El asunto Foucault

De todos los defectos de carácter, la hipocresía me parece el más perverso. Acabo de experimentarlo personalmente al desencadenar una bomba mediática llamada Michel Foucault. Foucault, filósofo francés fallecido de sida en 1985, es uno de los santos de la izquierda universitaria, sin duda el último después de Jean-Paul Sartre. Michel Foucault es particularmente actual, porque los movimientos transgénero antirracistas y anticoloniales, tanto en Europa como en Estados Unidos, están de su parte. Básicamente, su obra consiste en denunciar los abusos de poder, políticos y sexuales, que se esconden detrás de normas y leyes. Cuestionó, con influencia, los manicomios, porque le parecía que los locos no estaban realmente locos desde el momento en que se redefinió la noción misma de normalidad.

El asunto FoucaultFoucault también defendió el derecho al placer sexual de los niños y en 1977 abogó por la legalización de la pedofilia. Nunca se planteó la cuestión del consentimiento, ni de los trastornos psicológicos que la pedofilia puede provocar a sus víctimas. ¿Era Foucault, más allá de sus posiciones teóricas, un pedófilo? Cuando lo conocí en Túnez, donde estaba enseñando, en 1969, le vi comprar favores a muchachos que debían de tener 10 o 12 años. Lo que más me sorprendió en aquella época, aún más que su pedofilia, fue su colonialismo. En Francia no habría osado comportarse así abiertamente, pero en Túnez, sí. ¿Porque era una antigua colonia? ¿Porque esos niños eran exóticos? Para que conste, medio siglo antes, André Gide había elegido la Argelia colonizada como coto de caza para su pedofilia. Pero Gide confesó y mencionó en sus ‘Memorias’ su incapacidad para controlar su cuerpo, en dolorosa contradicción con su educación cristiana. Foucault, un homosexual declarado, nunca dio explicaciones sobre su pedofilia; nunca se aplicó a sí mismo su método de detectar el abuso de poder. Nos habría gustado leer a Foucault haciendo de Foucault sobre Foucault; nunca sucedió.

Así que lo he hecho yo por él en un capítulo del nuevo libro que acabo de publicar en París, ‘Mon Dictionnaire du Bullshit’ [Mi diccionario de tonterías]. Al revelar la pedofilia activa de Foucault, no esperaba una explosión mediática, porque, en el fondo, no estaba revelando una gran novedad. Sin embargo, ha habido reacciones violentas en todos los países donde Foucault es un gurú: Francia, Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña, Chile, Argentina… Podemos dividir estas reacciones en dos categorías igualmente simplistas. La derecha, para simplificar, se alegra de que este tótem de la izquierda se derrumbe bajo el peso de su hipocresía; el pseudoliberador era un imperialista pedófilo. La izquierda me ataca a mí, acusándome de haber inventado esta vileza para desestabilizar a Foucault y sus seguidores.

En realidad, mi propósito es completamente diferente. Me limito a constatar que los intelectuales franceses han disfrutado durante mucho tiempo de privilegios de tipo aristocrático. Esto se remonta a Voltaire, teórico de la doble moralidad; creía que la religión y las normas cristianas debían aplicarse al pueblo, pero no a las élites ilustradas. Estos privilegios de la aristocracia del espíritu, y del dinero, por supuesto, han durado desde Voltaire hasta Foucault. Este último no consideraba que se le pudieran aplicar las leyes, y cuando le parecía que vulneraban su libertad, pedía que las anularan, como las leyes contra la pedofilia, por ejemplo.

Esa era de doble moralidad ha terminado, principalmente bajo la influencia de las redes sociales; la revolución técnica ha precedido a la revolución moral. Un reciente ministro de Cultura francés, Franck Riester, resumió bien la nueva situación. «El talento -dijo- ya no excusará el crimen». La caída simbólica de Foucault es, por tanto, una nueva manifestación de esta revolución, de la que el #MeToo es otro aspecto: fin de la doble moral, exigencia del consentimiento, derecho a hablar para las víctimas, en primer lugar para las víctimas.

Como cualquier revolución, esta también puede tener consecuencias nefastas: se culpa a personas inocentes, sin pruebas. En esta negación a priori de la inocencia reconocemos cualquier revolución. La revolución también provoca violencia y resistencia; sufro ataques violentos (verbales o escritos, por lo tanto, soportables) por haberme atrevido a atacar a Foucault, aunque en realidad no estoy atacando a Foucault, sino a la hipocresía de la doble moral. ¿Temerán los que protestan perder sus privilegios aristocráticos? Desde luego que sí. Y cualquier revolución suscita una contrarrevolución; recordarán que Catherine Deneuve, el símbolo sexual del cine francés, firmó una petición acusando al #MeToo de querer imponer el ‘puritanismo’ estadounidense frente a la seducción a la francesa. También se me acusa de querer ‘anular’ a Foucault, importar a nuestra Europa tolerante la ‘cultura de la anulación’ en boga en Estados Unidos. También en este caso, mi posición es diferente: animo a leer a Foucault, pero sabiendo quién era, y a interrogarse sobre la relación entre una obra y su creador, eterna pregunta sin respuesta. La pregunta vale también para André Gide, Paul Gauguin, Miguel Ángel o Marcel Proust. Conocer sus costumbres no impide apreciar su trabajo, sino hacerlo con una mirada informada. Además, no es imprescindible ser un pervertido para convertirse en artista o filósofo; Matisse y Cézanne llevaban vidas burguesas, Romain Rolland y Camus también.

Guy Sorman

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