El asesinato de Nicolás II y su familia

La noche del 16 al 17 de julio de 1918 el sótano de la casa Ipatiev, en la ciudad siberiana de Ekaterinburgo, fue escenario de una tragedia cuyos detalles, más o menos sofisticados, según el narrador, se han repetido hasta la saciedad en libros, prensa y produciones teatrales, cinematográficas, radiofónicas o televisivas. El emperador Nicolás II de Rusia, su esposa, Alejandra, y sus hijos, Alexei, Olga, Tatiana, María y Anastasia, fueron asesinados por sus carceleros junto al doctor que cuidaba del Zarévich hemofílico, Eugene Botkin, Alexei Trupp, ayuda de cámara, la doncella Ana Demídova, e Ivan Kharinotov, el cocinero.

Estos asesinatos representan una gota de sangre en el inmenso océano que produjo durante todo el siglo XX la práctica del exterminio de clase que, siguiendo el ejemplo del Terror francés revolucionario, practicaron los bolcheviques y sus continuadores en el antiguo imperio de los zares y en todo lugar donde actuaron: en el resto de Europa (Katyn, Budapest, Praga, …) y en todo el orbe, desde China y Camboya a Cuba, sin olvidar tantos otros pueblos masacrados, como el etiope o el angoleño. España, desgraciadamente, también puede exhibir una ejecutoria de miles de víctimas de esta ideología de muerte, comenzada años antes del inicio de la contienda de 1936 y finalizada en 2010, con el último crimen mortal de la banda terrorista ETA, cuya víctima fue, curiosamente, un agente de policía francés.

Al cabo de un siglo, millares de rusos homenajean a sus mártires, así declarados oficialmente por su iglesia nacional. Un templo ortodoxo se levanta sobre el solar de la casa en que se produjo la masacre, que fue derribada en 1977 por orden del entonces primer secretario del Soviet de los Urales, Boris Yeltsin, el mismo que, en 1998, se inclinaba ante los restos de Nicolás II y los suyos mientras decía con tono solemne: «Todos somos culpables, incluido yo mismo». No está de más recordar que estas exequias se adelantaron notablemente para facilitar la concesión de un crédito del Fondo Monetario Internacional, al servir de símbolo de que la nueva Rusia surgida de las cenizas de la Unión Soviética renegaba del Comunismo. Resultó asombroso ver en los noticiarios televisivos rusos del momento al capitán del crucero Aurora (emblema de la toma del Palacio de Invierno por Lenin) presidir la reapertura de la capilla del buque, clausurada desde la revolución, entregando al capellán el icono que representa a la Familia Imperial, y declarar: «es hora de que se haga justicia».

Dada la premura con que se organizaron aquellos funerales, quedaron sin recibir sepultura los restos del heredero y de su hermana, María Nokolayevna, aún estaban pendientes de identificación oficial en esa fecha. Por ese motivo, ni el patriarca de la Iglesia de Rusia ni la Gran Duquesa María Vladimirovna, heredera de los derechos dinásticos de los Romanov, asistieron a un homenaje gravemente incompleto. Poco después, en el año 2000, Moscú sería escenario de la ceremonia en que se proclamó santos mártires a una ingente cantidad de víctimas del bolchevismo, encabezados por la Familia Imperial, pero, desgraciadamente, aquel reconocimiento se vio brisado por el accidente del submarino Kusk, en el que perecieron ciento dieciocho tripulantes.

Aunque estos días se celebran magnas concentraciones de recuerdo y homenaje, aún resta el acto de dar sepultura conjunta con el ritual adecuado a todos los miembros de esta familia, sacrificada inútilmente por la barbarie fanática, y desmentir definitivamente las leyendas de supervivencia que se alimentaron durante décadas por turbios intereses políticos y económicos.

José Luis Sampedro, numerario de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía.

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