El asedio a la democracia

Esta reflexión empieza rindiendo tributo a los regímenes liberales asentados en la economía de mercado y en la democracia representativa como elementos de emancipación, libertad y progreso individuales y colectivos. Estos factores han permitido a una parte de los países del planeta llegar a niveles de desarrollo realmente únicos en la historia, bajo criterios, asimismo, y esto es más importante todavía, de igualdad y cohesión. La democracia representativa, con su elenco de derechos políticos, económicos y también sociales, actúa a modo de mecanismo de redistribución de la renta generada por el mercado, sin perjuicio de garantizar asimismo unas reglas objetivas y transparentes en lo que se refiere al funcionamiento del mismo, garantizando la igualdad de condiciones y el respeto a la libre competencia. Es obvio recordar aquí, en este particular ámbito, las tesis de Adam Smith en el sentido de que aquello que hace buenos a los mercados es precisamente su capacidad para generar auténtica riqueza y progreso en el seno de las naciones.

Parecía, pues, que en la segunda mitad del siglo XX se había conseguido el equilibrio entre un sistema económico que tendía a ser eficiente (al menos en términos comparativos con los demás que habían existido y existían en el mundo) y un sistema político garantizador, en última instancia, de unos determinados niveles de participación ciudadana en los asuntos públicos, pluralismo y bienestar social, debiéndose acomodar el mercado, en última instancia, a los requerimientos derivados de estos últimos principios. Esto es lo que precisamente diferencia al capitalismo occidental del modelo, por ejemplo, instaurado en la todavía República Popular China.

La crisis en los mercados financieros arranca espectacularmente a finales del 2008, pero encuentra sus raíces en el giro histórico sobre la intervención del Estado en la dinámica del mercado propiciado por Ronald Reagan y recogido hasta sus últimas consecuencias por la política ultraliberal y desreguladora de George W. Bush. Esta crisis ha supuesto no solo un debilitamiento generalizado de las economías occidentales -así como un empeoramiento significativo de las condiciones de vida de los ciudadanos, lo cual no es poco-, sino también una degradación significativa de la calidad de nuestras democracias. La crisis ha puesto de manifiesto el modo en el que los mercados pueden, en un momento dado, desviarse completamente de las finalidades que les son propias en el terreno de la distribución de la renta y el suministro eficiente de bienes, servicios e incluso capitales. No es cuestión de abundar en detalles que han sido ya suficientemente explicados por los economistas especializados. Recordemos solo que la clave de las turbulencias que vivimos se debe a la existencia de mercados dedicados exclusivamente a la especulación acerca de lo que puede suceder en otros mercados más tangibles como el de la deuda soberana, el de los créditos e hipotecas e incluso el mercado de materias primas y alimentos. Se trata, pues, de transacciones cuya conexión con elementos reales de la economía es lejana y se basan más en los criterios propios de una casa de apuestas o un casino (la expresión es del expresidente Felipe González) que en un verdadero intercambio de fuentes de riqueza.

La situación actual puede describirse como un auténtico asalto, por parte de los mercados basados en la mera especulación, no solo a la lógica tradicional de la libre competencia, sino a la propia idea de democracia. Fruto de la transnacionalización de los mercados financieros y de la incapacidad de los estados de articular mecanismos de control y garantía de los mismos, y de su incapacidad de liquidar las plazas off shore, el sistema capitalista ha desbordado todos los cauces democráticos de protección, y supedita a los vaivenes de las pujas, desconfianzas e intereses especulativos de un verdadero casino global los destinos de las economías y los ciudadanos de la mayor parte de países del mundo no emergente. (Sobre el calentamiento artificial de los países emergentes, fruto también de los señalados movimientos, habrá que escribir en otra ocasión).

Sin haberlo advertido, y una vez creíamos que nuestras democracias estaban ya consolidadas, han sido oscuros intereses sin rostro los que han dado un auténtico golpe de mercado (en este caso el concepto lo tomamos del presidente dominicano, Leonel Fernández), intentando situar en manos privadas la decisión acerca de algo que es resistentemente nacional y que hasta la fecha era objeto de decisión por parte de instancias democráticas: las políticas sociales. Estos poderes privados transnacionales e invisibles, que solo persiguen el lucro de una reducida casta de ejecutivos, están usurpando ámbitos de poder hasta ahora en manos de poderes públicos, sujetos al escrutinio público, de nuestras democracias liberales y sociales. Y lo más grave es que en nuestros sistemas políticos parece haber gobernantes dispuestos a aceptar los dictados de los nuevos golpistas sin oponer excesiva resistencia.

Por Josep Maria Carbonell y Joan Barata, profesores de Blanquerna Comunicació.

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