El asedio de la regresión

Hace unos días, el presidente catalán, José Montilla, volvió a advertir en el Senado que una sentencia contraria dictada por el actual Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatuto, particularmente negativa en sus aspectos nucleares, generaría una gran frustración en la sociedad catalana. El presidente de la Generalitat insistía en algo que salta a la vista, por lo menos desde la óptica catalana: aquí no se está resolviendo una cuestión meramente jurídica en la que se enfrentan miradas y sensibilidades políticas diferentes, sino un auténtico problema de Estado.

En términos históricos, el recurso de inconstitucionalidad del PP y la manifiesta falta de autoridad para dictar sentencia del actual TC, por razones de sobra conocidas, puede acabar abriendo un boquete en el proyecto común español. Evidentemente, la sentencia, cuando finalmente se produzca, condicionará el debate territorial e identitario en España, pero no lo concluirá. Si se nos permite el símil futbolístico, lo único que definitivamente decidirá la sentencia es si los que apostamos por la evolución plural y federal de la España autonómica seguimos jugando el partido en casa o si bien pasamos a hacerlo en campo contrario.

Hasta que tal cuestión no se resuelva permanecerá abierta la pregunta sobre el éxito o el fracaso, no tan solo de la reforma estatutaria catalana, sino sobre hasta qué punto ha fructificado el discurso de la España plural, que se propició desde las filas socialistas a partir del XXXV Congreso del PSOE (2000). "La esencia de la unidad de España es el reconocimiento de su pluralidad", tal vez sea la frase de José Luis Rodríguez Zapatero que mejor lo sintetiza. Y para ello es necesario explicar en qué contexto sociopolítico se ha desarrollado todo este proceso. Porque el éxito o fracaso de cualquier proyecto debe evaluarse tanto en función de las expectativas suscitadas como de la oposición de las fuerzas contrarias con las que ha tenido que lidiar: en este caso, frente al doble fenómeno regresivo al que nos enfrentamos de manera creciente desde hace más de una década, el neocentralismo y el soberanismo.

El consenso catalanista a favor de la reforma ocultaba posiciones sustancialmente diferentes: el magma soberanista apostaba por un escenario de tensión que pusiera de manifiesto los límites de la vía autonomista y alimentara un ambiente de frustración. Recordemos que Jordi Pujol, desde su intocable tribuna de sancionador de las esencias patrias, no se cansó de alentar un análisis según el cual "haya o no Estatuto Cataluña, saldría perdiendo".

El ex presidente Pujol es, hoy por hoy, el máximo agitador intelectual de la idea del desgarro sentimental entre Cataluña y España y de una sui géneris teoría del engaño histórico en relación con la Transición. Sea como fuere, lo cierto es que los deseos ideológicos del independentismo, tanto del clásico de origen izquierdista como del ahora emergente de ideología inequívocamente neoliberal, así como los intereses políticos de CiU en la oposición, confluyeron en la reiteración de la tesis del fracaso del perfeccionamiento federal del modelo autonómico. Mientras tanto, en el resto de España, la derecha popular había conseguido desde el segundo mandato de José María Aznar vertebrar una clara hegemonía ideológica nacionalista en el terreno identitario, ante el cual el discurso de Zapatero a favor de la España plural aparecía como una concesión al catalanismo.

Así, la victoria del PSOE no fue capaz de impedir que el PP, aun derrotado, consiguiera imponer su visión de España entre amplios sectores, a derecha y a izquierda, ni que sobre ese discurso sustentara en adelante una sólida plataforma de fidelización electoral. En este sentido, las dificultades del PSOE para combatir al nacionalismo español del PP han sido similares a las que tiene el PSC para hacer frente al nacionalismo/soberanismo de CiU.

A nuestro juicio, el proceso de reforma del Estatuto catalán ha sido el catalizador de las dos corrientes regresivas en relación al pacto de 1978: el neocentralismo y el soberanismo. Ambas son la expresión de un proceso peligrosamente regresivo de polarización y centrifugación ideológica. Son una señal inequívoca de que el debate político vuelve a estar presidido por un claro fatalismo y por la radicalización de algunas posturas que lógicamente se retroalimentan y, además, logran un injustificado protagonismo mediático.

Si el soberanismo pretendía que el nuevo Estatuto fuera una especie de Constitución catalana al margen de la realidad española, el neocentralismo ha hecho de la catalanofobia, y de la defensa doctrinaria del carácter uninacional de España (negando siempre la inteligente formula de "nación de naciones") su caballo de batalla en su desaforada campaña de descrédito personal contra el presidente del Gobierno. En un contexto de enormes tensiones y dificultades, es preciso subrayar hasta qué punto ha demostrado ser sólido el vínculo federal entre el socialismo catalán y el conjunto del socialismo español, cuya fractura, deseada por tantos, habría hecho saltar en pedazos tanto la reforma estatutaria como la globalidad del proyecto de la España plural.

Pese a todo, en nuestra opinión, el balance de este proceso, a veces extenuante, es objetivamente positivo. La segunda generación de Estatutos supone un avance en la mejora sustancial del modelo autonómico, el cual, además, se ha visto acompañado de otras iniciativas de coordinación y cooperación interinstitucionales del todo imprescindibles.

Respecto a Cataluña, el Estatuto de 2006 permite lograr el nivel de autogobierno más alto dentro del actual marco constitucional, acompañado como va de una nueva financiación autonómica y de unas imprescindibles inversiones en infraestructuras.

La oportunidad para la España plural sigue estando vigente hoy en día. Porque, fijémonos bien: lo que el catalanismo anhela para España cae más en el terreno de lo que denominaríamos cultural y político que en el campo estrictamente jurídico o competencial. El catalanismo desea que la aceptación de la diversidad lingüística, cultural e identitaria, no sea solo una aportación que se realiza desde Cataluña -por cierto, igualmente diversa- y desde otras comunidades autónomas, sino una idea aceptada y asumida por la centralidad de la cultura política española. Este es el verdadero objetivo del relato en construcción sobre la España plural; objetivo previo a necesarias, aunque hoy por hoy imposibles, reformas constitucionales.

Para alcanzarlo es necesario trabajar en dos direcciones. Primero, ganando el debate cultural y político a las dos corrientes que articulan la regresión. Para ello, el catalanismo ha de jugar a fondo su dimensión hispánica, fuera de toda ambigüedad (Cataluña no es una nación desprovista de Estado como algunos insisten en formular). Y la cultura política española mayoritaria ha de aceptar con normalidad su dimensión catalana y la propia catalanidad. Pero esto no se producirá, o lo hará con muchísimas dificultades, si no somos capaces de provocar previamente una inflexión en el clima de pesimismo, insatisfacción y desconfianza que se ha instalado en buena parte de cuerpo social, político e intelectual, como un dato indiscutible de la realidad, a la hora de juzgar las relaciones de Cataluña con el resto de España.

Y segundo, o mejor dicho, paralelamente, es necesario desarrollar todas las posibilidades que la segunda generación de Estatutos, con el catalán al frente, y la propia Constitución hacen posible en la profundización del modelo autonómico y en el reconocimiento de la diversidad lingüística y cultural de España. Únicamente así podremos hacer frente al asedio de la regresión.

Joaquim Coll, historiador y Daniel Fernández, diputado a Cortes por el PSC. Son autores del libro A favor de España y del catalanismo. Un ensayo contra la regresión política, Edhasa, 2010.