El asedio a Angela Merkel

En una Europa que está perdiendo a toda velocidad y de forma inexorable su identidad, que está enterrando la solidaridad, la defensa de la paz y el espíritu unitario que, en las últimas décadas, le habían permitido prevenir los impulsos centrífugos y belicistas de otros tiempos, el asedio a Angela Merkel es una pésima señal. Resulta ya innegable que la inminente cumbre europea de finales de junio se ha convertido en un referéndum sobre la canciller, que se encuentra en aprietos por culpa de los Gobiernos populistas y euroescépticos. Y en los días inmediatamente posteriores se producirá, dentro de su propio Gobierno, el ajuste de cuentas con el ministro del Interior, Horst Seehofer.

De hecho, el peligro de crisis de gobierno no se ha disipado. Tampoco el de que la Europa que salga de la cumbre tenga un rostro distinto, más egoísta, más centrado en los intereses nacionales, soberanista. Una Europa más pequeña y más dividida precisamente ahora que las antiguas superpotencias, Estados Unidos y Rusia, se han propuesto como objetivo resquebrajarla.

Donald Trump parece obsesionado con la idea de aguijonear a diario a la Merkel con tuits mentirosos y difamatorios que pretenden humillarla sobre la decisión que sus adversarios consideran el peor error de su carrera y sus partidarios, su único instante de generosa amplitud de miras. Su wir schaffen das, “nos las arreglaremos”, su histórica mano abierta de 2015 a los refugiados, su convicción racional de que los desafíos demográficos del futuro solo podrán afrontarse con la inmigración y de que un partido que se dice “cristiano”, como la CDU, tiene el deber de exhibir compasión y solidaridad hacia los más débiles.

Los datos del Bundesbank demuestran que Merkel tiene razón; que, si se interrumpe la llegada anual de cientos de miles de inmigrantes, Alemania empezará a perder su empuje económico ya en los próximos años. Sin embargo, en aquel otoño fatídico en el que Merkel promulgó la llamada “política de puertas abiertas”, Europa estaba saliendo con grandes dificultades del tsunami financiero y económico más grave y extenuante del siglo. Y los millones de desesperados que recorrían los Balcanes para buscar refugio en un continente que aún tenía las heridas de la masacre social y las profundísimas divisiones políticas provocadas por esa crisis —y que se había convertido irrefrenablemente en un abismo entre los países del norte y los del sur— no suscitaban compasión ni sentimientos de solidaridad, sino miedo e indignación.

Lo más significativo es que en Alemania, desde entonces, se ha ido abriendo una brecha entre la canciller y los ciudadanos. Se ha hecho pedazos un hechizo que venía de mucho tiempo atrás. Merkel tuvo que ponerse a la defensiva, en su país y en su partido. Y en estos últimos meses, los primeros de su cuarto mandato, parece haber caído en una parálisis total.

La canciller sigue defendiendo un principio sagrado, el de que cualquier ser humano puede pedir asilo sin que lo rechacen automáticamente. Lo defiende incluso en contra de su ministro del Interior, Seehofer, que ha dicho, a imagen y semejanza de la derecha xenófoba, que le gustaría enviarlos de vuelta al llegar a la frontera. Sobre todo, Merkel está tratando de evitar el fin de Schengen y el ataque manifiesto contra el corazón de Europa por parte de los Gobiernos populistas, nacionalistas y soberanistas que ya han demostrado que están seriamente dispuestos a poner a la Unión en dificultades, empezando por los cuatro de Visegrado y de Austria.

Es fundamental que Italia resuelva la ambigüedad de estas semanas, que aproveche esta “ventana de oportunidad” para negociar acuerdos serios sobre los refugiados. Pero sin dejar jamás de estar al lado de Merkel y de Macron. La alternativa no solo puede perjudicar a Italia, sino que supone el riesgo de transformar para siempre, y para peor, el rostro de Europa.

Tonia Mastrobuoni es corresponsal de La Repubblica en Alemania. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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