plenitud de una atmósfera liberal. Un ambiente que manifestaba precisamente las características más admiradas de una región que siempre poníamos, frente a otros desdichados localismos y manejos etnicistas, como ejemplo a seguir en la práctica de las virtudes de una verdadera ciudadanía.

El asalto a BarcelonaEn muchas ocasiones había ido advirtiéndose de los riesgos que implicaba el nacionalismo gubernamental catalán para la vigencia de este concepto de sociedad libre. Pero tales avisos siempre se acompañaban de la tranquilizadora constatación de la energía democrática y la voluntad de integración que se conservaban en los filones intelectuales más densos y en los ámbitos populares más numerosos de Cataluña. Los motivos que han llevado a esta inesperada aceleración son inseparables del desguace institucional, político y económico que el actual ciclo depresivo ha provocado en muchos lugares de Europa. Las preocupaciones que se habían ido expresando por tantos signos de empobrecimiento cultural y por tantas informaciones sobre la lenta invención de una comunidad idealizada y unánime han pasado a registrarse de forma más alarmante desde que el nacionalismo empuñó las riendas de los instrumentos del Estado en Cataluña para gestionar las oportunidades que la crisis le proporcionaba.

Sobre las condiciones de este proceso, han sido muchas las voces que, especialmente en los últimos años, han advertido a los poderes públicos de la tormenta que se avecinaba, a la que sería vano oponer el justo e insuficiente talud de las garantías jurídicas. La batalla se estaba dando en el campo de la cultura, de las percepciones colectivas, del sentido de pertenencia, de la conciencia nacional. Y este conflicto se desencadenaba, en Cataluña, en condiciones desiguales, en el marco de la escandalosa indefensión que enfrentaba a sectores mayoritarios de la sociedad con los amedrentadores y opulentos recursos del régimen nacionalista.

Algún día habrá de abrirse el expediente del incomprensible abandono que el Estado se ha permitido arrojar a la cara de quienes desde hace mucho tiempo reclamaban que las instituciones españolas proporcionaran a todos los catalanes las garantías de la Constitución. Porque, de haber intervenido en algunos conflictos con la energía, a destiempo, que ahora pretende desplegarse, quizá no habríamos entrado en esta fase tan difícil. Sin ir más lejos, citemos solamente las denuncias por la imposición de inmersiones lingüísticas, la distorsión de la historia de España en los centros educativos, la transmisión del nacionalismo como valor superior confundido con el amor a la propia comunidad, el atroz sectarismo de los medios de comunicación o la escandalosa marginación de los intelectuales disidentes.

A todos estos asuntos me he referido yo mismo en esta página, y no he dejado de advertir, a quien quisiera oírlo, que incluso en los momentos en que el secesionismo no se había convertido en opción hegemónica en Cataluña había empezado ya a plantearse la sustitución de la pluralidad propia de una sociedad liberal por los mecanismos binarios de una cultura nacionalista. Los resultados electorales del 27 de septiembre dibujan el estuario desmoralizador de este proceso, aunque apuntan, también, a algunos aspectos de esperanza regeneradora. Aspectos que deben ser resaltados con especial simpatía porque corresponden a un combate cívico realizado en las peores circunstancias y en la más absoluta soledad, en el más ensordecedor de los silencios gubernamentales y en la más flagrante ausencia de la intelectualidad española en una cuestión que corresponde, pura y simplemente, a la defensa de los derechos individuales y al bien superior de la integración en una sociedad libre y abierta.

Lo que se ha producido es el asalto final a Barcelona. La mítica y farsante caída de la ciudad patriótica en manos de los enemigos de Cataluña el 11 de septiembre de 1714 puede presentarse ahora de otro modo, que espero mueva al despliegue de un necesario liderazgo ético. Barcelona y su área metropolitana han sido los enemigos jurados del discurso nacionalista. Han sido el poder institucional y el espacio social que el pujolismo nunca soportó. La capital de Cataluña y el reguero de poblaciones que la envuelven han sostenido una ejemplar inmunidad a los berridos de sirena del nacionalismo. El catalanismo de Barcelona y su cinturón ha mezclado siempre la cultura de una clase media cosmopolita, culta, europea y mestiza con las tradiciones de un movimiento obrero contrario a las ensoñaciones líricas de un régimen que deseaba extirpar sus raíces. La cultura liberal de la burguesía barcelonesa y la cultura libertaria o socialista del cinturón industrial han sido durante decenas de años el espacio de una resistencia política, pero también el área de una alternativa cívica y moral a los principios provincianos del nacionalismo.

Esa resistencia ha vuelto a expresarse en la jornada que el nacionalismo veía como glorioso desquite de treinta y cinco años de humillaciones electorales. Ha sido el voto de Barcelona y su cinturón el que ha evitado la catástrofe. Ha sido esa enérgica resistencia de estos años la que ha vuelto a manifestarse. Y lo que nos conmueve con especial hondura es que haya sido el voto de los trabajadores el que haya frenado el nacionalismo, la papeleta de quienes han visto su vida amenazada por la crisis, y han sufrido recortes de los recursos públicos para vencer la enfermedad, superar la ignorancia, mejorar la vida en los barrios o garantizar el derecho a la promoción profesional. De los hombres y mujeres que han soportado la expropiación de tantas cosas ha salido un no rotundo a la ilusión nacionalista. De ellos ha brotado una afirmación de españolidad que contiene, al mismo tiempo, la severa reprobación de quienes han sido indiferentes a su causa y la exigencia de que una conciencia nacional manifestada en condiciones difíciles no vuelva a ser abandonada. Y en todas estas personas reside la esperanza de que se restituyan a los ciudadanos las condiciones propias de una sociedad ajena a la tiranía de la bipolarización, entregada a los cauces abiertos de una sociedad diversa, moderna, libre y tolerante. En Cataluña existe, para exasperación del secesionismo, para esperanza de España, una nación a la espera.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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