El asalto a la cultura

«Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre». La tragedia que expresaban las palabras de Madame Roland, en aquel otoño parisino de 1793, se convierte en la farsa con que nuestra izquierda vuelve a mostrar su letargia mental, su incoherencia política y su anacrónica saña anticristiana. Porque de eso se trata, y no de mero anticlericalismo, cuando determinadas asociaciones de padres protestan contra la enseñanza de la religión en la escuela pública. De eso se trata cuando un brioso editorial de prensa determina que la religión es un respetable asunto de conciencia, confundiendo esa obviedad con el abandono por el cristianismo de todos los espacios de formación educativa o de propuestas para afrontar esta crisis. De eso se trata, sobre todo, cuando algunos de quienes dicen defender la libertad de expresión pierden su sensibilidad democrática en cuanto aparece el derecho de los católicos a tener una existencia social fiel a sus creencias y, desde luego, congruente con la abrumadora presencia del catolicismo en la realidad espiritual de España.

Como en tantas otras trifulcas de este país, el punto más hondo de la discusión se esconde bajo la abultada escoria verbal de la propaganda. Lo que se pone sobre la mesa no es desliz integrista alguno que a los católicos sensatos les resulta especialmente estúpido y falsificador. La cuestión reside en algo que nunca se defiende a pleno pulmón, porque llevaría a la arena pública un debate del que la izquierda ha salido como alma que lleva el diablo. Un debate del que la derecha ha salido también, aunque lo haya hecho de puntillas, por su absurdo complejo de inferioridad intelectual y sus inexplicables servidumbres tácticas. De lo que hablamos, para decirlo de la forma solemne y certera empleada por los conservadores y progresistas más decentes del pasado siglo, es del respeto, protección y entrega a las jóvenes generaciones de nuestro acervo cultural.

Una materia opcional no agrede libertad alguna, sino que preserva la de todos, incluyendo la de los padres que no eligen esa asignatura y contra cuyos derechos no se ha levantado ni algarada ni, mucho menos, burla de la opinión católica. Una opinión que parece tener que caminar, precisamente en España, con la mirada inquieta y el corazón alerta de quien transita por una tierra extraña y bajo un cielo hostil. La desfachatez de los falsos laicistas ha llegado al extremo de proponer que la materia impartida en la escuela pública sea una aproximación al fenómeno religioso. Con tal de evitar la presencia del catolicismo en las aulas son capaces de dejar que irrumpan todas las creencias. El sectarismo anticatólico vuelve a disfrazarse de generosidad multicultural, y los padres cuya libertad ha sido vulnerada serán amonestados por no apreciar ese enriquecimiento espiritual que se proporciona a sus hijos. El problema es que, si la intención es necia, la jugada es torpe.

Podemos hacernos algunas peguntas al calor de lo que un debate adecuado sobre este asunto debería estimular. ¿Es que ahora vendrán aquellos que siempre denunciaron la presencia del saber religioso en nuestras aulas a decirnos cómo debe enseñarse la doctrina católica? ¿O nos recomendarán que la sumerjamos en un magma neutro de «fenómenos religiosos»? ¿De verdad piensan que vamos a quedarnos de brazos cruzados, mientras se ponen los elementos fundacionales de nuestra civilización al mismo nivel que cualquier forma de creencia religiosa? ¿Han llegado a tal desvarío de confundir la negligencia de una elite adormilada con nuestra total dejación de responsabilidades, como si todos estuviéramos dispuestos a que desapareciera alegremente lo que nos identifica como cultura, nos hace inteligibles como civilización, y nos facilita un asidero significativo en el fluido milenario de la historia? ¿Esperan, acaso, que afirmemos que los conceptos de libertad personal, dignidad del individuo y derechos naturales del hombre son ajenos a los principios religiosos en que se ha inspirado el Occidente cristiano? ¿O será que de lo que se trata no es tanto de criticar al cristianismo como de prescindir de aquellas ideas en las que se basa la cultura occidental?

La única gestión que respeta la libertad es la que permite a unos padres educar a sus hijos en el conocimiento del catolicismo, mientras todos los alumnos reciben una adecuada formación humanística, en la que las religiones muestran el impacto que han tenido en la constitución de culturas diversas. Empezando, claro está, por la función innegable y decisiva que ha tenido el cristianismo en la construcción de los ideales asociados a la zona del mundo en la que vivimos y en la que nuestra historia ha tomado cuerpo. Y ahí se encuentra la lesión más profunda de nuestro sistema educativo, una herida que ni la izquierda ni la derecha en el poder han tenido la menor intención de aliviar. Sería conveniente referirse menos a lo que sucede con una asignatura opcional, para atender a lo que está ocurriendo en el conjunto de nuestra enseñanza, sostenida sobre las materias obligatorias. Porque, en esos años trascendentales, a nuestros jóvenes se les arrebatan día a día las referencias culturales, indispensables para su madurez personal y para reconocer el espacio de civilización en el que su vida adquiere pleno sentido. La carrera por una educación mercantil y cortoplacista se ha empeñado en ofrecer meros instrumentos de aprendizaje que le permitan al estudiante dotarse de habilidades técnicas y acceder al arsenal de los sistemas de comunicación que la ingeniería ha puesto en nuestras manos. Pero tales destrezas han dejado al margen un saber más sedimentado, que promete pocas soluciones inmediatas, pero que nos suministra la capacidad de reflexión que ilumina nuestra mirada a la complejidad del mundo.

Administraciones de uno u otro signo han permitido un asalto a la cultura consumado dolorosamente en aquellos espacios donde debería haber sido venerada. La devaluación de nuestro saber humanístico implica la pérdida de la cohesión social y de la conciencia de comunidad. Supone el lento desguace de la calidad de nuestra existencia personal. Rompe nuestra proyección en la historia y, por tanto, nuestra perspectiva específica de lo universal. Nos arrebata los cimientos de los valores que han constituido nuestra cultura, convirtiéndolos en súbita improvisación, y haciéndonos criaturas huérfanas de tradición, seres a los que se ha expropiado una sabiduría sobre la que se asienta la propia seguridad. Ese es, en realidad, el debate que debería suscitarse en nuestro país, cuando se habla de los problemas de la educación. Porque quizás este menosprecio del cristianismo sea mucho más que un producto obsceno de la estolidez anticlerical. Tal vez sea fruto de una indiferencia ante todo signo vital de una cultura, ante cualquier forma de tradición humanista a preservar. Quizá estemos ante algo mucho peor que una cuestión de creencias, y solo nos hallemos ante el paisaje desertizado de un relativismo que renuncia a reconocer orígenes y fundamentos de cultura, herencias y proyectos de civilización. Quizá sea mucho peor que todo esto, y lo que tomamos por sectarismo exclusivo de un sector de la izquierda sea indiferencia por ese patrimonio que algunos consideramos el ímpetu necesario de nuestro espíritu, y otros solo lo ven como el último lastre para emprender el vuelo de una existencia sin raíces.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *