El asesinato de Calvo Sotelo

Tal día como hoy, en julio de 1936, fue asesinado José Calvo Sotelo, uno de los portavoces de la oposición parlamentaria al Gobierno surgido de la victoria del Frente Popular, en el mes de febrero del mimo año. Cinco días después, tuvo lugar el «Alzamiento Nacional» que quiso poner punto y final a un régimen que sus defensores pretendieron identificar con la inteligencia y la razón, la belleza también. Así, Manuel Azaña, definiéndose como patriota señalaba: «El patriotismo [republicano] no es un código de preceptos, sino una disposición del ánimo [que] enciende en nosotros el deseo y nos presta la energía para sacrificarnos en pro de la patria, esto es, por el aumento y conservación de ese caudal de belleza, de bondad y libertad, en suma, de cultura, que es lo que nuestro país, como cada país, aporta en definitiva a la historia como testimonio de su paso por el mundo y como ejecutoria de su nobleza».

Desde luego, en el terreno de las palabras, nuestros republicanos no merecieron perder la guerra, contaban a su favor además con el sentido de la historia. No es nada extraño que, tras la transición, se estableciera una versión clásica, con la contribución nada desdeñable de grandes hispanistas, como Hugh Thomas, Gabriel Jackson, Antony Beevor, Ronald Fraser, Burnett Bolloten y tantos otros, según la cual el Movimiento del 18 de julio no habría sido más que un golpe militar, inspirado por los movimientos de la época de carácter fascista, protagonizado por los sectores más reaccionarios de la sociedad española. Es verdad, pero no toda la verdad.

Ciertamente, la justificación ideológica de los sublevados era exclusivamente defensiva: la conservación del orden social y jurídico amenazado por los revolucionarios. Se diría, en el terreno de los principios, que se trataba de poca cosa frente a las ideas de libertad e igualdad preconizadas por los republicanos. Pero todo cambia si la defensa de ese orden implica la de la propia vida personal, y no sólo la de los dirigentes de la derecha parlamentaria. De eso se trataba en julio de 1936. El pistolerismo, también el fascista, se había adueñado de las calles españolas. Llegó un momento en que nadie se sentía seguro y, en casos así, todo es posible, incluso un alzamiento militar. El juego democrático no era defendido por nadie.

Ni el jacobinismo republicano ni la derecha se sentían cómodos en el estricto ámbito parlamentario. Es absurdo sostener que el 18 de julio fue un golpe contra las libertades, nadie las quería. El propio Miguel Maura, uno de los fundadores del régimen, se mostraba partidario de una dictadura republicana en fechas inmediatamente anteriores al golpe militar. Así, cuando todo estaba ya a punto de perderse, en junio de 1936, publicó varios artículos en El Sol en los que, sin tapujos de clase alguna, se mostraba favorable, podría decirse que la exigía: «La dictadura que España requiere hoy es una dictadura nacional apoyada en zonas extensas de sus clases sociales que llegue desde la obrera socialista no partidaria de la vía revolucionaria hasta la burguesía conservadora que haya llegado ya al convencimiento en aras de una justicia social efectiva [...] Dictadura regida por los hombres de la República, por republicanos probados que antepongan el interés supremo de España y de la República a toda mira partidista o de clase».

A los defensores del régimen la situación se les escapaba de las manos, y lógicamente pretendieron defenderse, pero como se ve sólo confiaban en soluciones no parlamentarias. Era ya demasiado tarde, entre otras razones porque la legitimidad de los contrarios era negada por unos y otros. ¿Qué era posible esperar cuando el inteligente Azaña aseguraba continuamente en sus discursos que «contra los tiranos todo sería lícito»?

En tales condiciones, el asesinato de Calvo Sotelo fue entendido por sus partidarios como una especie de punto y final. De hecho, en la reunión de la Diputación Permanente de 15 de julio, el Conde de Vallellano, de Renovación Española, se expresó en los siguientes términos (según el correspondiente Diario de Sesiones): «Nosotros no podemos convivir un momento más con los amparadores y cómplices morales de este acto». La República había terminado. El crimen había sido perpetrado por las propias fuerzas de orden público, de la Guardia Civil y de Asalto, junto con militantes socialistas integrados en el cuerpo paramilitar de La Motorizada, grupo que actuaba en funciones de escolta de Indalecio Prieto. El tema ha sido estudiado con la suficiente precisión por Ian Gibson y Luis Romero, entre otros. ¿No fue eso un crimen de estado? Si no lo fue, desde luego pudo parecerlo.

De hecho, en sesión parlamentaria del 19 de mayo, Ángel Galarza Gago, diputado socialista que llegó a ser ministro de la Gobernación, en apasionada discusión con Calvo Sotelo le espetó, según las memorias del Sr. Gil Robles, pues las palabras fueron retiradas del Diario de Sesiones, lo siguiente: «…la violencia puede ser legítima en algún momento. Pensando en S.S. encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida». Lo cierto es que tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 la guerra civil se vivía ya en el Congreso de los Diputados (lo de ahora es propio de niños malcriados).

Las sospechas de conspiración planificada contra los dirigentes de la oposición no tenían un carácter delirante. En sesión parlamentaria dedicada a la política de orden público, pocas fechas antes, el destacado dirigente del PCE, José Díaz, había deslizado amenazas semejantes contra el otro gran portavoz de la derecha, José María Gil Robles: «El señor Gil Robles decía de una manera patética que ante la situación que se puede crear en España era preferible morir en la calle que no sé de qué manera. Yo no sé cómo va a morir el señor Gil Robles [Un señor diputado: «En la horca». Grandes protestas]; sé cómo han muerto el sargento Vázquez, Argüelles y otros compañeros en defensa de la República y por orden del Gobierno del que formaba parte el Sr. Gil Robles. No puedo asegurar cómo va a morir el señor Gil Robles, pero sí puedo afirmar… (las últimas palabras producen grandes protestas)». La frase exacta fue retirada del diario de sesiones.

En honor a la verdad, los historiadores coinciden en afirmar el carácter espontáneo del asesinato de Calvo Sotelo, en absoluto el gobierno estuvo detrás. Pero sí que es posible constatar que con él se certificó la defunción de una república que tantos sueños había despertado y tanto significó de positivo para la cultura española. Nadie puede sentirse orgulloso, se trató de un fracaso manifiesto. Llegó así una Dictadura protagonizada por hombres, no sólo Franco, esencialmente mediocres y crueles. Pero, ¿cómo es posible que hoy mismo los militantes de izquierda vuelvan una y otra vez su mirada hacia personajes y episodios de la II República como si en ellos se encontrase un modelo digno de imitación? Hay que reiterarlo una y otra vez: se trata de una parte de nuestra historia que inspira vergüenza. Y ello con absoluta independencia de la inmensa categoría de muchos de sus protagonistas y la brillantez de sus aportaciones.

Lo que ocurre es que, contra lo que frívolamente se dice, nuestra denominada izquierda no es comunista salvo en la forma de farsa con que Marx calificaba a los intentos burdos de copia de hechos históricas del pasado, y carece de proyectos: no tiene la categoría intelectual de un Gramsci ni es capaz de escribir El Estado y la Revolución, los Grundrisse o Una contribución a la crítica de la economía política, ya puestos ni siquiera el Manifiesto comunista. Son simplemente populistas, es decir, se sirven para lograr el poder de ideas infantiles que conectan con los impulsos victimistas de las masas populares, les proyectan imaginarios enemigos, como unos fantasmales «poderosos», y presentan, como se ha dicho, soluciones sencillas a problemas complejos.

Por eso, se remontan al pasado. Vencer en el terreno de los sueños es mucho más fácil, pero desestabilizan al país. Se muestran como irresponsables.

Plácido Fernández-Viagas es Doctor en Ciencias Políticas. Magistrado. Autor de Palabras de guerra y coordinador de Los parlamentarios andaluces en la II República.

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