El asalto al Capitolio español

El asalto al Capitolio español

A los dos partidos del Gobierno de cohabitación socialcomunista español, tras sitiar las Cortes –caso de Podemos– para paralizar la reelección de Rajoy en 2016 y luego rodear el Parlamento de Andalucía –con el PSOE acarreando autobuses en su adiós del Palacio de San Telmo– para frenar la investidura del popular Moreno Bonilla en enero de 2019, después de dictar Pablo Iglesias la misma noche electoral «la alerta antifascista» contra la victoria del centro-derecha y promover algaradas callejeras, no les gusta reconocerse en el espejo de los salteadores trumpistas del Capitolio para impedir este 6-E de la ignominia la certificación oficial de la derrota electoral de su líder y la llegada a la Casa Blanca del demócrata Biden. Ni a ellos, claro, ni a sus socios separatistas catalanes que perpetraron el golpe de Estado del 1-O de 2017. Como tampoco a los antisistema que intentaron dos veces irrumpir violentamente –una de ellas con explosivos imposibilitándolo la Guardia Civil– en el Parlament. Para más inri, jaleados por el president Torra, con su «apreteu, apreteu», después de que, en 2011, su antecesor Mas hubiera de acceder a la Cámara en helicóptero mientras otros diputados –sin sus medios y acomodo– eran vejados por la horda.

Aunque ladren al espejo americano, unos y otros –en diferente grado, desde luego– no dejan de engrosar esa barbarie que asedia y, a veces, consuma –como en Venezuela, patria política de Iglesias– su abordaje a las democracias. «Hacer comparaciones no nos ayuda», sostiene la ministra de Asuntos Exteriores, Arantxa González Laya, al quedar al desnudo la doble moralidad de quienes son indulgentes o severos en función del signo político de quienes perpetren hechos tan deleznables. Por eso, las comparaciones no resultan odiosas, sino pertinentes y provechosas para evitar reincidencias y vacunarse contra la intolerancia y el totalitarismo populista que carcome las democracias.

Arrellanados en las poltronas del poder que ahora ocupan, con aquellos que rodearon las Cortes o el Parlament viviendo del erario y sin penalización de ningún tipo, acaso se burlen del amateurismo de esos atrabiliarios fantoches que llevaron su carnaval al Capitolio. Con ese fanático idiota El lobo de Yellowstone, posando con piel y cuernos de bisonte en el sillón de la presidencia del Senado, como antaño Tejero irruyó las estancias del caserón de la Carrera de San Jerónimo con sus guardias civiles de guardarropía.

Si el otrora secretario de Estado norteamericano Alexander Haig despachó frívolamente aquel ultraje democrático tildándolo de «asunto interno español», en claro contraste con una Thatcher que no se anduvo con medias tintas catalogándolo de «acto terrorista», el presidente electo Biden ha hecho muy bien en no rebajar la gravedad del ataque: «No os atreváis a llamarlos manifestantes. Eran una turba desenfrenada. Insurrectos. Terroristas domésticos». Su firmeza se hace especialmente acusada en el actual momento español cuando su Gobierno, para saldar sus deudas de juego para alcanzar La Moncloa y perpetuarse en ella, busca indultar a los golpistas del 1-O condenados por el Tribunal Supremo y dar por no acontecida esa violación del orden constitucional y de la integridad territorial española.

Es más, el presidente electo no se toma como una «ensoñación» una embestida que, ni de lejos, iguala al golpe secesionista ni se inclina por echar pelillos a la mar sobre la falsa premisa de «todos hemos cometido errores», como manifiesta ahora Sánchez, equiparando yerros y delitos, con respecto a sus socios de investidura Frankenstein.

Si fue mirífico el discurso de Felipe VI del 3-O para restaurar la normalidad democrática en Cataluña, como antes lo fue el de su padre el 23-F, sabiendo estar en su sitio y a la altura de la gravedad del momento, otro tanto cabe argüir del vicepresidente Mike Pence al anteponer el acatamiento de la Constitución a las órdenes de Trump. Empecinado en que se ha cometido un «fraude» en los comicios, pero sin encontrar refrendo judicial a sus denuncias, quiso prohibirle que ratificara la voluntad del pueblo. De igual modo que el Monarca español acreditó para qué sirve un Rey constitucional, Pence ha hecho bueno lo dicho por John Adams, primero en profesar ese cargo en EEUU: «Soy vicepresidente, y en tanto que tal no soy nada, pero puedo llegar a serlo todo».

La reacción de Pence se ha revelado proverbial cuando se disponía a pasar a la historia sin pena ni gloria tras desempeñar «el más insignificante oficio jamás concebido por una mente humana», según confesaba el referido Adams. Ubicado en tierra de nadie entre el ejecutivo y el legislativo, el ex gobernador de Indiana, sobre el que se maliciaba que podía ser peor el remedio que la enfermedad si hubiera reemplazado a Trump a raíz del impeachment fallido, ha hecho gala de la mejor muestra de libertad y de compromiso con su país diciéndole no a quien estaba decidido a arrastrar por los suelos los fundamentos de la democracia americana rugiendo como Sansón atado a las columnas del templo: «¡Muera yo con los filisteos!».

Camino de merecer una nota pie de página en la historia, Pence ha sabido sobreponerse y ser ese hombre rebelde para el que «ninguna ideología justifica el delito». Parafraseando a Camus, puede que, en medio de tanta malignidad, denigración y mentira, ello no traiga la felicidad; pero, de no haber dado ese paso, no habría felicidad para un país que hogaño es esa casa dividida que, en tiempos de Lincoln, derivó en una guerra civil.

El asesinato de aquel apóstol del abolicionismo esclavista y sufragista del voto negro a manos de un actor en el Ford’s Theatre de Washington en 1865 reforzó los hilvanes de aquella nación cuáquera que, cosida con el frágil hilo de su servicio postal, Lincoln supo anudar con los principios morales de su unidad –«Estados Unidos es, no son»– y de su igualdad de ciudadanos libres. No parece, por contra, que el trauma infligido por este otro actor que desaloja ahora el despacho oval de la Casa Blanca, manchando el legado de aquel épico presidente republicano, vaya a ser fácil de superar.

Ojalá que tenga efectos catárticos con el beneficio añadido que supondría un reflujo del totalitarismo populista –como esa acqua alta que inunda Venecia para luego volver a su ser– en muchos lares. Pero es aconsejable no engañarse yendo al fondo del problema. Al fin y al cabo, el pasmoso éxito electoral de este clown de la política que es Trump, parejo a otros que en el mundo han sido con el dramático coste que han producido a las sociedades que han caído a sus cantos de sirena, es la expresión de una enfermedad larvada sin que nadie se apercibiera de ella cuando se incubaba.

Como diagnosticó el gran historiador británico Edward Gibbon, en su memorable Decadencia y caída del Imperio Romano, concebida cuando una tarde de 1764 estaba sentado en las ruinas del Capitolio, mientras unos frailes cantaban vísperas en el templo de Júpiter, «era poco probable que los ojos de los contemporáneos descubrieran en felicidad pública las causas latentes de la decadencia y la corrupción».

En este sentido, el mandato de Obama introdujo un veneno lento y oculto en los órganos vitales americanos mediante la preterición de la unidad y de los propósitos comunes frente a la especificidad de las minorías que alimentaban el victimismo y la división. Así, EEUU, en vez de avanzar al siglo XXI, retornaba a épocas de señalamiento y cancelación con movimientos como el #MeToo (feminista) y el Black Lives Matter (racial).

Con Obama, pese a que debiera haber supuesto lo contrario al ser su elección como primer presidente negro de la historia la reafirmación de los principios cardinales de la democracia americana, el Partido Demócrata perdió la visión de EEUU como un país unido y mutó en formación de las minorías. En este cruce de caminos, Trump pudo alzarse con la bandera de la unión, siendo consecuencia y causa de las políticas iniciadas por Obama y que se hicieron especialmente acusadas por su vicepresidenta y aspirante presidencial, Hillary Clinton.

Derrotado Trump, no parece sencillo que los demócratas, en vez de retornar a la idea de reconstruir la unión del país, no acentúen la tentación de satisfacer a esa proliferación de minorías de país dividido y subdividido en grupos de raza, sexo, o religión que siempre deja a alguien fuera y abre inagotables focos de descontento. Del despotismo de las mayorías, como enemigo de la libertad, se ha pasado al absolutismo de las minorías en manos de demagogos –sean de izquierda o de derecha– que lo extreman todo y alcoholizan a las masas hasta desembocar en situaciones que tornan en irremediables. Nada que no sepan los españoles que han de contender con sus propios bárbaros que, habiendo llegado más allá que los norteamericanos, siguen adelante con su proyecto de finiquitar el régimen constitucional, aunque con tanto ruido sea imposible ver nada, como fijó Juan Ramón Jiménez en uno de sus aforismos.

Así, beneficiándose de la excepcionalidad del estado de alarma, sin parangón en parte alguna a cuenta de la covid, Sánchez avanza sin recato en la instauración de una monarquía presidencialista en la que él mismo se dota de su propio privado en la figura de su jefe de gabinete, Iván Redondo, como en los tiempos de los Felipe IV y V. Basta leer cómo el voluminoso Boletín Oficial del Estado del último día del año, con sus 3.000 páginas de vellón, ha talado una parte importante del bosque de las leyes de España vía decreto ley –atesora casi 90 en dos años, a razón de uno cada diez días, estableciendo un hito mundial– y atribuye a Redondo unos poderes extraordinarios que lo transfiguran, en la práctica, en un alter ego suyo sin la fiscalización directa del Parlamento para que haga lo que a él le conviene por persona interpuesta.

Ello permitirá a su favorito, con la influencia determinante de la que disfruta, operar fuera (o al lado) de los canales institucionales sin rango ministerial y estar en el centro de una red nacional de clientelismo al confiarle el manejo de los fondos de la UE para atajar las consecuencias económicas de la pandemia. A este fin, con la excusa de evitar la esclerosis administrativa en la ejecución de nuevas políticas, el todopoderoso valido de Sánchez, junto a la disposición de más subsecretarias y direcciones generales que un ministro, podrá empotrar a quien quiera en puestos clave y desviar asuntos esenciales de los cauces establecidos hacia juntas o comisiones informales designadas a dedo.

Llama la atención que, como Cicerón subraya en una de sus catilinarias contra el avance de la tiranía en Roma, haya «quienes no ven los peligros inminentes, o viéndolos, hacen como si no los viesen». Conviene por ello no perder de vista al Capitolio español para que el atentado contra la democracia americana no sirva de señuelo para los planes de quienes socavan el modo de vida y la libertad aquende el Atlántico.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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