El asedio

La imagen muestra un cruce de calles en una ciudad contemporánea. Unas pocas personas caminan por la acera: una madre y su hijo, una señora con un perro… Pero al otro lado del bordillo no empieza la calzada de los coches, sino que se abre un profundo abismo. La ilustración es del artista Karl Jilg, por encargo de la agencia sueca de tráfico, y el mensaje es claro: los peatones solo disponen de una banda pegada a las casas, bordeada por un precipicio que representa el peligro que acecha fuera de ese espacio de protección. Otro detalle: un viandante atraviesa un débil puente que enlaza una acera con otra, como recordatorio de que esa zona de cruce está provisional e imperfectamente cedida a los humanos a pie. ¿Quién no ha tenido que correr cuando el hombrecito verde empieza a parpadear, y los primeros coches empiezan a cruzar delante o detrás de nosotros?

La inmensa mayoría de la ciudad está reservada a los vehículos. Si uno compara los metros cuadrados de calzada para coches con el espacio de las aceras, la diferencia es monstruosa. La ciudad es de ellos. Pero incluso la acera no es totalmente de los peatones, quienes “deberán circular siempre por el centro de las aceras, ni muy pegados al borde de la calzada, para evitar ser atropellados por algún vehículo, ni muy pegados a las casas, por si hubiera entradas o salidas de garajes”, como aconseja nuestra Dirección General de Tráfico. La cosa esta mal, parece… Pero no: está peor. Desde hace unos años, las llamadas a abandonar el uso del coche y a hacer ejercicio han conducido a un gran aumento de las bicicletas. Por alguna razón, el ciclista se considera un híbrido de peatón y de vehículo, con lo cual ha decidido hacer también uso de las aceras. Las ciudades se van llenando de carriles bici (afortunadamente, aunque su integración con los otros espacios urbanos dista de ser perfecta), pero uno puede ver a los ciclistas transitar no por ellos, ni siquiera por la calzada, sino por las aceras, incluso estrechas y llenas de gente. Por supuesto, hay ordenanzas municipales contra esa práctica, pero sencillamente no se cumplen. ¿Cuántas sancionen se imponen diariamente a los ciclistas que ocupan las aceras?

Claramente, hay una ideología detrás de todo ello: el ciclista se ve como más ecológico que el automovilista, e incluso que el usuario del transporte público. Aunque me gustaría saber por qué se cree mejor que el peatón al que acosa por sorpresa (las bicis no hacen ruido). Y no es ninguna broma: el choque con una bicicleta produce cada año lesiones y muertes. ¿Por qué ponen en peligro la seguridad de los peatones y no van por la calzada? Se lo he preguntado a algunos: “Los coches no nos respetan”…

Por otra parte, la congestión del tráfico, la crisis económica y las facilidades legislativas han hecho que muchas personas opten por las motos, en algunos lugares de forma dominante. En Barcelona, la ciudad europea con más motos por habitante, representan más de la cuarta parte de los desplazamientos motorizados. Ahí, como en otros lugares, las ordenanzas municipales permiten aparcar las motos en aceras de más de tres metros de ancho. Esto hace que encontrar aparcamiento al lado del destino sea relativamente fácil, y ¿cómo llega el motociclista al punto de la acera donde ha decidido aparcar? La ley dice que al abandonar la calzada tiene que echar pie a tierra y llevar la moto cogida del manillar hasta su destino. Por supuesto, no lo hacen: suben a la acera en marcha y, más o menos rápido según su prisa y sus escrúpulos, recorren diez, veinte, cien metros o más hasta su cómodo aparcamiento (y aún tengo que ver a un agente de la ley sancionando este comportamiento). De nuevo les ampara una ideología: en el tráfico una moto ocupa menos espacio que un coche; sin embargo, se les olvida que contamina más.

Bien: ahí estábamos, andando por esa estrecha franja de acera, lejos tanto del abismo de la calzada como de las casas, sorteando las silenciosas y veloces bicicletas y las motos que quieren aparcar. ¿Puede pasar algo más? Claro que sí: intrépidos deportistas subidos en patinetes y patines circularán velozmente haciendo eses entre los peatones. Hasta hace poco, solo cuando uno subía una cuesta podía confiar medianamente en que, si se le ocurría cambiar la trayectoria para mirar un escaparate, no le iban a embestir por detrás. Pero todo es susceptible de empeorar: los aparatos con motor, tipo segways, ya sean con dos ruedas o monociclos, y los patinetes eléctricos, permiten a sus ocupantes subir las cuestas descansada y velozmente. ¿Por qué no van por la calzada? ¿Por qué no van siquiera por los carriles bici, cuando los hay? Porque es más sencillo, menos peligroso (para ellos), circular entre los peatones.

Por motivos profesionales ando mucho por la calle. Y he visto, en los espacios reservados a nosotros, cosas que no creeríais: un sujeto desplazándose en un monociclo a motor, empujando el carrito del bebé y llevando a un perro de la correa; un conductor sobre una moto de gran cilindrada apremiándome a mis espaldas para que le deje pasar mientras subo una cuesta cargado con bolsas de la compra; otro que “ya que” está en la acera, continúa hasta la esquina y “ya que” está ahí dobla y sigue hasta la esquina siguiente, siempre entre los peatones; un ciclista con los auriculares puestos haciendo eslalon un día de fiesta entre los nutridos grupos de paseantes; grupos de turistas montados en segways, que acaban de alquilar y manejan imperfectamente…

La situación de inseguridad y acoso que un peatón puede llegar a vivir es muy grande. Y no quiero ni pensar en cómo la sienten las personas mayores, con dificultades de movimiento, o con problemas de vista u oído (cuyo número es creciente). Por supuesto, si a uno se le ocurre protestar al responsable de uno de estos comportamientos incívicos y peligrosos, la respuesta es despreciativa o directamente insultante.

Si yo supiera dibujar, reharía la ilustración de Jilg: unas personas avanzan por una estrecha banda pegada a las casas, al otro lado de un abismo amenazador. Entonces, frente a ellos, a su espalda, a un costado se abren grietas que amenazan devorarles. Queridos amigos en bici, moto, patines, monociclo o patinete: dejadnos en paz. Sois ecológicos y deportistas, pero nosotros, los simples viandantes, lo somos aún más, y además estamos aquí desde antes. Tenemos ciudades con excelentes redes de transporte público: podéis usarlas, o ir andando, pero si queréis montar en vuestros aparatos con ruedas, por favor, hacedlo fuera de nuestro limitado espacio: no abráis otro abismo en el corazón mismo de nuestro refugio.

José Antonio Millán escribe sobre cultura digital y sobre lengua. Su último libro es Tengo, tengo, tengo. Los ritmos de la lengua.

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