El aula fantasma

Cuando se han invertido tantos recursos económicos y propagandísticos en convertir la escuela, cuya función es la instrucción, en un lúdico confinamiento periódico para menores, mera escolarización, su capacidad de adaptación en una situación crítica es mínima. La emergencia sanitaria ha sacado a la luz esa precariedad académica, que convierte en heroicidad resistir sus efectos escolares: la enseñanza telemática, baratija digital para los vástagos de la pandemia desposeídos del lujo de la enseñanza real.

Si bien el confinamiento pudo beneficiar a los escolares con problemas de relación, gracias al respaldo en casa, perjudicó a los más necesitados de la lección magistral, la presencia del profesor, el trabajo guiado y un ambiente de estudio adecuado, elementos bajo sospecha para el catecismo pedagógico en boga. La falacia de la brecha digital oculta que la verdadera brecha está en la capacidad de las familias para mantener rutinas escolares a falta de clases presenciales, mucho más que el número de ordenadores o la velocidad de conexión. Pero la pandemia ha avivado las llamadas a la digitalización de la escuela, última fase de la destrucción de la enseñanza pública (El oasis contaminado, EL MUNDO, 28 agosto 2019).

El aula fantasmaLa escuela tiene como misión ofrecer tiempo de estudio al que no dispone de él en su casa. Le libera de interferencias ociosas que impiden el aprendizaje y del ritmo frenético de las pantallas: le ofrece un capital perdurable. En enseñanza, las nuevas tecnologías son para los pobres, les hurtan ese capital. La llamada escuela tradicional parece destinada a las élites. Las clases presenciales serán cada vez más un lujo que unos pocos podrán permitirse mientras se vende al grueso de la población las bondades de lo digital y la felicidad bobalicona e hipnótica de los móviles (Nellie Bowles, Human Contact is Now a Luxury Good, The New York Times, 29 marzo de 2019).

Pero hablar de escuela tradicional es un ardid grosero. Escuela para ricos suena poco mediático a pesar de ser veraz pues la escuela es tradición y, por ello, riqueza. El adanismo y el fetichismo de la innovación en la enseñanza pretenden que el niño puede tomar impulso desde la nada, en el olvido de lo valioso que la tradición ha traído y preserva, de la continuidad laboriosa de los saberes cuya consolidación ha costado siglos. La ilusión de saltar sin apoyarse en nada produce pobres opiniones subjetivas y sentimientos sagrados, ajenos a la racionalidad común, objetiva, ciudadana. No es que las nuevas tecnologías sean el mal para la escuela. Son un pretexto de moda con el cual reservar el lujo del conocimiento a los que pueden prescindir de ellas, dominarlas y no ser dominados. La verdadera escuela inclusiva y emancipadora, republicana, invertiría en clases presenciales de calidad, con herramientas digitales apropiadas para las edades de los alumnos (nada antes de los 10-11 años), minimizándolas y negándose a la trampa de convertirlas en contenido de la enseñanza, pues son sólo auxilios útiles pero prescindibles, que no reemplazan la docencia, la reflexión, la investigación ni la memoria operativa del que estudia. El mito de que el saber está en la Red, que los motores de búsqueda hacen del profesor un fósil, condena al infante al analfabetismo efectivo, cuyo caso límite sería el de quien no tuviera memorizado ni el alfabeto y necesitara consultarlo en la Red a cada momento. Su dependencia de un elemento externo sería extrema, su capacidad operativa mínima, al exigirle mucho tiempo lo más básico, y su pensamiento crítico nulo por estar expuesto sin defensas a los mensajes inyectados, analfabeto burbuja, esclavo de su amnesia, máxima expresión de la impotencia, expuesto a la incapacidad o al plagio, tímida hipérbole de lo que espera a los escolares de una escuela arruinada con la chatarra digital.

Un aula no es un espacio entre cuatro paredes, con mobiliario específico y humanos en su interior. Una aula es un sistema de relaciones bajo condiciones arquitectónicas que las hacen posible, y eso se pierde en la tele-educación. Fuera de ella la participación del alumno se distorsiona y es casi imposible de calibrar. El aula, institución sin la cual no hay clases de verdad, no puede ser sustituida por pantallas. En su lugar, el paisaje del aula fantasma acecha como desagüe para mayorías ágrafas de sujetos lobotomizados digitalmente.

¿Cómo potenciar el capital del conocimiento en la escuela pública en tiempos de pandemia? Es preciso distinguir los enfoques del problema (académico, sanitario, escolar y, por tanto, económico, demográfico, laboral, político) y los fines que en cada caso se persigan. Y disipar la terca confusión en torno a la educación, que hace referencia a la socialización, con respecto a los sujetos implicados, y a la escolarización, con respecto a la administración, pero en el que la formación académica suele pasar de implícita a ausente.

En cuanto al impacto económico, el cierre de las escuelas genera incompatibilidades laborales y pone en riesgo la estabilidad del Estado, el fortalecimiento de lo común. El conocimiento es en sí mismo riqueza, vital, política, social y económica. Pero no se acomoda a las urgencias de lo mediático. Como el hallazgo de una vacuna o de un medicamento, resulta imposible sin plazos de tiempo mínimos para cotejar, evaluar, reforzar, discriminar, repetir. Un juicio valorativo, un Me gusta, salta de inmediato dado un estímulo. El rigor del estudio detiene esa reacción emotiva y contribuye a acumular un caudal de riqueza en forma de conocimientos. Por eso, un buen profesional, que genera riqueza social, está continuamente aprendiendo si está habituado a dejarse enseñar, es decir, no pretende saber más que el que desempeña la función de enseñarle. Por el contrario, en el ecosistema pedagógico de moda, el infante es una especie de alma sagrada que toma sus respuestas subjetivas por verdades incontestables, sus caprichos narcisistas por pensamiento crítico. Eso mina su independencia intelectual y dificulta su pericia futura. La enseñanza remota forzada lo ha puesto de relieve. Sólo los alumnos con autonomía personal sólida, conquistada por la disciplina y el apoyo familiar más que por un sistema que la elude, han seguido aprendiendo en ausencia de profesores y clases presenciales.

En lo político, la organización escolar sufre la fragmentación administrativa. Es inviable afrontar con eficacia una crisis de estas dimensiones con un ministerio ausente y la dispersión de 17 consejerías, a menudo con intereses en conflicto, que, siguiendo la inercia, pasan la pelota a los centros. Dada la situación, tal vez no sea impertinente sugerir, sin apenas ironía, que el ministerio de Sanidad asuma las competencias educativas, como medida inmediata ante la situación epidemiológica, pero no coyuntural, sino con ánimo de continuidad. Al fin y al cabo, el sistema educativo atiende más a necesidades de salubridad social y bienestar infantil que a la áspera disciplina en que consiste aprender, abandonada a la casuística de centros, profesores, alumnos y familias. Para la gestión y toma de decisiones sobre los aspectos técnicos de la docencia (filosóficos, epistemológicos, científicos), en ausencia de un Ministerio de Instrucción pública digno de tal nombre, la medida a largo plazo que podría adoptarse es la configuración de un Consejo General de la Función Docente, por completo independiente del poder ejecutivo y con margen para el diseño de planes de estudios según criterios estrictamente didácticos.

Conviene calcular el coste sanitario de la vuelta al colegio en relación con el beneficio de la conciliación familiar, o el riesgo epidemiológico en relación con la riqueza de la enseñanza presencial, priorizar en lo posible las clases en los centros para los menos apoyados familiarmente y los alumnos de menor edad, y reducir al mínimo el papel de lo digital.

Los aspavientos por la generación perdida son pura retórica vacía si la escuela renuncia a la enseñanza basada en el conocimiento y no pone ese criterio y la salud pública por encima de cualquier otro, empecinada, así, en seguir empobreciendo generaciones.

José Sánchez Tortosa es doctor en Filosofía, profesor y escritor. Entre otros, es autor de El profesor en la trinchera (La Esfera de los Libros) y El culto pedagógico. Crítica al populismo educativo (Akal).

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